Las propias limitaciones
Muchos hombres no se equivocan jamás
porque nunca se proponen hacer nada.
Goethe
Alfonso Aguiló
Carácter y acierto en el vivir:100 relatos y reflexiones sobre la mejora personal

 

 

Excusas muy razonables y poderosas

        — He pensado a veces que debería entregarme a Dios, pero enseguida me viene la idea de que no valgo para eso, de que no soy suficientemente digno.

        Moisés también pensaba en su indignidad cuando le dijo al Señor: "¿Quién soy yo para ir al Faraón y sacar de Egipto a los israelitas?". Pensaba solo en sus fuerzas y sus cualidades. Sus excusas parecían bastante razonables, pero Dios le dijo: "Yo estaré contigo", y le indicó lo que tenía que hacer. Moisés insistió y le recordó a Dios que las dificultades no eran solo interiores suyas: "Mira que no me van a creer, ni escucharán mi voz, pues dirán: "¡no se te ha aparecido Yahwéh!"". Entonces Dios hizo dos milagros para mostrarle su poder: convertir su cayado en una serpiente y cubrir de lepra su mano durante unos momentos. Y añadió: "Si tampoco te creen estos dos prodigios ni escuchan tu voz, tomarás agua del Nilo y la derramarás en suelo seco y el agua que hayas tomado del río se convertirá en sangre."

        Nada de esto le pareció suficiente a Moisés, que siguió buscando excusas. Había visto su bastón convertido en serpiente y su mano llena de lepra y curada en un instante. Había visto el poder omnipotente de Dios, pero insistía: "Yo no soy elocuente, y no de ayer ni de anteayer, ni incluso desde que tú hablas a tu siervo, pues soy torpe de boca y torpe de lengua."

        Ésta sí que parecía una excusa concluyente. ¿Cómo Dios va a elegir para hablar al Faraón y liberar al pueblo precisamente a un tartamudo? Es de sentido común. Como las excusas que todos solemos poner, que nos vienen enseguida a la cabeza cada vez que nos enfrentamos a algo que nos cuesta. Son excusas llenas de ese falso realismo que cuenta tan poco con el poder de Dios, con la perspectiva de lo sobrenatural. Son razones bien estructuradas, bien armadas, que quizá nos repetimos una y otra vez y que acabamos por creernos sin fisuras. ¿Cómo me puede pedir Dios a mí, que soy tan tímido, esa misión de apostolado?

        Pero Dios le recuerda a Moisés: "¿Y quién ha dado boca al hombre? ¿O quién le hace mudo, sordo, vidente o ciego? ¿Acaso no soy Yo, Yahwéh? ¡Ve, pues, y yo estaré con tu boca y te indicaré lo que has de hablar!".

No necesita Dios nuestras cualidades

        También nosotros hemos de confiar en Dios. Si nos llama, si Él nos ha escogido para llevar a cabo una misión concreta, nos dará la ayuda necesaria. Procuremos no poner tanta resistencia como Moisés, que después de esta última respuesta divina aún no se daba por vencido y seguía insistiendo: "¡Perdón, pero envía, por favor, tu mensaje por quien desees enviarlo!"

        La misión le sobrecoge. Le falta fe en Dios. Intenta eludir la llamada diciendo que "hay otros" mucho más dignos que él. Pero, en el fondo, disimula su "no quiero" con un "no debo ser yo". Se inflamó entonces la cólera de Yahwéh, se lee en el Antiguo Testamento, y le dijo que asistiría con su poder las palabras que salieran de la boca de Moisés.

        Dios no llama a nadie porque le deslumbren sus cualidades. Es Dios quien le ha dado esas cualidades, y a unos les da más y a otros menos, pero sobre todo es Él quien dice "sígueme". Por eso, no importa la historia de cada uno, o los errores pasados o presentes, como decía San Agustín cuando escuchaba el ruido de los juegos del Circo que había dejado desiertas las calles de su ciudad: "¿Qué os creéis? ¿Cuántos futuros cristianos no estarán allí sentados? ¿Quién sabe? ¿Cuántos futuros obispos?".

También con defectos muy arraigados

        — Pero... ¿y los propios defectos?

        Nadie está libre de defectos. Los santos tuvieron defectos, y algunos de ellos muchos defectos. Y demostraron la santidad precisamente luchando contra esos defectos. Dios llama contando con virtudes y con defectos. Dios cuenta con tus virtudes, para que las cultives, y con tus defectos, para que luches por superarlos.

        Además, no exageres tus limitaciones o tus defectos. Hay muchos santos a los que la naturaleza no dotó aparentemente de demasiadas cualidades. Por ejemplo, cuando San Camilo de Lelis se planteó por primera vez entregarse a Dios, no era precisamente un dechado de virtudes. Desde pequeño, tenía muy arraigado un vicio que le causaría mucho daño: era un gran jugador de cartas. Su pasión por el juego le llevaba a numerosos conflictos y a perder constantemente el empleo. A los diecinueve años, decide enrolarse en el ejército, pero su padre muere unos días antes de embarcarse y Camilo se replantea su vida. Cruza por su mente la idea de hacerse capuchino, y va a consultarlo con un tío suyo en el convento de los capuchinos de Aquila. Su tío se lo desaconseja, viendo su vida tan poco ejemplar. Entre tanto, se hace una herida en una pierna y acaba ingresado en un hospital de Roma, para curar la enorme llaga que se le ha abierto. Allí se queda como enfermero, pero al poco tiempo es despedido por su incorregible vicio de jugador, que le hace ser negligente con los enfermos. Decide de nuevo seguir la carrera de las armas, y durante seis años lucha en diversos frentes. A pesar de la cercanía constante de la muerte en los campos de batalla, sigue siendo un vicioso del juego, hasta el punto de que en 1575 acaba mendigando, y poco después trabajando como peón de albañil en Manfredonia, donde los capuchinos están construyendo un nuevo convento.

Sacerdote y Fundador

        En aquel convento se dio cuenta de lo vacía que estaba su vida y dio un gran cambio. Entonces sí fue admitido como capuchino y durante un tiempo sería un fraile ejemplar. Pero aquello no duró mucho, pues se le abrió nuevamente la llaga y tuvo que volver a ingresar en el hospital de Roma donde antes había trabajado. En su nueva y larga estancia allí descubrirá el camino que Dios le tenía reservado. Los hospitales de aquella época parecían exteriormente verdaderos palacios, pero en las salas de los enfermos se desconocía la higiene y la limpieza más elementales. Muchos de los enfermeros eran personas condenadas por la justicia que cumplían sus penas entre aquella pestilencia. Es fácil imaginar cómo estarían asistidos los enfermos, con un personal reclutado de esa manera. Camilo, en su nueva etapa, ejerció de nuevo como enfermero y dio muestras de una diligencia y unos sentimientos tan fraternales para con los enfermos, que muy pronto fue nombrado administrador y director del hospital. Inició entonces unas importantes reformas. Cada enfermo tenía su propia cama, con ropa limpia. Mejoró mucho la alimentación. Los medicamentos se dieron con rigurosa puntualidad. Y, sobre todo, el nuevo director, con su gran corazón, asistía personalmente a cada uno, compartía con ellos sus padecimientos, consolaba a los moribundos y les preparaba para su hora postrera, estimulando al mismo tiempo el esmero de todos en favor de los que sufrían.

        Una noche de agosto de 1582 se le ocurrió un pensamiento: ¿Y si reuniera a unos hombres de corazón en una nueva Congregación religiosa, para que cuidasen a los enfermos, no por dinero, sino por amor a Dios? Inmediatamente lo habló con cinco buenos amigos, que acogieron la idea con entusiasmo. Pensó también que Dios le pedía ser sacerdote, para dirigir esa fundación. Pasó por muchas dificultades, pero en 1586 el Papa Sixto V aprobó la Congregación y autorizó a sus miembros a ostentar una cruz roja en la sotana y en el manto. Así nació la gran familia de los "Camilos", hermana de la de los "Hospitalarios", fundada en España por San Juan de Dios. No faltó trabajo a los nuevos cruzados de la caridad. Camilo y los suyos se multiplicaron. En todas partes donde había apestados, hambre o miseria, allí se presentaba el admirable fundador y sus religiosos, que enseguida demostraron ser enfermeros atentos, hábiles y paternales, que se esforzaban por considerar y ver a Jesucristo en cada enfermo.

Fecundidad a pesar de las limitaciones

        Enseguida abrió una segunda Casa en Nápoles, y después en Milán, Génova, Bolonia, Florencia y otras ocho poblaciones de Italia. El Fundador se trasladaba de una a otra, incesantemente, al galope de su caballo o navegando en pésimas embarcaciones. Sufrió varios accidentes y pasó graves peligros. Repetidamente, su oración calmó tormentas amenazadoras de naufragio. A su muerte, en 1614, había 15 casas, 8 hospitales y 200 religiosos. Hoy es una institución extendida por todo el mundo, con casi dos mil miembros y 145 hospitales.

        Y todo nació de aquel joven que en 1569 empezó a trabajar como enfermero en un hospital de Roma, con ciertas inquietudes espirituales pero demasiado aficionado a las cartas. "No tiene la menor aptitud para el oficio de enfermero", sentenció el director al despedirle. Pero aquel hombre acabó fundando una gran institución que, junto con otras semejantes, cambió sustancialmente desde entonces el modo en que se atendía a los enfermos.

        Cuando pensamos si somos o no dignos de recibir determinada misión por parte de Dios, hemos de cuidarnos de que aquello no sea la excusa para quedarnos dignamente recostados en la comodidad. No hay que pensar tanto en la indignidad personal, sino en cuál es el designio de Dios para nosotros.

        Y si resulta que tendemos a pensar mucho en nuestras muchas limitaciones, y hasta las exageramos, pero solo cuando pensamos en la entrega a Dios, y en cambio, para el resto de nuestra vida, ni consentimos que nos recuerden que tenemos defectos, parece claro que nos falta rectitud en todo ese aparentemente humilde planteamiento.

Nuestra pequeña aportación puede ser suficiente

        — Pero a todos nos suele parecer que nuestra aportación personal será muy pequeña y tendrá poca trascendencia.

        Muchas veces, las pequeñas aportaciones tienen mucha trascendencia. En Venecia, en la plaza de San Marcos, sobre el dintel de una puerta, cerca de la Torre del Reloj, hay un relieve que es un simple vaso. Pero un vaso que tiene su pequeña historia. En 1310, algunas grandes familias de Venecia decidieron apoderarse por la fuerza de esta pequeña República y una noche reunieron a todos sus partidarios para asaltar el Palacio del Dux. Pero una viejecita que vivía cerca, en la entrada de la mercería, al verlos, tiró un vaso de metal desde su ventana para alertar a los guardias. Acudieron enseguida, y los conjurados, creyéndose traicionados, abandonaron su intento. Aparentemente hizo poco: pero con eso bastó para salvar la República. Y la República ordenó que se pusiese ese vaso en el dintel de su casa como recuerdo.

        A veces lo nuestro puede efectivamente ser una pequeña aportación, como la de aquella anciana que arrojó a la calle un pequeño vaso de metal. Es cierto que hay otras muchas personas con más virtudes y más cualidades. Pero si Dios nos llama, nos dará la fortaleza y las cualidades necesarias. Así sucedió con Moisés, que, a pesar de todo, al final hizo lo que Dios le dijo, y Dios dijo de él: "Moisés es en toda mi casa el hombre de mi confianza".