Moisés, el panteísta
Enrique Monasterio
Un safari en mi pasillo
Un safari en mi pasillo. Otra catequesis desenfadada a la gente joven

 

 

Una común afición

        He vuelto a ver a Moisés después de diez años. Tiene cana la barba y ha engordado un poco, pero todavía conserva el entusiasmo pajarero de entonces.

        Moisés en realidad no se llama así. Yo mismo le puse ese nombre cuando lo vi por primera vez agazapado en un carrizal del embalse de Santillana con una cazadora verde, unas inmensas botas de agua y unos prismáticos colgados al cuello. Me hizo un gesto para que me agachase, y me situé a su lado.

        Estuvimos en silencio casi una hora contemplando la danza nupcial de una pareja de somormujos, unas aves acuáticas de gran tamaño, parecidas a los patos, que, además de ser expertos buceadores, bailan en al agua de manera fantástica cuando sienten la llamada de la primavera.

        Moisés expresaba su admiración con un taco que repetía muy bajito una y otra vez. Al fin, cuando se alejaron las aves, me miró de arriba a abajo y nos presentamos.

        —Yo no soy ornitólogo –me dijo–, sino ornitómano. Estoy enganchado a esto.

        Le pareció muy bien que un cura como yo tuviese la misma adicción a las aves, y desde aquel instante fuimos amigos. Él siempre me llamó "Accípiter", que es el nombre genérico de algunas rapaces, y yo le bauticé Moisés, por su barba alborotada y porque lo encontré en el agua entre los carrizos.

        Durante varios años salíamos a la Sierra una vez al mes. "Conste que soy ateo", me dijo enseguida para marcar distancias. Pero no tenía inconveniente en rezar el Ángelus conmigo al mediodía, e incluso me lo recordaba si se me pasaba la hora.

El ateísmo y sus razones

        Una tarde de verano, en lo alto de La Morcuera, hablamos en serio de Dios.

        Empezamos charlando sobre la migración de las currucas, unos pajarillos grises que son capaces de recorrer miles de kilómetros guiándose por la posición de los astros, como se ha podido comprobar con la ayuda de un planetario. A Moisés, igual que a mí, le parecía increíble que una ciencia tan compleja cupiese en un cerebro tan diminuto, y que fuera un conocimiento innato, es decir, no transmitido por sus padres. También esto ha sido demostrado.

        —Los pájaros siempre saben lo que tienen que hacer –me dijo, pensativo–. En la naturaleza hay un propósito, un fin dado: todo tiene sentido. En eso se diferencian las aves de los hombres.

        —Los hombres somos libres –le respondí–, y tenemos que hacer nuestro propio camino al andar. En cambio a los pájaros los dirige una inteligencia más alta. El que enseñó volar a los dinosaurios ha explicado astronomía a las currucas. Lo que no entiendo es cómo, sabiendo eso, sigues llamándote ateo.

        Moisés me aseguró que su ateísmo se fundaba en razones filosóficas. Es decir, más o menos como el de mi amigo Paco, que estudió filosofía y dice que no cree por razones científicas. Y es que para negar a Dios es mejor apoyarse en lo que uno ignora que en lo que sabe.

        Sin embargo Moisés no parecía muy firme en sus convicciones. De hecho siguió hablando de las aves con pasión y entusiasmo casi religiosos. Daba la impresión por momentos de que estaría dispuesto a sacrificar su vida por preservar la avifauna de la Sierra de Guadarrama. Dijo pestes de los espoliadores de nidos; condenó a las tinieblas a los constructores de presas y a los contaminadores de los bosques. Al final llegó a sugerir que, para él, lo único realmente divino era la naturaleza, la biosfera originaria.

Y las cosas van cambiando

        Camino de Madrid, en el coche, reanudamos la charla.

        —Tú no eres agnóstico –le dije–, sino panteísta.

        Le expliqué que los panteístas identificaban a Dios con el mundo material, quizá por miedo a dar el salto a lo trascendente: dicen casi lo mismo que el Salmo: que "los cielos cuentan la gloria de Dios", pero se lían un poco y confunden la divinidad con quien sólo es su mensajero.

        —¿Y eso es una religión?

        —Es una postura filosófica y una tentación de muchos poetas y de idealistas miedosos como tú.

        Nos despedimos en su casa. Mi amigo me dijo medio en broma que estaba muy contento por haber descubierto que era panteísta. Poco después se fue de Madrid, y perdimos todo contacto. Hasta ayer.

        Llevaba la misma cazadora de hace diez años y un gorro verde de mercenario. Me vio a lo lejos y gritó:

        —¡Accípiter, me he casado! ¡Y por la Iglesia!

        Después del abrazo continuamos la vieja discusión.

        —¡Me llamaste miedoso!

        —¿Y te molestó?

        —Un poco. Pero a lo mejor tenías razón. No sé… ¿Sigues saliendo al monte? Tenemos que seguir hablando. Ya sólo tengo una duda teológica. Me falta por saber si hay pájaros también en el Cielo.