Declaración del encargado de su organización

La Jornada Mundial de la Juventud
de Toronto, un año después

En vísperas del primer aniversario del inicio de las Jornadas Mundiales de la Juventud en las que participó Juan Pablo II del 23 al 28 de julio, el padre Thomas Rosica, C.S.B., presidente de «Sal y Luz Televisión» y ex director nacional de la Jornada Mundial de la Juventud 2002 ha enviado a Zenit esta declaración.

TORONTO, 21 julio 2003 (ZENIT.org.

Un viento como en Pentecostés pero impedía la ceremonia

        Al recordar intensamente el gran evento de la Jornada Mundial de la Juventud 2002, tratando de dejar que tome sus reales y auténticas dimensiones, una imagen parece imponerse: la del feroz y violento viento y la tormenta que se desató en el Parque Downsview en la mañana del domingo 28 de julio de 2002.

        Fue una tormenta aterradora que vino del oeste, una tormenta que casi impidió al helicóptero papal despegar del Parque Morrow. Una tormenta que arrancó parte del techo del escenario más grande jamás construido en América del Norte. Una tormenta que empapó a cientos de miles (más de 850.000) de jóvenes que acampaban en una ex base militar y pista de aterrizaje. Una tormenta que empapó a cerca de 600 obispos y cardenales e incluso al Papa mientras le acompañábamos al escenario. Cuando los cuatro jóvenes salieron con el Papa ante la multitud, el vendaval se levantó; fue el único momento de todo el evento en que me sentí algo aterrado. Los obispos tuvieron que sujetar sus mitras voladoras. Casi todo lo que estaba en el escenario salió volando: los libros, la música, los manteles del altar, las sillas.

        Rodeado por los jefes de la policía de casi todas las partes de Canadá, musité unas oraciones silenciosas, rogándole a Dios que nos permitiera superar este último desafío y obstáculo. Para mí y para muchos otros éste era el viento de Pentecostés del que hablan los Hechos de los Apóstoles, en el capítulo 2.

        Sin embargo, en medio de esta violenta tormenta, las naciones de la tierra (al menos las 172 de ellas que se juntaron en ese lugar) se apretaron en torno a Pedro en esa mañana de julio. Era el viento que había guiado la Cruz de la Jornada Mundial de la Juventud de un océano a otro y a otro, y través de Canadá –«a mari usque ad mare»–. Y ahora, a orillas del Lago Ontario, creo que la Iglesia renació en Canadá. Más que nada, fueron el viento y los árboles los que se convirtieron en testigos privilegiados de esos jóvenes peregrinos que honraron nuestra tierra y nuestra Iglesia el verano pasado. Los árboles de la Avenida University extendieron sus ramas abrazando con amor y protección a medio millón de personas en esa inolvidable noche del viernes 26 de julio de 2002, cuando Jesús y sus amigos avanzaban por ese majestuoso boulevard en un Vía Crucis verdaderamente emotivo, visto por millones de personas de todo el mundo.

Ser también parte de la historia

        Una de las cosas más increíbles que ocurrieron el verano pasado fue que los medios de comunicación de todo el mundo (más de 4000) vinieron a Toronto y Canadá y treparon a nuestros árboles para asomarse a esta extraordinaria historia. La imagen que se quedó grabada en mi mente de toda esa actividad frenética es la historia de Zaqueo. Los medios se subieron a lo alto de los árboles y se quedaron mirando. Y mientras Jesús y sus cientos de miles de jóvenes discípulos pasaban, uno a uno los escépticos y los curiosos fueron descendiendo de las ramas para formar parte de esa gran peregrinación.

        Muchos periodistas acreditados para el evento fueron criticados por sus colegas más escépticos: «Te pasaste, cruzaste el límite, perdiste la objetividad profesional, te convertiste en parte de la historia».Vinieron a ver al Papa y terminaron conociendo a Jesús. Lloraron, se emocionaron e hicieron nuevos amigos. Viejas teorías acerca de una generación joven, sin fe ni Dios, fueron barridas y nuevas teorías comenzaron a formularse. En el periodismo, uno puede llamar a eso pérdida de objetividad. Para nosotros en la Iglesia, lo llamamos «evangelización», «transformación» y «conversión». Simplemente querían tocar lo que habían oído y visto con sus propios ojos. Y lo hicieron.

        Podríamos hablar de la Jornada Mundial de la Juventud como algo del pasado, que iluminó las sombras y la monotonía de nuestras vidas en un momento brillante de la historia en 2002. Ante un trasfondo mundial de miedo y terror, colapso económico y escándalos eclesiásticos, la Jornada Mundial de la Juventud mostró una visión alternativa de inmensa belleza. Algunos llamaron a esos días de oro de julio de 2002 un momento «Camelot». Esa es una manera de considerar la Jornada Mundial de la Juventud: vagos recuerdos de un momento extraordinario de la historia canadiense.

El ideal de Cristo vive de verdad en muchos cristianos por el mundo

        Hay, sin embargo, otra manera: la del Evangelio. La historia del Evangelio no es la de Camelot sino la del «Magnificat», que invita constantemente a los cristianos a continuar con el himno de alabanza y de acción de gracias de María por la manera en que Dios Todopoderoso interviene en el aquí y el ahora de la historia humana. Esta visión no se alimenta sólo de memorias, por más bellas y buenas que sean. La resurrección de Jesús no es un recuerdo de un evento distante y pasado sino que es la Buena Nueva que continúa cumpliéndose hoy, aquí y ahora. La historia cristiana no es folklore ni nostalgia, como si se tratara de un recuerdo de los triunfos de la Iglesia. Si los discípulos hubiesen elegido ese camino, el mensaje del Evangelio estaría ahora en una vitrina del Museo Británico y no vivo y coleando en las venas de millones de cristianos alrededor de todo el mundo. Los recuerdos de la Jornada Mundial de la Juventud 2002 se van alejando lentamente, tomando el camino del pasado legítimo en el reino de nuestra memoria y de la historia. Esos recuerdos deben morir del mismo modo que lo debe hacer el grano de trigo para dar fruto.

        Lo que queda es el encuentro extraordinario entre Jesús y sus jóvenes amigos, entre los jóvenes peregrinos y ese amado anciano vestido de blanco que viajó desde las orillas del Tíber hasta las del Lago Ontario para vivir una reunión, un encuentro, un momento «kairós» el verano pasado. Estamos comenzando a entender la mezcla de emociones que fluyen y refluyen de aquellos momentos y lugares así como los motivos por los que, una vez que se hayan borrado, debemos valorar intensamente toda la experiencia de la Jornada Mundial de la Juventud, apreciando las sombras de luz que descendieron sobre Toronto, Ontario y todo Canadá en un momento en que necesitábamos ser animados y alentados para avanzar hacia lo profundo.

Muy claro siempre a Cristo en la vida

        Rezo para que ese viento poderoso de Pentecostés continúe soplando con fuerza a través de la Iglesia en Canadá y, especialmente, en esta gran archidiócesis de Toronto, y para que con ese viento arda una intensa llama enviada por el Espíritu de Dios. Que ese viento ahora sople de un océano a otro y a otro, dando vida plena a una iglesia que volvió a nacer el 28 de julio de 2002 en el Parque Downsview, en pleno corazón de Toronto. Que las lenguas de fuego que experimentamos en gran cantidad en julio último se iluminen suavemente en nuestras cabezas, y nos den el coraje de hacerle lugar constantemente en nuestra Iglesia a los jóvenes que son la garantía de Jesús de eterna felicidad y juventud.

        Durante el «Angelus» en el Parque Downsview, el domingo 28 de julio de 2002, el Santo Padre resumió bellamente los sentimientos de millones de personas que fueron tocadas, de alguna manera, por la Jornada Mundial de la Juventud de 2002: «Mientras volvemos a nuestras casas, digo a todos, con San Agustín: "Hemos sido felices juntos en la luz compartida. Realmente hemos disfrutado estando juntos. Nos hemos regocijado. Pero mientras nos separamos, no nos separemos de Cristo"».

        Un año después, ¿podríamos desear algo más que estos pensamientos y palabras para elevar nuestro propio «Magnificat» de alabanza, de acción de gracias y de promesa de compromiso?