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Recordar, y por qué no decir celebrar, los ochenta años del inicio de la «Cristiada» es algo que atañe de cerca al corazón de la fe católica en México. En tono de menosprecio fueron llamados «cristeros» los católicos que no soportan más la violación a sus derechos y a su dignidad y los reclamaron con fuerza y valentía.
Cosa parecida había sucedido en los inicios de la fe con el nombre de «cristianos» para los seguidores de Cristo. La burla nuevamente se convirtió en gloria, pero se necesitó la perspicacia de un historiador extranjero, Jean Meyer (francés, nacionalizado mexicano y autor de una obra monumental sobre el movimiento), para ayudarnos a descubrir su valor y significado.
Tiranos los ha habido siempre, pero gobernantes que hayan tenido la diabólica osadía de enviar a su ejército a masacrar a su pueblo por la única razón de cantar alabanzas a su Dios, han sido pocos al menos en la historia reciente. México ha sido uno de esos países en sufrirlo.
El Papa Benedicto, durante su visita al campo de concentración y exterminio de los judíos en Polonia, nos da la clave teológica de tal monstruosidad: «Con la aniquilación de ese pueblo, esos criminales violentos, querían matar a aquel Dios que llamó a Abraham, que hablando en el Sinaí estableció criterios (los diez mandamientos) para orientar a la humanidad, criterios que son válidos siempre... En realidad, con la destrucción de Israel querían, en último término, arrancar también la raíz en la que se basa la fe cristiana, sustituyéndola definitivamente con la fe hecha por sí misma, la fe en el dominio del hombre, del fuerte».
Eso fue exactamente lo que sucedió aquí, en México. Un grupo de desquiciados por el poder «criminales violentos», les llama el Papa quiso ponerse en lugar de Dios porque le estorbaban sus mandamientos. El tirano comienza saqueando el templo y termina sentándose sobre el altar. La negación de Dios conlleva la destrucción del hombre. El pueblo creyente lo intuyó, lo percibió muy bien y por eso el grito de los «alzados» fue de vivas a Cristo Rey y a Santa María de Guadalupe, cimientos de su fe. Era grito de vida, de supervivencia, pues de la fe se ha nutrido siempre el pueblo católico mexicano. Con ese grito el dictador fue puesto en su lugar y el pueblo recobró su libertad.
La flor más preciosa de este sacrificio doloroso fue el puñado de mártires quienes, sin participar en la violencia, la sufrieron y entregaron su vida orando por sus verdugos y ofreciendo su sangre por la paz y la reconciliación de los mexicanos.
Como la tentación de querer «ser como Dios» acecha al corazón humano de manera significativa en el campo del poder político como lo estamos viendo y padeciendo, no es remoto que también hoy, y a nombre de la misma democracia, veamos surgir pequeños o grandes dictadores que pretendan introducirse en el santuario y reclamar para sí honores divinos. Por eso, hechos como la «Cristiada» deben celebrarse para dar gracias y recordarse para que no se repitan. | |||||
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