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La
elección de Dios: Benedicto
XVI y el futuro de la Iglesia
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Dicen
que ha resucitado
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Vittorio
Messori
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El
último cruzado
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Louis
de Wohl
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Dentro
de cinco horas veré a Jesús
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Jacques
Fesch
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La
esencia del cristianismo
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Romano
Guardini
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El
torrente oculto
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Ronald
A. Knox
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Vencer
el miedo
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Magdi
Allam
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Queridos
hermanos y hermanas:
Hoy
quiero hablar sobre la relación entre san Pablo y los Apóstoles
que lo habían precedido en el seguimiento de Jesús. Estas
relaciones estuvieron siempre marcadas por un profundo respeto y por
la franqueza que en san Pablo derivaba de la defensa de la verdad del
Evangelio. Aunque era prácticamente contemporáneo de Jesús
de Nazaret, nunca tuvo la oportunidad de encontrarse con él durante
su vida pública. Por eso, tras quedar deslumbrado en el camino
de Damasco, sintió la necesidad de consultar a los primeros discípulos
del Maestro, que él había elegido para que llevaran su
Evangelio hasta los confines del mundo.
En
la carta a los Gálatas san Pablo elabora un importante informe
sobre los contactos mantenidos con algunos de los Doce: ante todo con
Pedro, que había sido elegido como Kephas, palabra aramea que
significa roca, sobre la que se estaba edificando la Iglesia (cf. Ga
1, 18); con Santiago, "el hermano del Señor" (cf. Ga
1, 19); y con Juan (cf. Ga 2, 9): san Pablo no duda en reconocerlos
como "las columnas" de la Iglesia. Particularmente significativo
es el encuentro con Cefas (Pedro), que tuvo lugar en Jerusalén:
san Pablo se quedó con él 15 días para "consultarlo"
(cf. Ga 1, 19), es decir, para informarse sobre la vida terrena del
Resucitado, que lo había "atrapado" en el camino de
Damasco y le estaba cambiando la vida de modo radical: de perseguidor
de la Iglesia de Dios se había transformado en evangelizador
de la fe en el Mesías crucificado e Hijo de Dios que en el pasado
había intentado destruir (cf. Ga 1, 23).
¿Qué
tipo de información sobre Jesucristo obtuvo san Pablo en los
tres años sucesivos al encuentro de Damasco? En la primera carta
a los Corintios podemos encontrar dos pasajes que san Pablo había
conocido en Jerusalén y que ya habían sido formulados
como elementos centrales de la tradición cristiana, una tradición
constitutiva. Él los transmite verbalmente tal como los había
recibido, con una fórmula muy solemne: "Os transmito lo
que a mi vez recibí". Insiste, por tanto, en la fidelidad
a cuanto él mismo había recibido y que transmite fielmente
a los nuevos cristianos. Son elementos constitutivos y conciernen a
la Eucaristía y a la Resurrección; se trata de textos
ya formulados en los años treinta. Así llegamos a la muerte,
sepultura en el seno de la tierra y a la resurrección de Jesús
(cf. 1 Co 15, 3-4).
Tomemos
ambos textos: las palabras de Jesús en la última Cena
(cf. 1 Co 11, 23-25) son realmente para san Pablo centro de la vida
de la Iglesia: la Iglesia se edifica a partir de este centro, llegando
a ser así ella misma. Además de este centro eucarístico,
del que vuelve a nacer siempre la Iglesia también para
toda la teología de san Pablo, para todo su pensamiento,
estas palabras tuvieron un notable impacto sobre la relación
personal de san Pablo con Jesús. Por una parte, atestiguan que
la Eucaristía ilumina la maldición de la cruz, convirtiéndola
en bendición (cf. Ga 3, 13-14); y por otra, explican el alcance
de la misma muerte y resurrección de Jesús. En sus cartas
el "por vosotros" de la institución se convierte en
"por mí" (Ga 2, 20) personalizando, sabiendo
que en ese "vosotros" él mismo era conocido y amado
por Jesús y, por otra parte, en "por todos" (2
Co 5, 14); este "por vosotros" se convierte en "por mí"
y "por la Iglesia" (Ef 5, 25), es decir, también "por
todos" del sacrificio expiatorio de la cruz (cf. Rm 3, 25). Por
la Eucaristía y en la Eucaristía la Iglesia se edifica
y se reconoce como "Cuerpo de Cristo" (1 Co 12, 27), alimentado
cada día por la fuerza del Espíritu del Resucitado.
El
otro texto, sobre la Resurrección, nos transmite de nuevo la
misma fórmula de fidelidad. San Pablo escribe: "Os transmití,
en primer lugar, lo que a mi vez recibí: que Cristo murió
por nuestros pecados, según las Escrituras; que fue sepultado
y que resucitó al tercer día, según las Escrituras;
que se apareció a Cefas y luego a los Doce" (1 Co 15, 3-5).
También en esta tradición transmitida a san Pablo vuelve
a aparecer la expresión "por nuestros pecados", que
subraya la entrega de Jesús al Padre para liberarnos del pecado
y de la muerte. De esta entrega san Pablo saca las expresiones más
conmovedoras y fascinantes de nuestra relación con Cristo: "A
quien no conoció pecado, Dios lo hizo pecado por nosotros, para
que viniésemos a ser justicia de Dios en él" (2 Co
5, 21); "Conocéis la generosidad de nuestro Señor
Jesucristo, el cual, siendo rico, por vosotros se hizo pobre, a fin
de que os enriquecierais con su pobreza" (2 Co 8, 9). Vale la pena
recordar el comentario con el que Martín Lutero, entonces monje
agustino, acompañaba estas expresiones paradójicas de
san Pablo: "Este es el grandioso misterio de la gracia divina hacia
los pecadores: por un admirable intercambio, nuestros pecados ya no
son nuestros, sino de Cristo; y la justicia de Cristo ya no es de Cristo,
sino nuestra" (Comentario a los Salmos, de 1513-1515). Y así
somos salvados.
En
el kerygma (anuncio) original, transmitido de boca a boca, merece señalarse
el uso del verbo "ha resucitado", en lugar de "fue resucitado",
que habría sido más lógico utilizar, en continuidad
con el "murió" y "fue sepultado". La forma
verbal "ha resucitado" se eligió para subrayar que
la resurrección de Cristo influye hasta el presente de la existencia
de los creyentes: podemos traducirlo por "ha resucitado y sigue
vivo" en la Eucaristía y en la Iglesia. Así todas
las Escrituras dan testimonio de la muerte y la resurrección
de Cristo, porque como escribió Hugo de San Víctor
"toda la divina Escritura constituye un único libro, y este
único libro es Cristo, porque toda la Escritura habla de Cristo
y tiene en Cristo su cumplimiento" (De arca Noe, 2, 8). Si san
Ambrosio de Milán pudo decir que "en la Escritura leemos
a Cristo", es porque la Iglesia de los orígenes leyó
todas las Escrituras de Israel partiendo de Cristo y volviendo a él.
La
enumeración de las apariciones del Resucitado a Cefas, a los
Doce, a más de quinientos hermanos, y a Santiago se cierra con
la referencia a la aparición personal que recibió san
Pablo en el camino de Damasco: "Y en último término
se me apareció también a mí, como a un abortivo"
(1 Co 15, 8). Dado que él había perseguido a la Iglesia
de Dios, en esta confesión expresa su indignidad de ser considerado
apóstol al mismo nivel que los que le han precedido: pero la
gracia de Dios no fue estéril en él (cf. 1 Co 15, 10).
Por tanto, la actuación prepotente de la gracia divina une a
san Pablo con los primeros testigos de la resurrección de Cristo:
"Tanto ellos como yo esto es lo que predicamos; esto es lo que
habéis creído" (1 Co 15, 11). Es importante la identidad
y la unicidad del anuncio del Evangelio: tanto ellos como yo predicamos
la misma fe, el mismo Evangelio de Jesucristo muerto y resucitado, que
se entrega en la santísima Eucaristía.
La
importancia que san Pablo confiere a la Tradición viva de la
Iglesia, que transmite a sus comunidades, demuestra cuán equivocada
es la idea de quienes afirman que fue san Pablo quien inventó
el cristianismo: antes de proclamar el evangelio de Jesucristo, su Señor,
se encontró con él en el camino de Damasco y lo frecuentó
en la Iglesia, observando su vida en los Doce y en aquellos que lo habían
seguido por los caminos de Galilea. En las próximas catequesis
tendremos la oportunidad de profundizar en las contribuciones que san
Pablo dio a la Iglesia de los orígenes; pero la misión
que recibió del Resucitado en orden a la evangelización
de los gentiles necesita ser confirmada y garantizada por aquellos que
le dieron a él y a Bernabé la mano derecha como señal
de aprobación de su apostolado y de su evangelización,
así como de acogida en la única comunión de la
Iglesia de Cristo (cf. Ga 2, 9).
Se
comprende entonces que la expresión: "Si conocimos a Cristo
según la carne" (2 Co 5, 16) no significa que su existencia
terrena tenga poca importancia para nuestra maduración en la
fe, sino que desde el momento de la Resurrección cambia nuestra
forma de relacionarnos con él. Él es, al mismo tiempo,
el Hijo de Dios, "nacido del linaje de David según la carne,
constituido Hijo de Dios con poder, según el espíritu
de santidad, por su resurrección de entre los muertos",
como recuerda san Pablo al principio de la carta a los Romanos (Rm 1,
3-4).
Cuanto
más tratamos de seguir las huellas de Jesús de Nazaret
por los caminos de Galilea, tanto más podemos comprender que
él asumió nuestra humanidad, compartiéndola en
todo, excepto en el pecado. Nuestra fe no nace de un mito ni de una
idea, sino del encuentro con el Resucitado, en la vida de la Iglesia.
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