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Queridos hermanos
y hermanas,
El
respeto y la veneración que Pablo ha cultivado siempre hacia
los Doce no disminuyen cuando él defendió con franqueza
la verdad del Evangelio, que no es otro que Jesucristo, el Señor.
Queremos hoy detenernos en dos episodios que demuestran la veneración
y, al mismo tiempo, la libertad con la que el Apóstol se dirige
a Cefas y a los otros Apóstoles: el llamado "Concilio"
de Jerusalén y el incidente de Antioquía de Siria, relatados
en la Carta a los Gálatas (cfr 2,1-10; 2,11-14).
Todo
Concilio y Sínodo de la Iglesia es "acontecimiento del Espíritu"
y reúne en su realización las solicitudes de todo el Pueblo
de Dios: lo han experimentado en primera persona quienes tuvieron el
don de participar en el Concilio Vaticano II. Por esto san Lucas, al
informarnos sobre el primer Concilio de la Iglesia, que tuvo lugar en
Jerusalén, introduce así la carta que los Apóstoles
enviaron en esta circunstancia a las comunidades cristianas de la diáspora:
"Hemos decidido el Espíritu Santo y nosotros..." (Hch
15, 28). El Espíritu, que obra en toda la Iglesia, conduce de
la mano a los Apóstoles a la hora de tomar nuevos caminos para
realizar sus proyectos: Él es el artífice principal de
la edificación de la Iglesia.
Y
sin embargo, la asamblea de Jerusalén tuvo lugar en un momento
de no poca tensión dentro de la Comunidad de los orígenes.
Se trataba de responder a la pregunta de si era oportuno exigir a los
paganos que se estaban convirtiendo a Jesucristo, el Señor, la
circuncisión, o si era lícito dejarlos libres de la Ley
mosaica, es decir, de la observación de las normas necesarias
para ser hombres justos, obedientes a la Ley, y sobre todo libres de
las normas relativas a las purificaciones rituales, los alimentos puros
e impuros y el sábado. A la Asamblea de Jerusalén se refiere
también san Pablo en Ga 2, 1-10: tras catorce años de
su encuentro con el Resucitado en Damasco estamos en la segunda
mitad de los años 40 d.C. Pablo parte con Bernabé
desde Antioquía de Siria y se hace acompañar de Tito,
su fiel colaborador que, aún siendo de origen griego, no había
sido obligado a hacerse circuncidar cuando entró en la Iglesia.
En esta ocasión Pablo expuso a los Doce, definidos como las personas
más relevantes, su evangelio de libertad de la Ley (cfr Ga 2,6).
A la luz del encuentro con Cristo resucitado, él había
comprendido que en el momento del paso al Evangelio de Jesucristo, a
los paganos ya no les eran necesarios la circuncisión, las leyes
sobre el alimento, y sobre el sábado, como muestra de justicia:
Cristo es nuestra justicia y "justo" es todo lo que está
conforme a Él. No son necesarios otros signos para ser justos.
En la Carta a los Gálatas refiere, con pocas palabras, el desarrollo
de la Asamblea: recuerda con entusiasmo que el evangelio de la libertad
de la Ley fue aprobado por Santiago, Cefas y Juan, "las columnas",
que le ofrecieron a él y a Bernabé la mano derecha en
signo de comunión eclesial en Cristo (Gal 2,9). Si, como hemos
notado, para Lucas el Concilio de Jerusalén expresa la acción
del Espíritu Santo, para Pablo representa el reconocimiento de
la libertad compartida entre todos aquellos que participaron en él:
libertad de las obligaciones provenientes de la circuncisión
y de la Ley; esa libertad por la que "Cristo nos ha liberado, para
que seamos libres" y no nos dejemos imponer ya el yugo de la esclavitud
(cfr Ga 5,1). Las dos modalidades con que Pablo y Lucas describen la
Asamblea de Jerusalén se unen por la acción liberadora
del Espíritu, porque "donde está el Espíritu
del Señor hay libertad", dirá en la Segunda Carta
a los Corintios (cfr 3,17).
Con
todo, como aparece con gran claridad en las Cartas de san Pablo, la
libertad cristiana no se identifica nunca con el libertinaje o con el
arbitrio de hacer lo que se quiere; esta se realiza en conformidad con
Cristo y por eso, en el auténtico servicio a los hermanos, sobre
todo a los más necesitados. Por esto, el relato de Pablo sobre
la asamblea se cierra con el recuerdo de la recomendación que
le dirigieron los Apóstoles: "sólo que nosotros debíamos
tener presentes a los pobres, cosa que he procurado cumplir con todo
esmero" (Ga 2, 10). Cada Concilio nace de la Igelsia y vuelve a
la Iglesia: en aquella ocasión vuelve con la atención
a los pobres que, de las diversas anotaciones de Pablo en sus Cartas,
son sobre todo los de la Iglesia de Jerusalén. En la preocupación
por los pobres, atestiguada particularmente por la segunda Carta a los
Corintios (cfr 8-9) y en la conclusión de la Carta a los Romanos
(cfr. Rm 15), Pablo demuestra su fidelidad a las decisiones maduradas
durante la Asamblea.
Quizás
ya no estemos en grado de comprender plenamente el significado que Pablo
y sus comunidades atribuyeron a la colecta para los pobres de Jerusalén.
Se trató de una iniciativa del todo nueva en el panorama de las
actividades religiosas: no fue obligatoria, sino libre y espontánea;
tomaron parte todas las Iglesias fundadas por Pablo en Occidente. La
colecta expresaba la deuda de sus comunidades a la Iglesia madre de
Palestina, de la que habían recibido el don inenarrable del Evangelio.
Tan grande es el valor que Pablo atribuye a este gesto de participación
que raramente la llama "colecta": es más bien "servicio",
"bendición", "amor", "gracia",
es más, "liturgia" (2 Cor, 9). Sorprende, particularmente,
este último término, que confiere a la recogida de dinero
un valor incluso de culto: por una parte es un gesto litúrgico
o "servicio", ofrecido por cada comunidad a Dios, y por otra
es acción de amor cumplida a favor del pueblo. Amor por los pobres
y liturgia divina van juntas, el amor por los pobres es liturgia. Los
dos horizontes están presentes en toda liturgia celebrada y vivida
en la Iglesia, que por su naturaleza se opone a la separación
entre el culto y la vida, entre la fe y las obras, entre la oración
y la caridad a los hermanos. Así el Concilio de Jerusalén
nace para dirimir la cuestión sobre cómo comportarse con
los paganos que llegaban a la fe, eligiendo la libertad de la circuncisión
y por las observancias impuestas por la Ley, y se resuelve en la solicitud
pastoral que pone en el centro la fe en Cristo Jesús y el amor
por los pobres de Jerusalén y de toda la Iglesia.
El
segundo episodio es el conocido incidente de Antioquía, en Siria,
que da a entender la libertad interior de que gozaga Pablo: ¿cómo
comportarse en ocasión de la comunión en la mesa entre
creyentes de origen judío y los de matriz gentil? Aquí
se pone de manifiesto el otro epicentro de la observancia mosaica: la
distinción entre alimentos puros e impuros, que dividía
profundamente a los hebreos observantes de los paganos. Inicialmente
Cefas, Pedro, compartía la mesa con unos y con otros: pero con
la llegada de algunos cristianos ligados a Santiago, "el hermano
del Señor" (Ga 1,19), Pedro había empezado a evitar
los contactos en la mesa con los paganos, para no escandalizar a los
que continuaban observando las leyes de pureza alimentaria; y la elección
era compartida por Bernabé. Tal elección dividía
profundamente a los cristianos venidos de la circuncisión y los
cristianos venidos del paganismo. Este comportamiento, que amenazaba
realmente la unidad y la libertad de la Iglesia, suscitó encendidas
reacciones de Pablo, que llegó a acusar a Pedro y a los demás
de hipocresía: "Si tú, siendo judío, vives
como gentil y no como judío, ¿cómo fuerzas a los
gentiles a judaizar?" (Ga 2, 14). En realidad, las preocupaciones
de Pablo, por una parte, y de Pedro y Bernabé, por otro, eran
distintas: para los últimos la separación de los paganos
representaba una modalidad para tutelar y para no escandalizar a los
creyentes provenientes del judaísmo; para Pablo constituía,
en cambio, un peligro de malentendimiento de la salvación universal
en Cristo ofrecida tanto a los paganos como a los judíos. Si
la justificación se realiza sólo en virtud de la fe en
Cristo, de la conformidad con Él, sin obra alguna de la Ley,
¿qué sentido tiene observar aún la pureza alimentaria
con ocasión de la participación en la mesa? Muy probablemente
las perspectivas de Pedro y de Pablo eran distintas: para el primero,
no perder a los judíos que se habían adherido al Evangelio,
para el segundo no disminuir el valor salvífico de la muerte
de Cristo para todos los creyentes.
Es
extraño decirlo, pero escribiendo a los cristianos de Roma, algunos
años después (hacia la mitad de los años 50) Pablo
mismo se encontrará ante una situación análoga
y pedirá a los fuertes que no coman comida impura para no perder
o para no escandalizar a los débiles: "Lo bueno es no comer
carne, ni beber vino, ni hacer cosa que sea para tu hermano ocasión
de caída, tropiezo o debilidad" (Rm 14, 21). El incidente
de Antioquía se reveló así como una lección
tanto para Pedro como para Pablo. Solo el diálogo sincero, abierto
a la verdad del Evangelio, pudo orientar el camino de la Iglesia: "Que
el Reino de Dios no es comida ni bebida, sino justicia y paz y gozo
en el Espíritu Santo (Rm 14,17). Es una lección que debemos
aprender también nosotros: con los diversos carismas confiados
a Pedro y a Pablo, dejémonos todos guiar por el Espíritu,
intentando vivir en la libertad que encuentra su orientación
en la fe en Cristo y se concreta en el servicio a los hermanos. Es esencial
ser cada vez más conformes a Cristo. Es así como se es
realmente libre, así se expresa en nosotros el núcleo
más profundo de la Ley: el amor a Dios y al prójimo. Pidamos
al Señor que nos enseñe a compartir sus sentimientos,
para aprender de Él la verdadera libertad y el amor evangélico
que abraza a todo ser humano.
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