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La
elección de Dios: Benedicto
XVI y el futuro de la Iglesia
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Queridos hermanos
y hermanas:
En
las catequesis de las semanas anteriores hemos meditado sobre la conversión
de san Pablo, fruto del encuentro personal con Jesús crucificado
y resucitado, y nos hemos interrogado sobre cuál fue la relación
del Apóstol de los gentiles con el Jesús terreno. Hoy
quisiera hablar de la enseñanza que san Pablo nos ha dejado sobre
la centralidad del Cristo resucitado en el misterio de la salvación,
sobre su cristología. En verdad, Jesucristo resucitado, exaltado
sobre todo nombre, está en el centro de todas sus reflexiones.
Cristo es para el Apóstol el criterio de valoración de
los acontecimientos y de las cosas, el fin de todo esfuerzo que él
hace para anunciar el Evangelio, la gran pasión que sostiene
sus pasos por los caminos del mundo. Y se trata de un Cristo vivo, concreto:
el Cristo dice Pablo que me amó y se entregó
a sí mismo por mí (Gal 2, 20). Esta persona que
me ama, con la que puedo hablar, que me escucha y me responde, éste
es realmente el principio para entender al mundo y para encontrar el
camino en la historia.
Quien
ha leído los escritos de san Pablo sabe bien que él no
se preocupa de narrar los hechos sobre los que se articula la vida de
Jesús, aunque podemos pensar que en sus catequesis contaba mucho
más sobre el Jesús prepascual de cuanto escribía
en sus cartas, que son amonestaciones en situaciones concretas. Su tarea
pastoral y teológica estaba tan dirigida a la edificación
de las nacientes comunidades, que era espontáneo en él
concentrar todo en el anuncio de Jesucristo como Señor,
vivo ahora y presente en medio de los suyos. De ahí la esencialidad
característica de la cristología paulina, que desarrolla
las profundidades del misterio con una preocupación constante
y precisa: anunciar, ciertamente, a Jesús, su enseñanza,
pero anunciar sobre todo la realidad central de su muerte y resurrección,
como culmen de su existencia terrena y raíz del desarrollo sucesivo
de toda la fe cristiana, de toda la realidad de la Iglesia. Para el
Apóstol, la resurrección no es un acontecimiento en sí
mismo, separado de la muerte: el Resucitado es el mismo que fue crucificado.
También como Resucitado lleva sus heridas: la pasión está
presente en Él y se puede decir con Pascal que Él está
sufriendo hasta el fin del mundo, aún siendo el Resucitado y
viviendo con nosotros y para nosotros. Esta identidad del Resucitado
con el Cristo crucificado, Pablo la había entendido en el camino
de Damasco: en ese momento se reveló con claridad que el Crucificado
es el Resucitado y el Resucitado es el Crucificado, que dice a Pablo:
¿Por qué me persigues? (Hch 9,4). Pablo estaba
persiguiendo a Cristo en la Iglesia y entonces entendió que la
cruz es una maldición de Dios (Dt 21,23), pero sacrificio
para nuestra redención.
El
Apóstol contempla fascinado el secreto escondido del Crucificado-resucitado
y a través de los sufrimientos experimentados por Cristo en su
humanidad (dimensión terrena) llega a esa existencia eterna en
que Él es uno con el Padre (dimensión pre-temporal): Al
llegar la plenitud de los tiempos escribe envió Dios
a su Hijo, nacido de mujer, nacido bajo la ley, para rescatar a los
que se hallaban bajo la ley, y para que recibiéramos la filiación
adoptiva (Gal 4,4-5). Estas dos dimensiones, la preexistencia
eterna con el Padre y el descendimiento del Señor en la encarnación,
se anuncian ya en el Antiguo Testamento, en la figura de la Sabiduría.
Encontramos en los Libros sapienciales del Antiguo Testamento algunos
textos que exaltan el papel de la Sabiduría preexistente a la
creación del mundo. En este sentido deben leerse pasajes como
el del Salmo 90: Antes que los montes fuesen engendrados, antes
que naciesen tierra y orbe, desde siempre hasta siempre tú eres
Dios (v. 2); o pasajes como el que habla de la Sabiduría
creadora: Yahveh me creó, primicia de su camino, antes
que sus obras más antiguas. Desde la eternidad fui fundada, desde
el principio, antes que la tierra (Pr 8, 22-23). Sugestivo es
también el elogio de la Sabiduría, contenido en el libro
homónimo: Se despliega vigorosamente de un confín
a otro del mundo y gobierna de excelente manera el universo (Sb
8,1).
Los
mismos textos sapienciales que hablan de la preexistencia eterna de
la Sabiduría, hablan de su descendimiento, del abajamiento de
esta Sabiduría, que se ha creado una tienda entre los hombres.
Así sentimos resonar ya las palabras del Evangelio de Juan que
habla de la tienda de la carne del Señor. Se creó una
tienda en el Antiguo Testamento: aquí se indica al templo, al
culto según la Torah; pero desde el punto de vista
del Nuevo Testamento, podemos entender que ésta era solo una
prefiguración de la tienda mucho más real y significativa:
la tienda de la carne de Cristo. Y vemos ya en los Libros del Antiguo
Testamento que este abajamiento de la Sabiduría, su descenso
a la carne, implica también la posibilidad de ser rechazada.
San Pablo, desarrollando su cristología, se refiere precisamente
a esta perspectiva sapiencial: reconoce a Jesús la sabiduría
eterna existente desde siempre, la sabiduría que desciende y
se crea una tienda entre nosotros, y así puede describir a Cristo
como fuerza y sabiduría de Dios, puede decir que
Cristo se ha convertido para nosotros en sabiduría de origen
divino, justicia, santificación y redención (1 Cor
1,24.30). De la misma forma, Pablo aclara que Cristo, igual que la Sabiduría,
puede ser rechazado sobre todo por los dominadores de este mundo (cfr
1 Cor 2,6-9), de modo que se crea en los planes de Dios una situación
paradójica: la cruz, que se volverá en camino de salvación
para todo el género humano.
Un
desarrollo posterior de este ciclo sapiencial, que ve a la Sabiduría
abajarse para después ser exaltada a pesar del rechazo, se encuentra
en el famoso himno contenido en la Carta a los Filipenses (cfr 2,6-11).
Se trata de uno de los textos más elevados de todo el Nuevo Testamento.
Los exegetas en gran mayoría concuerdan en considerar que esta
perícopa trae una composición precedente al texto de la
Carta a los Filipenses. Este es un dato de gran importancia, porque
significa que el judeo-cristianismo, antes de san Pablo, creía
en la divinidad de Jesús. En otras palabras, la fe en la divinidad
de Jesús no es un invento helenístico, surgido después
de la vida terrena de Jesús, un invento que, olvidando su humanidad,
lo habría divinizado: vemos en realidad que el primer judeo-cristianismo
creía en la divinidad de Jesús, es más, podemos
decir que los mismos Apóstoles, en los grandes momentos de la
vida de su Maestro, han entendido que Él era el Hijo de Dios,
como dijo san Pedro en Cesarea de Filipo: Tu eres el Cristo, el
Hijo de Dios vivo (Mt 16,16). Pero volvamos al himno de la Carta
a los Filipenses. La estructura de este texto puede ser articulada en
tres estrofas, que ilustran los momentos principales del recorrido realizado
por Cristo. Su preexistencia la expresan las palabras siendo de
condición divina, no retuvo ávidamente el ser igual a
Dios (v. 6); sigue después el abajamiento voluntario del
Hijo en la segunda estrofa: se despojó de sí mismo
tomando condición de siervo (v. 7), hasta humillarse a
sí mismo obedeciendo hasta la muerte y muerte de cruz
(v. 8). La tercera estrofa del himno anuncia la respuesta del Padre
a la humillación del Hijo: Por lo cual Dios le exaltó
y le otorgó el Nombre que está sobre todo nombre
(v. 9). Lo que impresiona es el contraste entre el abajamiento radical
y la siguiente glorificación en la gloria de Dios. Es evidente
que esta segunda estrofa está en contraste con la pretensión
de Adán que quería hacerse Dios, y contrasta también
con el gesto de los constructres de la torre de Babel que querían
edificar por sí solos el puente hasta el cielo y hacerse ellos
mismos divinidad. Pero esta iniciativa de la soberbia acabó con
la autodestrucción: así no se llega al cielo, a la verdadera
felicidad, a Dios. El gesto del Hijo de Dios es exactamente lo contrario:
no la soberbia, sino la humildad, que es la realización del amor,
y el amor es divino. La iniciativa de abajamiento, de humildad radical
de Cristo, con la que contrasta la soberbia humana, es realmente expresión
del amor divino; a ella le sigue esa elevación al cielo a la
que Dios nos atrae con su amor.
Además
de la Carta a los Filipenses, hay otros lugares de la literatura paulina
donde los temas de la preexistencia y del descendimiento del Hijo de
Dios sobre la tierra están unidos entre ellos. Una reafirmación
de la asimilación entre Sabiduría y Cristo, con todas
las consecuencias cósmicas y antropológicas, se encuentra
en la primera Carta a Timoteo: Él ha sido manifestado en
la carne, justificado en el Espíritu, visto de los Ángeles,
proclamado a los gentiles, creído en el mundo, levantado a la
gloria (3,16). Es sobre todo en estas premisas como se pude definir
mejor la función de Cristo como Mediador único, sobre
el marco del único Dios del Antiguo Testamento (cfr 1 Tm 2,5
en relación a Is 43,10-11; 44,6). Cristo es el verdadero puente
que nos guía al cielo, a la comunión con Dios.
Y
finalmente, solo un apunte a los últimos desarrollos de la cristología
de san Pablo en las Cartas a los Colosenses y a los Efesios. En la primera,
Cristo es calificado como primogénito de todas las criaturas
(1,15-20). Esta palabra primogénito implica que el
primero entre muchos hijos, el primero entre muchos hermanos y hermanas,
ha bajado para atraernos y hacernos sus hermanos y hermanas. En la Carta
a los Efesios encontramos la bella exposición del plan divino
de la salvación, cuando Pablo dice que en Cristo Dios quería
recapitularlo todo (cfr. Ef 1,23). Cristo es la recapitulación
de todo, reasume todo y nos guía a Dios. Y así implica
un movimiento de descenso y de ascenso, invitándonos a participar
en su humildad, es decir, a su amor hacia el prójimo, para ser
así partícipes de su glorificación, convirtiéndonos
con él en hijos en el Hijo. Oremos para que el Señor nos
ayude a conformarnos a su humildad, a su amor, para ser así partícipes
de su divinización.
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