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La
elección de Dios: Benedicto
XVI y el futuro de la Iglesia
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La
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Vencer
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Queridos hermanos
y hermanas:
El
miércoles pasado hablé del gran cambio que se produjo
en la vida de San Pablo tras su encuentro con Cristo crucificado. Jesús
entró en su vida y lo transformó de perseguidor en apóstol.
Este encuentro marcó el inicio de su misión: Pablo no
podía continuar viviendo como antes, ahora se sentía investido
por el Señor del encargo de anunciar su Evangelio en calidad
de apóstol. Es precisamente de esta su nueva condición
de vida, es decir, de ser apóstol de Cristo, de lo que quisiera
hablar hoy. Nosotros normalmente, siguiendo a los Evangelios, identificamos
a los Doce con el título de apóstoles, para indicar a
aquellos que eran compañeros de vida y oyentes de las enseñanzas
de Jesús. Pero también Pablo se siente verdadero apóstol
y parece claro, por tanto, que el concepto paulino de apostolado no
se restringe al grupo de los Doce. Obviamente, Pablo sabe distinguir
su propio caso del de aquellos "que habían sido apóstoles
anteriores" a él (Gálatas 1, 17): a ellos les reconoce
un lugar totalmente especial en la vida de la Iglesia. Sin embargo,
como todos saben, también san Pablo se interpreta a sí
mismo como apóstol en sentido estricto. Es cierto que, en el
tiempo de los orígenes cristianos, nadie recorrió tantos
kilómetros como él, por tierra y por mar, con el único
objetivo de anunciar el Evangelio.
Por
tanto, él tenía un concepto de apostolado que iba más
allá del relacionado sólo con el grupo de los Doce y transmitido
sobre todo por san Lucas en los Hechos de los Apóstoles (Cf.
Hch 1,2.26;6,2). De hecho, en la primera carta a los Corintios Pablo
hace una clara distinción entre "los Doce" y "todos
los apóstoles", mencionados como dos grupos distintos de
beneficiarios de las apariciones del Resucitado (cfr 1Cor 15, 5.7).
En este mismo texto él pasa a llamarse a sí mismo humildemente
como "el último de los apóstoles", comparándose
incluso con un aborto y afirmando textualmente: "indigno del nombre
de apóstol, por haber perseguido a la Iglesia de Dios. Mas, por
la gracia de Dios, soy lo que soy; y la gracia de Dios no ha sido estéril
en mí. Antes bien, he trabajado más que todos ellos. Pero
no yo, sino la gracia de Dios que está conmigo" (1 Cor 15,
9-10). La metáfora del aborto expresa una humildad extrema; se
la vuelve a encontrar también en la Carta a los Romanos de san
Ignacio de Antioquía: "Soy el último de todos, soy
un aborto; pero me será concedido ser algo, si alcanzo a Dios"
(9,2). Lo que el obispo de Antioquía dirá en relación
a su martirio inminente, previendo que éste daría la vuelta
a su condición de indignidad, san Pablo lo dice en relación
a su propio trabajo apostólico: es en él donde se manifiesta
la fecundidad de la gracia de Dios, que sabe transformar un hombre malogrado
en un apóstol espléndido. De perseguidor a fundador de
Iglesias: ¡esto ha hecho Dios en uno que, desde el punto de vista
evangélico, habría podido considerarse un deshecho!
¿Qué
es, por tanto, según la concepción de san Pablo, lo que
hace apóstoles de él y de los demás? En sus cartas
aparecen tres características principales que constituyen al
apóstol. La primera es "haber visto al Señor"
(cfr 1 Cor 9,1), es decir, haber tenido con él un encuentro determinante
para la propia vida. Análogamente, en la Carta a los Gálatas
(cfr 1, 15-16), dirá que ha sido llamado, casi seleccionado,
por gracia de Dios con la revelación de su Hijo de cara al anuncio
a los paganos. En definitiva, es el Señor el que constituye el
apostolado, no la propia presunción. El apóstol no se
hace a sí mismo, sino que lo hace el Señor; por tanto,
necesita referirse constantemente al Señor. No es casualidad
que Pablo dice ser "apóstol por vocación" (Rm
1,1), es decir, "no de parte de los hombres ni por mediación
de hombre alguno, sino por Jesucristo y Dios Padre" (Gal 1,1).
Esta es la característica: haber visto al Señor, haber
sido llamado por Él.
La
segunda característica es la de "haber sido enviado".
El mismo término griego apóstolos significa precisamente
"enviado, mandado", es decir, embajador y portador de un mensaje;
debe actuar por tanto como encargado y representante de un mandante.
Por eso Pablo se define "apóstol de Jesucristo" (1
Cor 1,1; 2 Cor 1,1), o sea, delegado suyo, puesto totalmente a su servicio,
hasta el punto de llamarse "siervo de Jesucristo" (Rm 1,1).
Una vez más sale a primer plano la idea de una iniciativa de
otro, la de Dios en Jesucristo, a la que se está plenamente obligado;
pero sobre todo subraya el hecho de que se ha recibido una misión
de parte de Él que hay que cumplir en su nombre, poniendo absolutamente
en segundo plano cualquier interés personal.
El
tercer requisito es el ejercicio del "anuncio del Evangelio",
con la consiguiente fundación de iglesias. El de "apóstol",
por tanto, no es y no puede ser un título honorífico,
sino que empeña concretamente y también dramáticamente
toda la existencia del sujeto interesado. En la primera carta a los
Corintios, Pablo exclama: "¿No soy yo apóstol? ¿Acaso
no he visto yo a Jesús, Señor nuestro? ¿No sois
vosotros mi obra en el Señor? (9,1). Análogamente, en
la segunda carta a los Corintios, afirma: "Vosotros sois nuestra
carta..., sois una carta de Cristo, redactada por ministerio nuestro,
escrita no con tinta, sino con el Espíritu de Dios vivo"
(3,2-3).
No
nos sorprende, por tanto, si el Crisóstomo habla de Pablo como
de "un alma de diamante" (Panegíricos, 1,8), y sigue
diciendo: "Del mismo modo que el fuego, aplicándose a materiales
distintos, se refuerza aún más..., así la palabra
de Pablo ganaba a su causa a todos aquellos con los que entraba en relación,
y aquellos que le hacían la guerra, atrapados por sus discursos,
se convertían en alimento para este fuego espiritual" (ibid.,
7,11). Esto explica por qué Pablo define a los apóstoles
como "colaboradores de Dios" (1 Cor 3,9; 2 Cor 6,1), cuya
gracia actúa en ellos. Un elemento típico del verdadero
apóstol, sacado a la luz por san Pablo, es una especie de identificación
entre Evangelio y evangelizador, ambos destinados a la misma suerte.
Nadie como Pablo, de hecho, ha puesto en evidencia cómo el anuncio
de la cruz aparece como "escándalo y necedad (1 Cor 1,23),
al que muchos reaccionan con incomprensión y rechazo. Esto sucedía
en aquel tiempo, y no debe extrañarnos que suceda también
hoy. En este destino, de aparecer como "escándalo y necedad",
participa también el apóstol y Pablo lo sabe: es la experiencia
de su vida. A los Corintios les escribe, no sin una vena irónica:
"Porque pienso que a nosotros, los apóstoles, Dios nos ha
asignado el último lugar, como condenados a muerte, puestos a
modo de espectáculo para el mundo, los ángeles y los hombres.
Nosotros, necios por seguir a Cristo; vosotros, sabios en Cristo. Débiles
nosotros, mas vosotros, fuertes. Vosotros, llenos de glorias; mas nosotros,
despreciados. Hasta el presente, pasamos hambre, sed, desnudez. Somos
abofeteados, y andamos errantes. Nos fatigamos trabajando con nuestras
manos. Si nos insultan, bendecimos. Si nos persiguen, lo soportamos.
Si nos difaman, respondemos con bondad. Hemos venido a ser, hasta ahora,
como la basura del mundo y el deshecho de todos" (1 Cor 4,9-13).
Es un autorretrato de la vida apostólica de San Pablo: en todos
estos sufrimientos prevalece la alegría de ser portador de la
bendición de Dios y de la gracia del Evangelio.
Pablo,
por otro lado, comparte con la filosofía estoica de su tiempo
una tenaz constancia en todas las dificultades que se le presentan:
pero él supera la perspectiva meramente humanística, reclamando
el componente del amor de Dios y de Cristo: "¿Quien nos
separará del amor de Cristo? ¿La tribulación?,
¿la angustia?, ¿la persecución?, ¿el hambre?,
¿la desnudez?, ¿los peligros?, ¿la espada?, como
dice la Escritura: Por tu causa somos muertos todo el día; tratados
como ovejas destinadas al matadero. Pero en todo esto salimos vencedores
gracias a aquél que nos amó. Pues estoy seguro de que
ni la muerte ni la vida ni los ángeles ni los principados ni
lo presente ni lo futuro ni las potestades ni la altura ni la profundidad
ni otra criatura alguna podrá separarnos del amor de Dios manifestado
en Cristo Jesús Señor nuestro" (Rm 8,35-39). Esta
es la certeza, la alegría profunda que guía al apóstol
Pablo en todas estas vicisitudes: nada puede separarnos del amor de
Dios. Y este amor es la verdadera riqueza de la vida humana.
Como
se ve, san Pablo se había entregado al Evangelio con toda su
existencia; ¡podríamos decir las veinticuatro horas! Y
cumplía su ministerio con fidelidad y con alegría, "para
salvar a toda costa a alguno" (1 Cor 9,22). Y respecto a las Iglesias,
incluso sabiendo que tenía con ellas una relación de paternidad
(cfr 1 Cor 4,15), incluso de maternidad (cfr Gal 4,19), se ponía
en actitud de completo servicio, declarando admirablemente: "No
es que pretendamos dominar sobre vuestra fe, sino que contribuimos a
vuestro gozo" (2 Cor 1,24). Ésta es la misión de
todos los apóstoles de Cristo en todos los tiempos:: ser colaboradores
de la verdadera alegría.
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