Insultos de campaña
Enrique Monasterio
Un safari en mi pasillo
Un safari en mi pasillo. Otra catequesis desenfadada a la gente joven

 

A la orden del día

        Cada día me gustan menos los insultos; y es una pena, porque resulta cómodo rebatir los argumentos del contrario a base de adjetivos descalificativos. No cabe duda de que uno se ahorra tiempo y energías. Además, a falta de otros recursos mentales, es un buen sistema para acallar a un interlocutor molesto. El insulto es la metáfora de un puñetazo en el hígado, y contra expresión tan contundente no hay silogismos que valgan.

        Hace algún tiempo, J. Esteban escribió todo un libro, en el que sostenía que como en España no se insulta en ningún sitio; que el insulto ibérico, como el jamón, es el más rico, original e imaginativo del Planeta. Pero Esteban se equivocaba, y él mismo lo demuestra a lo largo de su brillante ensayo: todos los improperios que cita pertenecen a un pasado remoto: al siglo de oro, al refranero... Sí, es verdad que Quevedo, Lope o Góngora supieron injuriarse con notable ingenio. Pero la segunda mitad del siglo XX y lo que llevamos de siglo XXI son de una lamentable pobreza imprecatoria. Ya no se insulta como antes. Se ofende más que nunca, de acuerdo, pero siempre con los mismos vocablos sucios y malolientes.

         — ¿Y usted qué opina del imbécil ese…?

        Mi amigo añadió el nombre de un ilustre profesor, que ostenta un cargo importante en la administración del Estado.

        No sé lo que le respondí –ando mal de reflejos–; pero debería haberle dicho la verdad: que, a partir de ese salivazo, el personaje en cuestión goza ya de todas mis simpatías, ya que, últimamente, cada vez que oigo o leo un insulto, tiendo a ponerme de parte del injuriado y me entran unos enormes deseos de romper las piernas al ultrajador.

Casi parece obligado

        Como veis no se trata de un ataque de mansedumbre; mis instintos criminales siguen intactos; pero me da pena comprobar que en esta tierra nuestra no hay discusión posible sin agredir al contrario o a un tercero ausente con un arma tan estúpida. Incluso para alabar a alguien parece necesario denigrarle previamente:

         — Hay que reconocer –vomitaba un forofo– que el hortera de Ronaldo siempre encuentra la portería contraria.

        Y es que las cualidades del prójimo nunca se ponderan gratis. A lo sumo se "reconocen" con dolor si no hay más remedio y, por supuesto, se aprovecha la ocasión para llamar hortera al homenajeado. Así las cosas, Dios nos libre de algunos elogiadores.

        ¿Y qué decir de los políticos?

         — Compréndelo: estamos en campaña.

Y sonrisa ante las cámaras

        Eso es lo que menos entiendo. Cuando lleguen la elecciones, los mismos que se insultaron con encono durante meses se darán cordialmente la mano. El derrotado felicitará al vencedor y ambos sonreirán a las cámaras en sublime gesto de madurez democrática.

         — Una estupenda lección, ¿no?

         — No, amigo Kloster. Yo no sería capaz de dar un abrazo a quien me insulta –después de haberlo hecho yo también– a no ser que nos hayamos pedido perdón mutuamente. Sin este elemental requisito, una de dos: o los insultos eran una comedia o es una comedia la cordialidad final.

         — ¿Preferirías que sigan injuriándose?

         — Al contrario. Me gustaría que no lo hicieran nunca; que comprendieran que el insulto no es la antesala de la violencia: es la violencia misma. Que me perdonen mis paisanos (lo escribo con especial dolor): En aquellas tierras del norte no sólo hay bombas, también hay demasiadas palabras amargas y hostiles en boca de gente honrada y sensata. Y las palabras cargan las pistolas.

        Jesús dijo una vez: "todo aquel que se encolerice contra su hermano, será reo ante el tribunal; pero el que llame a su hermano imbécil, será reo ante El Sanedrín; y el que le llame renegado, será reo de la gehenna de fuego."

        Cuando era joven el texto evangélico me parecía exagerado. Ahora creo entenderlo y me gustaría, ¡ay de mí!, empezar a vivirlo.