El genoma
Enrique Monasterio
Un safari en mi pasillo
Un safari en mi pasillo. Otra catequesis desenfadada a la gente joven

 

 

Palabras que no se entienden

        El lenguaje científico es seductor. También suele ser incomprensible, pero no importa. Cuanto más exóticas son las palabras, mas fascinan al personal.

        Esto lo saben bien los publicitarios. De ahí que con frecuencia traten de vendernos sus productos aturdiendo a los potenciales compradores con vocablos que nadie entiende.

        ¿Alguien sabe, por ejemplo, qué son esos "bífidus bioactivos" que se incluyen en la composición de un yogur y que, según la propaganda, ayudan a mantener el equilibrio energético del organismo? ¿Y los "radicales libres" –de nombre vagamente ácrata– a los que es preciso combatir consumiendo no sé qué otro bebedizo? Por no hablar de un champú que utilizo todas las mañanas, en cuya etiqueta se anuncia con caracteres enormes que contiene Rosmarinus Off, regulador de la grasa, y Zincpiritione contra la seborrea –micronizado por supuesto, lo cual supone probablemente una gran ventaja–. Reconozco que, cuando vi el frasco en la droguería, no pude resistirme ante sus evidentes encantos. Máxime sabiendo que su pH era neutro.

        — Pero ahora lo que mola es el genoma –me dice Guillermo–.

        Tiene razón. Todo el mundo habla del genoma.

        — Elena cada día está más rara –decía un chaval a otro en el autobús–. Encima que me molesto en llamarla para lo del viernes, se mosquea conmigo. Es que no la entiendo, tío. Para mí que le patina un gen.

        La metáfora del "gen patinador" me inspiró estas líneas que ahora escribo. Pero es que aquella misma tarde pude oír en el parking otra expresión semejante:

        — Chica, tienes el genoma esplendoroso. ¡Qué bien se te ve!

        Sin embargo, todo esto tiene poca importancia. A mí lo que me atraía e inquietaba del genoma eran esas noticias que hemos ido recibiendo en los últimos dos o tres años:

La culpa y el remedio para casi todo

        Un día leímos en la prensa que se había identificado –el lenguaje recuerda al de las novelas policíacas– al gen responsable del cáncer de colon, lo que nos permitirá, según parece, curarlo e incluso prevenirlo mediante una terapia génica no agresiva. Dos días más tarde la radio nos contó que también estaba catalogado el gen de la enfermedad de Parkinson, y poco más tarde el de la artritis, la caspa y la úlcera de duodeno.

        A medida que pasaban los días, el entusiasmo de los medios iba en aumento. En una tertulia radiofónica oí decir, con la frivolidad propia de estos cenáculos matutinos, que los terroristas tienen algún gen averiado y que, cuando se identifique, se les podrá curar sus malos instintos. Semejante afirmación no impidió a los contertulios descargar toda su justa ira contra los autores del último atentado, como si, en realidad, los asesinos fuesen realmente culpables y no víctimas de una anomalía genética.

        Un columnista la mar de serio –tan serio y tan ignorante como yo mismo– llegó a afirmar que "a medio plazo" la delincuencia tendrá un tratamiento médico, ya que "los modernos estudios de genética nos permiten albergar la esperanza de que las conductas anómalas y antisociales desaparecerán o, al menos, disminuirán de modo significativo".

        Quiero suponer que los científicos sensatos no pensaban tales majaderías, pero, en algunos medios, se daba por supuesto que cualquier cualidad, vicio o conducta humana tenía su propio gen responsable. De la libertad no se decía ni mú.

El genoma y la libertad

        Ya lo apuntaba Marina: es "el misterio de la voluntad perdida", o, mejor dicho, el secuestro de la voluntad a manos del genoma; la alucinación de un hombrecillo que se cree libre y soberano, cuando en realidad lleva escritos en cada célula de su organismo sus virtudes, defectos, complejos y su entero destino. Con semejante planteamiento, sólo quedaba encontrar el gen responsable de la soberbia y el de la humildad, el de la poesía y el de la música; el responsable de la lujuria, de la envidia e incluso el de la santidad.

         Bueno, pues ahora resulta que no hay para tanto. Los científicos nos dicen que no tenemos doscientos mil genes como suponían, sino sólo treinta mil, o sea, más o menos como la mosca del vinagre, la avutarda o el cerdo ibérico. Esto significa que, gracias a Dios, los hombres somos mucho más que nuestro genoma. Uno ya lo sabía, claro, pero no viene mal poner los genes en su sitio.

        San Josemaría dijo de sí mismo que se sentía "capaz de todos los horrores y de todos los errores que han cometido las personas más ruines". Es decir, que no se veía con madera ni con genoma de santo. Sin embargo, con la ayuda de la gracia, lo fue.

        Es un consuelo saber que, aunque me patine un gen, yo también puedo intentarlo.