La duda sobre las propias cualidades
Las causas perdidas son las únicas
que merece la pena defender;
porque las demás se defienden solas.
Alejandro Llano
Alfonso Aguiló
Carácter y acierto en el vivir:100 relatos y reflexiones sobre la mejora personal

 

Con muchos esfuerzos y humillaciones

        Juan Bautista María Vianney nació en Dardilly, cerca de Lyon, en 1786. A los diecisiete años, concibe el gran deseo de llegar a ser sacerdote. Su padre, aunque buen cristiano, pone algunos obstáculos, que por fin logra superar. El joven inicia sus estudios eclesiásticos en Ecully, dejando las tareas del campo a las que hasta entonces se había dedicado.

        Un santo sacerdote, el padre Balley, se presta a ayudarle. Pero el latín se hace muy difícil para aquel mozo campesino. Aunque era de inteligencia mediana, sus conocimientos eran extremadamente limitados. Sus dificultades parecen deberse a la insuficiencia de su primera escolarización y a la avanzada edad a la que comenzó a estudiar. Llega un momento en que todo su entusiasmo y su tenacidad no bastan y empieza a sentir un enorme desaliento. Decide entonces hacer una peregrinación, a pie, a la tumba de San Francisco de Regis, en Louvesc, para pedir que logre superar esas dificultades, pero sus oraciones no parecen ser escuchadas y continúa aprendiendo con gran lentitud.

        Por entonces se presenta, además, un nuevo obstáculo. El joven Vianney es llamado a filas, pues la guerra de España y la urgente necesidad de reclutas lleva a Napoleón a retirar la exención que disfrutaban los estudiantes eclesiásticos. Después de casi dos años de numerosos peligros y peripecias, Juan Bautista reanuda sus estudios, primero en Verrières y después en el seminario mayor de Lyón. Todos sus superiores reconocen su admirable conducta, pero insisten en el poco provecho en los estudios, hasta que finalmente es despedido del seminario. Intenta entonces, sin éxito, entrar en los hermanos de las Escuelas Cristianas. Cuando ya parecía no haber solución, se cruza de nuevo en su camino el padre Balley, que había dirigido sus primeros estudios. Se presta a continuar preparándole, habló con sus profesores y, después de un par de años de gran esfuerzo por parte de los dos, fue ordenado sacerdote en Grenoble en 1815, a los 29 años de edad. Había acudido solo a esa ciudad, y nadie le acompañó tampoco en su primera misa, que celebró al día siguiente. Sin embargo, se sentía feliz de haber llegado a alcanzar lo que estaba convencido de que Dios le pedía, aunque hubiera supuesto tantas esfuerzos y humillaciones.

"Dios hará el resto"

        — Desde luego, es un ejemplo de constancia en sacar adelante una vocación. Supongo que muchas veces pensaría en abandonar, ¿no?

        Fue ejemplo de tenacidad suya, y también de tenacidad de su maestro, el padre Balley. Juan María estuvo muchas veces a punto de abandonar, pero su maestro le alentó siempre. El tiempo pasaba y había que tomar una decisión. ¿Servía como sacerdote o no? Todos tenían sobrados motivos para desconfiar de la calidad de su formación teológica. Algunos se lo hicieron notar así al Vicario General de Grenoble, que preguntó: "¿Es piadoso? ¿Sabe rezar el Rosario? ¿Tiene devoción a la Virgen?". Le contestaron que era un hombre de profunda piedad y de una vida santa. "Pues bien, yo lo recibo. Dios hará el resto". Y Dios lo hizo. Fue unos de los santos más grandes de la Iglesia.

        El padre Balley fue el primero en reconocer y animar su vocación, y quien le animó a perseverar cuando los obstáculos en su camino le parecían insuperables. Intercedió ante los examinadores cuando suspendió el ingreso en el seminario mayor, le ayudó en sus estudios y fue su modelo además de su preceptor y protector.

        Además, no consideró cumplida su misión con la ordenación de Juan María, sino que logró que, como aún no había terminado sus estudios, fuera destinado a Ecully, con la consideración de coadjutor suyo. Allí estuvo durante tres años, repasando la teología y ayudándole en las labores parroquiales, hasta que el padre Balley falleció.

        — ¿Qué sucedió después?

        Fallecido su maestro en 1818, y terminados sus estudios, el arzobispado de Lyon le destinó a un minúsculo pueblecillo, a treinta y cinco kilómetros al norte de la capital, llamado Ars. No tenía siquiera la consideración de parroquia, ni había tenido nunca sacerdote, sino que era simplemente una aldea dependiente de la parroquia de Mizérieux, que distaba tres kilómetros. Tenía 370 habitantes. El nivel moral era bastante bajo y la práctica religiosa muy reducida: los domingos solo asistía a Misa un hombre y unas pocas mujeres.

Acudían de todo el mundo

        Comenzó enseguida a visitar a sus feligreses, casa por casa. Atendía a los niños y a los enfermos. Amplió y mejoró la iglesia. Ayudaba a los sacerdotes de pueblos vecinos. Todo ello, acompañado de grandes penitencias personales, de intensa oración y constantes obras de caridad. Se empleó a fondo en una labor de moralización del pueblo, y no le faltaron calumnias y persecuciones, incluidas acusaciones ante sus propios superiores religiosos.

        Y en el ejercicio de las funciones de párroco de esa remota aldea francesa, fue como el Santo Cura de Ars se hizo conocido en el mundo entero. No llevaba mucho tiempo allí cuando la gente empezó a acudir a él desde otras parroquias, luego de lugares más distantes, después de otras regiones de Francia y finalmente desde países cada vez más lejanos. Su consejo era buscado por obispos, sacerdotes, religiosos y laicos de toda edad y condición. El número de lo que acudían a escucharle y confesarse pronto superó los trescientos peregrinos diarios. Pasaba de dieciséis a dieciocho horas diarias en el confesonario. Personas distinguidas visitaban Ars para de ver al santo cura y oír su predicación, en la que, con un lenguaje sencillo, lleno de imágenes sacadas de la vida diaria y de escenas campestres, transmitía una fe y un amor de Dios arrolladores.

        — ¿Piensas entonces que no es tanto cuestión de talento como de esfuerzo personal?

        Lo fundamental es el designio de Dios, la propia vocación. Y la vocación no va ligada necesariamente a grandes talentos, al menos según lo que muchos entienden por talento. Una buena prueba de ello es el ejemplo de este pobre sacerdote, que había hecho tan dificultosamente sus estudios, y a quien la autoridad diocesana había relegado a uno de los peores pueblos de la diócesis, pero que, sin embargo, acabó siendo consejero buscadísimo y guía espiritual de millares y millares de almas.

"Los necios según el mundo"

        Desde luego, para la santidad es preciso el esfuerzo personal, junto a la gracia de Dios, que nunca nos falta, y hay que decir que el Santo Cura de Ars se levantaba a la una de la madrugada para ir a la iglesia a hacer oración, y antes de amanecer iniciaba su trabajo en el confesonario, y dedicaba todas sus horas a la celebración de la misa, la atención de los peregrinos, la explicación del catecismo y las confesiones. Su dedicación era tal, que con frecuencia comía de pie en unos minutos, sin dejar de atender a las personas que solicitaban algo de él.

        — Es curioso que tuviera tanto éxito una persona así. Nadie lo hubiera predicho.

        Ya recordarás lo que decía San Pablo, de que Dios escogió a los necios según el mundo para confundir a los sabios, y la flaqueza del mundo para confundir a los fuertes, de manera que nadie pueda gloriarse insensatamente delante de Dios.

        Dios bendecía manifiestamente la entrega de aquel modesto sacerdote, en contra de toda posible previsión humana. Una vida que todos auguraban gris y olvidada, resultó ser asombrosamente fecunda y conocida. El que a duras penas había hecho sus estudios, se desenvolvía con maravillosa firmeza en el púlpito, con enorme soltura, sin haber tenido tiempo para prepararse. El que parecía de inteligencia limitada, demostró un notable don de discernimiento de conciencias y resolvía delicadísimos problemas de conciencia en el confesonario. Durante cuarenta y dos años, de 1818 a 1859, se entregó ardorosamente al cuidado de las almas en aquel pueblecillo, hasta el momento de su muerte. Sin moverse de allí, logró, sin buscarla, una resonante celebridad.