¿Es necesario ser célibe?
Cuanto más renunciamos,
más amamos a Dios
y a los hombres.
Madre Teresa de Calcuta
Alfonso Aguiló
Carácter y acierto en el vivir:100 relatos y reflexiones sobre la mejora personal

 

 

 

 

Proyecto claro y maduro

        — Pero Dios no pide el celibato a todos, sino solo a unos pocos, y yo no soy nadie extraordinario y no sé si seré capaz de vivir algo que Dios pide solo a unos pocos.

        A quienes Dios se lo pide, les da la capacidad para seguir ese camino. Y no son tan pocos a los que Dios ha pedido esa entrega total y han dicho que sí. Muchos millones de hombres y mujeres viven o han vivido gozosamente su vocación al celibato a lo largo de los dos mil años de historia de la Iglesia.

        El celibato es una de las joyas más preciosas de la corona de la Iglesia. No es una soltería sin vínculos, sino un compromiso de entrega enamorada a Dios. Un corazón célibe no es un corazón frustrado o inhibido, sino un corazón realizado y lleno de amor. Los hombres fallamos, pero Dios no falla, y ese milagro del celibato al que estamos acostumbrados, manifiesta el poder de la gracia sobre la debilidad y la miseria humanas. No es solo el fruto de un esfuerzo, sino sobre todo un don, una gracia que Dios concede.

        — Pienso que bastantes personas se han planteado alguna vez entregarse a Dios pero no se deciden porque temen que esa vida no les resulte grata.

        Esa incertidumbre se presenta tanto en la vida matrimonial como en el celibato. Cuando una persona se casa, no puede estar segura de que vaya a compartir su vida con alguien que vivirá muchos años o pocos, si le será fiel o no, si disfrutarán de salud o sufrirán el zarpazo de la enfermedad, si Dios los bendecirá con hijos o les bendecirá no dándoselos, si sus hijos llenarán su casa de alegrías o quizá de motivos de tristeza.

        La entrega a Dios en celibato tiene también su proyecto, muy ilusionante, como el matrimonio, y es preciso tenerlo presente y desarrollarlo. Porque, si no, pasa como con el matrimonio sin proyecto y sin ilusiones, que cae en la rutina y el aburrimiento de la falta de horizontes a los que aspirar o dirigirse. Cada persona es responsable de su encuentro con Dios, y debe poner iniciativa y creatividad, no limitarse a una actitud pasiva, como si fuera un burócrata a la espera de instrucciones.

        No puede ser menos intensa ni menos comprometida la entrega a Dios en celibato que la de los esposos entre sí, o la de los padres con sus hijos. ¿Qué entrega sería la de una madre o un padre que solo se ocupara de sus hijos cuando éstos le devolvieran afecto por afecto, o solo si se cumplieran en ellos los sueños azules de cuando los niños nacieron? Dios pide en todos los casos una entrega completa, en tiempos de vigor y en tiempos de fatiga, con horizontes claros y con el cielo oscurecido por el nubarrón amargo de la tristeza.

        Sin esta perspectiva sobrenatural, es difícil entender el camino que a cada uno le depara su vocación. Hay que aceptar de buen grado la voluntad de Dios, aunque resulte a veces difícil de entender, aunque nos encontremos tras las alambradas de Auschwitz, como le sucedió a Maximiliano Kolbe, o tras las de Dachau, como le sucedió a Kentenich.

        Toda vocación tiene la promesa de ver cosas grandes. Los que aceptan entregar su vida a Dios se convierten en testigos privilegiados de las maravillas de la gracia en los corazones, del triunfo del amor divino sobre el mal en el mundo.

No son elegidos los mejores

        — Todo eso es cierto, y todos conocemos casos de personas célibes cuya vida de entrega nos resulta atractiva y ejemplar, como ese panorama que tú describes, pero también conocemos otros casos que no lo son tanto.

        Tienes razón. Hay vidas de entrega a Dios que son un ejemplo maravilloso, y hay otras en las que parece apreciarse más bien el aire gris de la rutina y de la mediocridad. Como sucede con los matrimonios, de los que también todos conocemos un amplio abanico de posibilidades, y sabemos que los hay unidos y desunidos, más entregados el uno al otro o menos, más o menos felices. Cuando un chico y una chica se casan, deben fijarse en los buenos matrimonios, que pueden ser para ellos una referencia o un modelo, y fijarse también en los que no funcionan tan bien, para no caer en los errores que nos parece que han cometido. Al fin y al cabo, así hay que obrar siempre y para casi todo en la vida, tomando como pauta lo que en otros nos parece mejor, y procurando desmarcarnos de lo que nos parece peor, sin engañarnos con los malos ejemplos para eludir lo que debemos hacer.

        Además, si nos retrae el ejemplo de otros, podemos recordar que, según nos cuenta el Evangelio, Dios llama a quien quiere, y entre esos, encontramos a unos mejores y a otros peores, pero a todos con defectos. La vocación es un don gratuito de Dios y no un premio a los propios méritos. Dios llama, no porque se fije en tus cualidades o las mías, sino por pura bondad suya. Y no podemos pretender que todos aquellos que tienen vocación sean perfectos y ejemplares en todo. Así lo explicaba en 1985 el entonces Cardenal Joseph Ratzinger, refiriéndose a que no debe olvidarse que quien se entrega a Dios, "siempre ha estado tentado de acostumbrarse a la grandeza, a hacer de ello una rutina. Puede llegar un día en que sienta la grandeza de lo sagrado como un peso, e incluso desear –quizás inconscientemente– liberarse de ese peso, disminuyendo el Misterio de Cristo a su propia medida personal, en vez de abandonarse con humildad pero con confianza para hacerse elevar a esa altura." Es una tentación y un riesgo inherentes a cualquier ideal que ilumina una vida, y el hecho de que unos lo lleven mejor que otros es algo totalmente natural.

El celibato y su necesidad

        — Muchas personas dicen que el celibato es difícil de vivir y que debería reconsiderarse, pues es la causa de muchos abandonos en el servicio de Dios.

        Es cierto que algunos lo dicen, aunque bastantes menos de lo que pretenden algunos medios de comunicación laicistas, que parecen empeñados en difundir esa idea en contra de la opinión mayoritaria de los católicos, que acoge el celibato con enorme respeto y afecto.

        Muchas veces en la historia se ha intentado poner en tela de juicio el celibato, quizá tomando como pretexto las debilidades humanas. Pero basta consultar, por ejemplo, los boletines oficiales de la Congregación para el Clero para demostrar, estadísticas en mano, que las deserciones del celibato sacerdotal, injustamente enfatizadas por esos medios de comunicación, constituyen un porcentaje irrisorio. Es cierto que no a todos les es dado entenderlo "sino solo a quienes les ha sido concedido de lo alto", como señala con meridiana claridad el Evangelio, pero pienso que se puede llegar a intuirlo si se profundiza un poco en el mensaje de las Sagradas Escrituras y del Magisterio de la Iglesia, que describen el celibato como signo de un amor inagotable que hunde sus raíces en la virginidad, en el corazón indiviso.

        Es cierto que hay abandonos del celibato, como los hay del matrimonio, y la solución no es dejar de exigir entrega ni fidelidad, tanto en el matrimonio como en el celibato. La fidelidad en el celibato y en el matrimonio dan testimonio de la eternidad del amor, de que la razón y la libertad se ven constantemente atraídas por la belleza del ideal del amor casto y fecundo: para el celibato en el origen de la generación espiritual de la multitud de hijos que es la Iglesia, y para el matrimonio en el origen de una familia humana que es la pequeña Iglesia doméstica.

        No deben exagerarse las dificultades del celibato frente a las del matrimonio, dramatizando con la posibilidad de una futura defección –como si esa posibilidad no se diese en todos los estados–, o pintando el matrimonio como un camino de rosas. Porque, igual que es una simpleza decir que "se llama santo al matrimonio porque cuenta con innumerables mártires", también lo es pensar que ser célibe es terriblemente arriesgado y difícil.

        — ¿Y no habría más vocaciones al sacerdocio si no se exigiera el celibato?

        La cuestión del matrimonio no se ha demostrado determinante ni decisiva respecto a las nuevas vocaciones. Es algo que puede verificarse fácilmente. Basta con fijarse en las Iglesias orientales (en las que se ordenan también sacerdotes casados) y en el anglicanismo y el luteranismo (en estas, además, están bien retribuidos), y fácilmente se comprueba que en ninguno de los tres casos hay una correlación entre vocaciones y matrimonio. De hecho, la disminución de vocaciones de pastores luteranos y anglicanos es superior a la de sacerdotes católicos en esos mismos países.

        Por el contrario, se ven aparecer de manera insistente y significativa vocaciones de sacerdotes solteros en Iglesias que admiten la ordenación de casados. Es un dato poco conocido, pero que confirma una tendencia que avanza desde hace más de un siglo en el anglicanismo, las Iglesias orientales, el luteranismo alemán y en algunos protestantes franceses.

En realidad no es para tanto

        — Pero el celibato es vivir siempre solo, sin la compañía y el cariño de una persona amada.

        Eso es una visión negativa del celibato cristiano. Quizá esa impresión provenga de la influencia de personajes más literarios que reales, que han contribuido a dar del hombre o de la mujer célibes una imagen triste o extraña. Es frecuente ver cómo se exageran los riesgos del celibato, a la vista de las defecciones que se producen, pero quienes insisten tanto en eso suelen olvidar que el índice de matrimonios rotos es bastante mayor que el de abandonos del celibato.

        Además, igual que los fracasos matrimoniales no se deben a que la institución matrimonial sea nociva o defectuosa en sí misma, sino al fracaso del amor matrimonial en un hombre o en una mujer, lo mismo puede decirse del celibato apostólico. Quien no se entrega suficientemente a su cónyuge, fracasará en su matrimonio, y quien no se entrega suficientemente a Dios fracasará en el celibato. La clave en ambos casos está en la victoria sobre el propio egoísmo y la propia soberbia. Quien no se toma en serio esa batalla, será un negado para el amor, tanto para el amor humano como para el amor de Dios.

        — ¿Entonces, el celibato no es un gran sacrificio?

        No es para tanto. Igual que para un hombre no es un gran sacrificio entregar su vida a una sola mujer, o para una mujer entregarse a un solo hombre, tampoco tiene por qué serlo dedicarse completamente a la propia elección en el celibato.

        — Pero no es lo mismo enamorarse de Dios que enamorarse de una persona.

        Desde luego, no es exactamente lo mismo. Enamorarse de Jesucristo, de la propia vocación, de la misión encomendada por Dios, es probable que no genere en nosotros los mismos sentimientos que el amor que hay entre los novios, o entre los esposos, o de los padres por los hijos. Son categorías distintas. Si Dios da ese don, se puede llegar a sentimientos incluso más profundos, pero el amor a Dios es sobre todo un cariño que surge de la inteligencia y la voluntad, de la comprensión de una realidad que nos empuja a un sentimiento de gratitud y de amor hacia quien ha dado todo por nosotros

Con Dios en el centro exclusivo

        Los que se entregan a Dios no dejan vacío el corazón. No están nunca solos, aunque algunas veces vivan con menos compañía humana. Esto resulta difícil de entender a quienes olvidan que el celibato es un don. Los que se entregan por entero a Dios, los que renuncian por amor a Dios al amor humano, no mutilan de ningún modo su personalidad, ni recortan su capacidad de querer. No empequeñecen su corazón, sino que lo engrandecen.

        "Por mi voto de castidad –decía la Madre Teresa de Calcuta– no solo renuncio al estado del matrimonio, sino que también consagro a Dios el uso de mis actos interiores y exteriores, mis afectos. En conciencia no puedo amar a otra persona con el amor de una mujer por un hombre. Ya no tengo derecho a dar ese afecto a ninguna otra criatura, sino solamente a Dios. No por eso somos como piedras, seres humanos sin corazón. No, en absoluto. Hemos de mantenernos como estamos, pero darlo todo por Dios, a quien hemos consagrado todos nuestros actos interiores v exteriores. La castidad no significa simplemente no estar casada, sino amar a Cristo con un amor indiviso. Es algo más profundo, algo vivo, algo real. Es amarlo con una castidad amorosa e íntegra por medio de la libertad de la pobreza."

        — ¿Y la obediencia? Porque la vida de entrega a Dios supone someterse a otras personas, sea en el ámbito diocesano o en cualquier institución de la Iglesia.

        Someterse a la autoridad es algo de lo que nadie puede evitar. Es más, uno de los elementos distintivos de una sociedad humana es el principio de autoridad, que permite el imperio de la ley y de la justicia, no el imperio de la fuerza, la ley del más fuerte, como sucede en el mundo animal. El concepto de autoridad no debe verse como algo negativo, sino como algo necesario para que funcione bien cualquier país, cualquier empresa, cualquier organización, cualquier familia. Todos obedecemos, en la vida profesional, en la vida familiar, en la vida social, porque todos estamos condicionados. El deporte tiene unas reglas, la familia tiene unas exigencias, cualquier ámbito profesional se somete a unas reglamentaciones, al conducir hay que sujetarse a unas normas de circulación…, en fin, que es lógico que una vida de entrega a Dios en cualquier institución suponga atenerse a unas normas y someterse a un principio de autoridad, pero eso no tiene por qué ser algo muy distinto a cualquier otra persona.

No es un asunto nuevo

        — Desde luego, hablar en nuestra época del celibato es de una audacia muy notable, ¿no te parece?

        No diría tanto, pero se podría establecer una comparación con los primeros cristianos. Tuvieron que ser fuertes para vivir con coherencia en una sociedad bastante corrupta, aficionada a los juegos sanguinarios del circo, y que por etapas los llevaba a las catacumbas y al martirio. Y el testimonio de esos primeros cristianos, en medio de ese mundo embrutecido, acabó por cambiar el imperio romano, que finalmente se hizo cristiano, y no precisamente por la fuerza de las armas. Fue el testimonio de los valores cristianos lo que se impuso sobre el imperio de la fuerza. Y ahora, en nuestra época, quizá el testimonio más rompedor es el de la castidad. En otros temas, es quizá más fácil encontrar áreas comunes con las mentalidades dominantes, pero el testimonio de la castidad y del celibato es un tanto escandalizador, e incluso irritante para muchos, que en cuanto se mencionan estos temas saltan con verdadera furia. Pero vivir hoy la castidad es un testimonio especialmente necesario, una prueba de autenticidad personal, de dedicación a un ideal, de fortaleza cristiana. La castidad es una de las grandes claves del testimonio cristiano de la mujer y del hombre de hoy. Hay mucha gente buenecilla, con buenos sentimientos, de buen corazón, con deseos de hacer el bien, pero débiles, y quizá en lo primero que se manifieste es en este punto, y con esas personas será difícil cambiar el mundo.

        — Pero el matrimonio también es importante, y también es una vocación.

        No solo es importante el matrimonio, sino que es imprescindible para la preservación de la especie humana. Y es una vocación, ciertamente. "Nunca olvidaré –recordaba Juan Pablo II en 1994– a un muchacho, estudiante del politécnico de Cracovia, del que todos sabían que aspiraba con decisión a la santidad. Ése era el programa de su vida; sabía que había sido "creado para cosas grandes", como dijo una vez San Estanislao de Kostka. Y al mismo tiempo, ese muchacho no tenía duda alguna de que su vocación no era ni el sacerdocio ni la vida religiosa; sabía que tenía que seguir siendo laico. Le apasionaba el trabajo profesional, los estudios de ingeniería. Buscaba una compañera para su vida y la buscaba de rodillas, con la oración. No podré olvidar una conversación en la que, después de un día especial de retiro, me dijo: "Pienso que ésta debe ser mi mujer, es Dios quien me la da".

Cada uno a lo suyo

        "Como si no siguiera las voces del propio gusto, sino en primer lugar la voz de Dios. Sabía que de Dios viene todo bien, e hizo una buena elección. Estoy hablando de Jerzy Ciesielski, desaparecido en un trágico incidente en Sudán, donde había sido invitado para enseñar en la universidad, y cuyo proceso de beatificación ha sido ya iniciado."

        El matrimonio cristiano es, plenamente, una vocación a la santidad. Y el ejemplo de padres que buscan la santidad es la primera condición favorable para el florecimiento de vocaciones sacerdotales y religiosas.

        — ¿Y cuál es la vocación más importante?

        Para cada uno la suya. Donde Dios llame a cada uno, en aquella vocación que Dios tiene pensada desde toda la eternidad. Todas las vocaciones son llamadas divinas al amor y a la santidad. Pero solo con el cumplimiento de nuestra vocación realizamos plenamente la Voluntad de Dios para nosotros.

        Es cierto que la Iglesia nos enseña que el celibato apostólico es en sí una vocación más perfecta que la del matrimonio. Lo recuerda el Señor en el Evangelio, y lo aconseja San Pablo en sus epístolas. Pero aunque sea así de modo general, no es lo que Dios desea para todos.

        — ¿Y si una persona ha pensado siempre en casarse?

        Eso es lo natural en cualquier persona llamada por Dios al celibato, antes de descubrir esa llamada. Todos los hombres y todas las mujeres experimentan esa tendencia natural al matrimonio, como fruto de la atracción de ambos sexos. Por esa razón, Dios no necesita confirmar, como sucede con el celibato, esa vocación natural con una llamada interior: la experimenta cada hombre con lo que se podría denominar un llamamiento universal de la propia naturaleza. El llamamiento particular lo experimentan únicamente aquellos a los que Dios quiere comprometer en una plena disponibilidad a su servicio.

Celibato y disponibilidad

        — ¿Pero qué crees que necesita más ahora la Iglesia: sacerdotes, frailes, monjas de clausura, padres de familia, misioneros…?

        Te contesto con unas palabras de Pablo VI que serán siempre muy actuales: "Por encima de todo, necesitamos santos. Mirando al estado en el que se encuentra hoy el mundo, os recuerdo que la mayor necesidad que tienen las naciones es esta, la de la santidad. Necesitamos santos. Santos por encima de todo. ¡Esa es la mayor necesidad del mundo actual!". Por encima de todo, hacen falta hombres y mujeres que respondan con generosidad plena al querer de Dios. Y en su sabiduría infinita, Dios ha dispuesto que unos le sirvan en el matrimonio y otros –quizá más de los que parece– en el celibato.

        Dios da a cada uno los dones que necesita para la misión que le ha designado. Por esa razón, no todas las vocaciones tienen las mismas exigencias, porque Dios es infinitamente justo y pide a cada uno en relación a los talentos que le ha dado.

        Se trata de una decisión personal que cada uno ha de tomar a la luz de su oración personal. No puede tomarse a la ligera. Ni tampoco pensando, como hacen algunos, que no se entregan a Dios en el celibato porque le gustan las chicas (o los chicos, según el caso). ¿No sería menospreciar un poco a los que siguen ese camino?

        En definitiva, no plantees tu respuesta a Dios como la elección entre diversos "niveles": un nivel alto, el celibato, que exigiría renuncia absoluta; y otro nivel más bajo, el matrimonio, más suave y llevadero, más asequible: una especie de "clase turista", un vuelo barato a la santidad. Dios pide la plenitud de la entrega a todos, de acuerdo con sus circunstancias. La santidad no la determinan esos "niveles", y por eso no fue menos santo alguien como Santo Tomás Moro por el hecho de estar casado, sino que encontró la plenitud de la vida cristiana en el matrimonio, pero si hubiese elegido el matrimonio por falta de generosidad con Dios, no hubiese sido santo. Por eso, la vocación no puede tratarse como una oferta de temporada propia de las grandes superficies: "si soy más generoso, elijo el celibato; si menos, el matrimonio".

        — ¿Y la razón del celibato es tener una mayor disponibilidad?

        Benedicto XVI ha recalcado que el testimonio del celibato es especialmente necesario en nuestro mundo completamente funcional, donde todo se basa en servicios calculados y verificables. El gran problema de Occidente es el olvido de Dios, y el celibato supone una mayor identificación con la vida de Cristo y un testimonio para llevarlo a toda la humanidad, que es el servicio prioritario que ésta necesita. El celibato solo puede ser comprendido y vivido con este fundamento, porque las razones únicamente pragmáticas, de una disponibilidad mayor, no son suficientes y podrían llevar a pensar que el celibato busca un simple ahorrarse los sacrificios y fatigas del matrimonio para tener más desahogo en otros campos. Es indudable que el celibato permite habitualmente una mayor disponibilidad, pero es sobre todo un testimonio de fe, y por eso es tan importante precisamente hoy.

El valor de un testimonio

        — Mucha gente dice que no tiene sentido que en nuestro tiempo, en el que hay que afrontar muchas y urgentes situaciones de pobreza y de necesidad, haya personas que se encierren para siempre entre los muros de un monasterio, pues privan a los demás de la contribución de sus propias capacidades y experiencias.

        La cuestión está en si se valora o no la eficacia que su oración puede tener para solucionar los numerosos problemas concretos que siguen afligiendo a la humanidad. El hecho de que hoy día haya numerosas personas que abandonan carreras profesionales, con frecuencia prometedoras, para abrazar la austera regla de un monasterio de clausura, es una llamada de atención sobre la importancia de la oración. No está de más preguntarse qué les lleva a dar un paso tan comprometedor.

        "Esas personas –afirma Benedicto XVI– testimonian silenciosamente que en medio de las vicisitudes diarias, en ocasiones sumamente convulsas, Dios es el único apoyo que nunca se tambalea, roca inquebrantable de fidelidad y de amor. Ante la difundida exigencia que muchos experimentan de salir de la rutina cotidiana de las grandes aglomeraciones urbanas en búsqueda de espacios propicios para el silencio y la meditación, los monasterios de vida contemplativa se presentan como oasis en los que el hombre, peregrino en la tierra, puede recurrir a los manantiales del espíritu y saciar la sed en medio del camino.

        "Estos lugares, aparentemente inútiles, son por el contrario indispensables, como los "pulmones verdes" de una ciudad. Son beneficiosos para todos, incluso para los que no los visitan o quizá no saben que existen. Hay que agradecer a Dios que siga suscitando tantas vocaciones para las comunidades de clausura, masculinas y femeninas, y hay que hacer por nuestra parte lo necesario para que nunca les falte nuestro apoyo espiritual y también material para que puedan cumplir su misión de mantener viva en la Iglesia la ardiente espera del regreso de Cristo."