Un lema vivo en torno a la Cruz
José Antonio García-Prieto Segura
 

        En días pasados se ha suscitado no pequeña controversia en torno a una cruz. Sí, escribo una, con artículo indefinido, para significar que no es la Cruz, sino una más, símbolo de ésta, que escribiré con mayúscula para referirme, como creyente, a la del Calvario de Jerusalén, donde Cristo murió. En el mundo hay muchas cruces, muchísimas, millones, tal vez... Pero el atento lector de este artículo, quizá piense ya en la del Valle de los Caídos; en cuanto símbolo de la Cruz primigenia, no hablaremos ya de una cruz más, sino de la Santa Cruz pues tal es el nombre de la Basílica benedictina allí construida. Decir la Santa Cruz son ya "palabras mayores" pues, para un creyente, la Cruz -no ésta o aquella, sino su referente: la de Cristo- es siempre símbolo del amor de Dios por toda la humanidad. Y de esta Cruz -no ajena, en última instancia al debate suscitado- quisiera hablar aquí.

        Por eso, entiendo que la mencionada controversia debería ir mucho más allá, de los tintes políticos e ideológicos que envuelven a esa cruz situada en el Valle de Cuelgamuros, de la sierra de Guadarrama. Considero que habría que despojar el debate de todo ropaje político-ideológico que, por su propia naturaleza, le es extraño a la Cruz. Así, podría suscitarse en mentes serenas -tanto de creyentes, como de agnósticos o no creyentes- una apertura de comprensión y de sana tolerancia hacia este símbolo universal. Desearía contribuir a ello con las breves reflexiones que siguen: me han venido a la mente, como enseñanzas de los 21 siglos de historia que gravitan en torno a la Cruz.

        La primera se refiere a un lema nacido en el siglo XI, casi en el ecuador de la era cristiana, del que toma pie el título de este artículo: se trata del lema de los cartujos que en su dicción latina suena así: "Stat Crux dum volvitur orbis"; y en castellano "mientras el mundo da vueltas, la Cruz permanece firme". Con mirada retrospectiva, hacia la Cruz del Calvario, el lema hace honor a la verdad histórica, desde que un gobernador romano condenara a Cristo al suplicio de cruz. Y desde entonces, la Cruz, que para los cristianos era ya motivo de gloria, suscitaría en el mundo pagano no pocos ataques y un extraño afán de hacerla desaparecer. Tres botones de muestra, bien conocidos por quienes hayan ojeado un libro de historia universal, recordarán la permanencia de la Cruz en medio de un mundo revuelto.

        En el siglo II, años después de la caída de Jerusalén, y sobre el lugar que ésta ocupaba, el emperador Adriano construyó la ciudad Aelia Capitolina, sepultando así las construcciones judías y, obviamente, el madero de la Cruz. En el siglo IV, por especial empeño de Helena, madre del emperador Constantino, la Cruz saldría de nuevo a la luz, en la misma zona del Calvario, donde quedó sepultada. Pero el mundo seguiría dando vueltas, como reza el lema de los cartujos; y tres siglos más tarde, en el año 614, el rey persa Cosroes II tomó Jerusalén, haciéndose con la Vera (verdadera) Cruz, que pondría bajo los pies de su trono. Pocos años duró esta situación y en el 628, tras la derrota de Cosroes por el emperador Heraclio, la Cruz volvió a Jerusalén. Al fin, para evitar nuevos robos la reliquia de la Cruz fue partida en varios pedazos: uno permaneció en Jerusalén; Roma y Constantinopla recibieron también una parte. Del cuarto fragmento se hicieron pequeñísimas astillas que, con el correr del tiempo, se repartirían por diversas iglesias, a lo largo del mundo.

        Al son del lema cartusiano -"el mundo da vueltas"- la historia de los hombres y sus imperios hasta el siglo XI pasó por muy diversas vicisitudes. Los hombres y sus avatares históricos no dejaron de girar y girar; y la Cruz en medio de ese mundo, continuó viva, porque no se trataba de un objeto más, sino del símbolo que para los creyentes sintetiza la prueba más grande del amor de Dios por los hombres. Y para los no creyentes, motivo de respeto hacia otras sensibilidades religiosas. La historia es testigo de la veracidad del lema de los discípulos de San Bruno, hasta finales del siglo XI, cuando se fundan los cartujos.

        ¿Y qué ha sucedido, con la Cruz, en los siguientes diez siglos de historia hasta nuestros días? Digamos que el lema no sólo se reveló verdadero como hemos visto con mirada retrospectiva, sino que, mirando al futuro, también se ha mostrado profético, porque lo cierto es que, también desde entonces, la Cruz ha permanecido en pie, a pesar de los vientos contrarios que, de un modo u otro no han dejado de soplar en la historia: y lo mismo ahora, en nuestros días, en medio de la pandemia, cuando algunos desean que la Santa Cruz del Valle de los Caídos desaparezca del mapa.

        Su presencia quedó oscurecida a finales del siglo XVIII durante la Revolución francesa que, con sus luces y sombras, la amenazó seriamente. Entre sus sombras, estuvo la destrucción de cruces y otros signos externos cristianos. Como es sabido, este giro revolucionario alcanzó su climax el 10 de noviembre de 1793, cuando en la Catedral de Nôtre Dame, se entronizó a la Razón deificada y se suprimió de raíz todo culto cristiano. Ilustrativo de esta situación, es un óleo titulado "Una Misa en el mar, 1793"; se conserva en el Museo de Bellas Artes de Rennes, y representa el sacrificio del Calvario celebrado en alta mar: quería mostrar la extrema dificultad de los sacerdotes refractarios al gobierno revolucionario, para celebrar en tierra firme la Eucaristía.

        En la primera parte del siglo XX, el lema de los cartujos, también ha mostrado una vez más, su veracidad: "los giros del mundo" con sus revueltas históricas -la Revolución rusa y tantas otros conflictos bélicos en todo el planeta- han puesto a prueba la supervivencia de la Cruz y de la vida cristiana. Pero basten ya estas breves referencias históricas y vengamos a nuestros días. Como decía màs arriba, deseaba suscitar una reflexión serena -tanto de creyentes, como de agnósticos o no creyentes-, de modo que, en medio de las lides políticas, no faltase una actitud de respeto y acogida hacia este símbolo universal de la cruz. Entiendo que debería quedar por encima de las disputas del César, sin herir los derechos de Dios.

        Agnósticos, he escrito: es bien conocido el comentario de don Enrique Tierno Galván al tomar posesión de la alcaldía de Madrid, en 1979. El "viejo profesor" en vez de jurar, prometió; y, en lugar de la Biblia, pidió un ejemplar de la nueva Constitución. Pero cuando alguien habló de retirar el Crucifijo que presidía la sala, su contestación estuvo a la altura de las palabras de Cristo: "dad al César lo que es del César, y a Dios lo que es de Dios". Porque, a la propuesta de quitarlo, replicó en términos parecidos a estos: Déjenlo estar: es signo de paz, y la figura del hombre que murió por defender una causa noble es para mí un gran símbolo. Así, supo respetar los derechos del César, sin por ello condenar al olvido permanente los derechos de Dios. Todo un ejemplo, hoy y siempre, para deslindar campos y no mezclar indebidamente opciones políticas y religiosas; y más aún, viniendo de un agnóstico declarado. Pero hace falta un mínimo de formación histórica y humanista, con altura de miras, para dar una respuesta de ese estilo: la de un laicismo, a mi modo de ver, bien entendido.

        No me extrañaría que un hombre culto, como lo fue Enrique Tierno, conociera el lema de los cartujos, del que tomó pie el título de este artículo. El mundo de la era cristiana lleva girando XXI siglos, y la Cruz continúa en pie. Un hecho así, que atraviesa los siglos, merece seria reflexión como fenómeno histórico y como referente religioso; y también el consiguiente respeto hacia quienes lo veneran como símbolo del amor de Dios por todos los hombres, sin distinción de raza, color o religión.

        Hace pocos años el Tribunal Europeo de Derechos Humanos, en Estrasburgo, dio la razón a Italia en el recurso presentado por su gobierno para mantener la presencia de crucifijos en algunos espacios públicos. Considero que Tierno Galván, habría estado de acuerdo con el dictamen de la sentencia: el Tribunal de Estrasburgo, permitía la presencia de ese símbolo, a la vez que distinguía el significado del crucifijo, según se tratase de un lugar de culto; o, bien, en otros lugares públicos, donde su significado sería solo histórico y cultural. Por su parte, el Consejo de Estado Italiano se expresaba en términos parecidos: un crucifijo, en esos espacios, se mantiene no como objeto de culto -y por tanto, de fe-, sino como símbolo idóneo para expresar el elevado fundamento de valores civiles -respeto recíproco, valoración de las personas, afirmación de sus derechos- que tienen un origen religioso y, a la vez, son valores que configuran la no confesionalidad de Estado. Y añadía el Consejo de Estado Italiano, que "los valores configuradores de la República italiana -igualdad, solidaridad, paz o separación entre Iglesia y Estado- se fundan históricamente en el cristianismo, que defiende la libertad de conciencia y el derecho de cada persona a practicar su culto".

        Por todo lo dicho, resulta doloroso que, en estos momentos, una cruz -la del Valle de Cuelgamuros- pudiera desaparecer, arrastrada por opciones ideológicas y debates políticos, con todo el respeto que estos merezcan. En buena lid vengan esas opciones y debates; pero sin entrañar soterradas disputas entre Dios y el César, porque entonces, el bien común y todos sin excepción saldríamos perdiendo. En este sentido, también duele recordar lo sucedido en la historia cuando se pretendió quitar a Dios de la vida de los hombres. San Juan Pablo II, al final del Via Crucis, en Roma, lo decía con graves palabras: "Que no se desvirtúe la Cruz de Cristo, porque, si se desvirtúa, el hombre pierde sus raíces y sus perspectivas: queda destruido. Éste es el grito al final del siglo veinte. Es el grito de Roma, el grito de Constantinopla y el grito de Moscú. Es el grito de toda la cristiandad: de América, de África, de Asia, de todos". Hablaba un líder religioso mundial, el Viernes Santo de 1994.

        Sería muy deseable hacer eco a esas palabras de un hombre santo; y también a la actitud de respeto y sentido común que mostró Enrique Tierno, así como lo han hecho tantas mujeres y hombres de buena voluntad, creyentes o no, a lo largo de la historia. Esforcémonos por ser sensatos…, y dejemos tranquila esa cruz de Cuelgamuros. Su presencia puede ayudarnos a respetar el descanso de todas las personas que allí yacen. Y además, si somos cristianos, desear para todas, sin excepción, una paz imperecedera, bajo los brazos de Cristo en la Cruz: así lo quiso Él, que murió por todos, sin distinción de ningún tipo.