Sangre, sudor y vísceras
Enrique Monasterio
Un safari en mi pasillo
Un safari en mi pasillo. Otra catequesis desenfadada a la gente joven


Mal acostumbrados

        Me telefonea Nacho para anunciarme que cambia de trabajo. Para él es una buena noticia, y le felicito. Pero quiere algo más:—

        — El otro día fui al cine –me dice–. Ponían una de esas películas en las que la estupidez del guión se disimula a base de cuchilladas, degüellos, vísceras al aire y litros de sangre por todas partes…

        — ¿Y aguantaste hasta el final?

        — Bueno, sí. Pero lo que me sorprendió fue que la sala estaba llena de gente muy joven, de críos y crías que parecían encantados. Incluso jaleaban las escenas más truculentas. Enseguida pensé en usted y en pedirle que escriba algo en Mundo Cristiano.

        — ¿Y qué quieres que diga?

        — Es que no lo sé… ¿Qué está pasando?

        Muchas veces me lo he preguntado yo también, pero desde luego, el hecho es indiscutible: todos empezamos a acostumbrarnos a ver en la tele, en las películas y en los videos, escenas brutales, basura orgánica, hemoglobina, intestinos y vomitonas cinematográficas… Los efectos especiales hacen maravillas, y los telediarios de sobremesa no contribuyen precisamente a atenuar el problema.

Un paso más en el hedonismo

        Lo que Nacho pregunta es si el fenómeno tiene un significado moral, o es sólo una cuestión de falta de sensibilidad y de mal gusto.

        Yo, en efecto, estoy convencido de que hay algo más: en mi opinión, la epidemia de violencia sucia que padecemos es consecuencia directa del hedonismo. Se trata del último estadio de esa moral/amoral del placer, a la que hemos dedicado tantas páginas en esta sección. Y es que, cuando la búsqueda del goce inmediato se convierte en motor principal de la vida, las personas singulares y la entera sociedad terminan por sufrir un profundo colapso mental y ético.

        Me explicaré. Para un hedonista consecuente, los demás seres humanos son simples "cosas". No los ve como personas dignas de amor, sino como cachivaches deseables o aborrecibles, que caen bien o mal según las sensaciones que le produzcan. Así nació la mujer objeto y el hombre objeto, el niño deseado y el no deseado (y el padre indeseable, por supuesto)… Ya hemos escrito sobre el tema en alguna ocasión.

        Hasta el lenguaje que emplean para hablar de belleza refleja esta mentalidad. En el cine de los años 40 ó 50, las mujeres eran "adorables"; y se ponderaba su sonrisa, su mirada, su dulzura…, conceptos todos ellos que van bastante más allá de la pura descripción anatómica. De la misma manera, los sentimientos que despertaban esas personas se expresaban en términos que ahora suenan rancios y desfasados, porque aluden al amor, a la fidelidad, a la entrega, es decir, al espíritu. En las últimas décadas, en cambio, el hedonismo macarra ha impuesto su jerga zoológica hasta en las películas que consideramos limpias. Ya no importan los ojos de la protagonista ni mucho menos su mirada, sino eso que llaman eufemísticamente "sus medidas".

Pasados de rosca

        El siguiente paso era previsible. La búsqueda del placer por el placer desvirtúa el placer mismo, lo priva de significado y por tanto lo envilece. Quiero decir que el goce de los sentidos es limpio y pleno cuando se experimenta como recompensa por una obra buena. Así el placer sexual es realmente alegre y humano si se disfruta como un don siempre inesperado y gratuito, fruto del amor que uno entrega. En cambio, cuando el placer se busca paranoicamente como único fin, defrauda siempre; y el alma se ensombrece, y queda en el cuerpo un poso insoportable de amargura.

        El hedonista no sabe lo que es amar. Para él, la vida es un juego trivial, y las personas son sus juguetes. Busca sensaciones, las necesita cada día más fuertes e intensas, porque vive en perpetuo síndrome de abstinencia. Es como un niño caprichoso que, harto de sus cachivaches, termina por reventarlos para ver qué tienen dentro. Sus muñecos no le dan lo que él quiere, y se aburre. Está tan profundamente aburrido que lo único nuevo que puede encontrar en el juguete –en la persona usada– son sus tripas. Y ahí estamos.

        — ¿Pero, entonces, ¿de qué se reían aquellos chavales de la película?

        — También las hienas ríen después de comer carroña… Pero no quiero terminar con un chiste fácil. Entiendo que esa violencia nauseabunda corrompe como la peor pornografía. Enseña a los chavales que sólo somos sangre, sudor y vísceras; les incita a cosificar al prójimo… Pero también estoy seguro de que, cuando el hombre se hunde tanto y toca fondo, el espíritu se rebela.

        Y cuando miro a tantos chicos y chicas que yo conozco, y los veo suspirar como suspiraban mis abuelos, me confirmo en que el cambio ya ha comenzado.