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El
dolor. El final de los tiempos
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La
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José
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Hipótesis
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La
esencia del cristianismo
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Romano
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Vencer
el miedo
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Queridos
hermanos y hermanas: Hoy quisiera hablar
de san Isidoro de Sevilla: era hermano menor de Leandro, obispo de Sevilla,
y gran amigo del Papa Gregorio Magno. Esta observación es importante,
pues constituye un elemento cultural y espiritual indispensable para
comprender la personalidad de Isidoro. En efecto, le debe mucho a Leandro,
persona muy exigente, estudiosa y austera, que había creado en
torno a su hermano menor un contexto familiar caracterizado por las
exigencias ascéticas propias de un monje y por los ritmos de
trabajo exigidos por una seria entrega al estudio. Además, Leandro
se había preocupado por disponer lo necesario para afrontar la
situación político-social del momento: en aquellas décadas
los visigodos, bárbaros y arianos, habían invadido la
península ibérica y se habían adueñado de
los territorios que pertenecían al Imperio Romano. Era necesario
conquistarlos a la romanidad y al catolicismo. La casa de Leandro y
de Isidoro contaba con una biblioteca sumamente rica de obras clásicas,
paganas y cristianas. Isidoro, que sentía la atracción
tanto de unas como de otras, aprendió bajo la responsabilidad
de su hermano mayor una disciplina férrea para dedicarse a su
estudio, con discernimiento. En la sede episcopal
de Sevilla se vivía, por tanto, en un clima sereno y abierto.
Lo podemos deducir a partir de los intereses culturales y espirituales
de Isidoro, tal y como emergen de sus mismas obras, que comprenden un
conocimiento enciclopédico de la cultura clásica pagana
y un conocimiento profundo de la cultura cristiana. De este modo se
explica el eclecticismo que caracteriza la producción literaria
de Isidoro, el cual pasa con suma facilidad de Marcial a Agustín,
de Cicerón a Gregorio Magno. La lucha interior que tuvo que afrontar
el joven Isidoro, que se convirtió en sucesor del hermano Leandro
en la cátedra episcopal de Sevilla, en el año 599, no
fue ni mucho menos fácil. Quizá se debe a esta lucha constante
consigo mismo la impresión de un exceso de voluntarismo que se
percibe leyendo las obras de este gran autor, considerado como el último
de los padres cristianos de la antigüedad. Pocos años después
de su muerte, que tuvo lugar en el año 636, el Concilio de Toledo
(653) le definió: "Ilustre maestro de nuestra época,
y gloria de la Iglesia católica". Isidoro fue, sin
duda, un hombre de contraposiciones dialécticas acentuadas. E
incluso, en su vida personal, experimentó un conflicto interior
permanente, sumamente parecido al que ya habían vivido san Gregorio
Magno y san Agustín, entre el deseo de soledad, para dedicarse
únicamente a la meditación de la Palabra de Dios, y las
exigencias de la caridad hacia los hermanos de cuya salvación
se sentía encargado, como obispo. Por ejemplo, sobre los responsables
de la Iglesia escribe: "El responsable de una Iglesia (vir ecclesiasticus)
por una parte tiene que dejarse crucificar al mundo con la mortificación
de la carne, y por otra, tiene que aceptar la decisión del orden
eclesiástico, cuando procede de la voluntad de Dios, de dedicarse
al gobierno con humildad, aunque no quisiera hacerlo" (Libro de
las Sentencias III, 33, 1: PL 83, col. 705 B). Y añade
un párrafo después: "Los hombres de Dios (sancti
viri) no desean ni mucho menos dedicarse a las cosas seculares y gimen
cuando, por un misterioso designio divino, se les encargan ciertas responsabilidades...
Hacen todo lo posible para evitarlas, pero aceptan aquello que no quisieran
y hacen lo que habrían querido evitar. Entran así en el
secreto del corazón y allí, adentro, tratan de comprender
qué es lo que les pide la misteriosa voluntad de Dios. Y cuando
se dan cuenta de que tienen que someterse a los designios de Dios, agachan
la cabeza del corazón bajo el yugo de la decisión divina"
(Libro de las Sentencias III, 33, 3: PL 83, col. 705-706). Para comprender
mejor a Isidoro es necesario recordar, ante todo, la complejidad de
las situaciones políticas de su tiempo, que antes mencionaba:
durante los años de la niñez había tenido que experimentar
la amargura del exilio. A pesar de ello, estaba lleno de entusiasmo:
experimentaba la pasión de contribuir a la formación de
un pueblo que encontraba finalmente su unidad, tanto a nivel político
como religioso, con la conversión providencial del heredero al
trono, el visigodo Ermenegildo, del arrianismo a la fe católica.
Sin embargo, no
hay que minusvalorar la enorme dificultad que supone afrontar de manera
adecuada los problemas sumamente graves, como los de las relaciones
con los herejes y con los judíos. Toda una serie de problemas
que resultan también hoy muy concretos, si pensamos en lo que
sucede en algunas regiones donde parecen replantearse situaciones muy
parecidas a las de la península ibérica del siglo VI.
La riqueza de los conocimientos culturales de que disponía Idisodoro
le permitía confrontar continuamente la novedad cristiana con
la herencia clásica grecorromana. Más que el don precioso
de la síntesis, parece que tenía el de la collatio, es
decir, la recopilación, que se expresaba en una extraordinaria
erudición personal, no siempre tan ordenada como se hubiera podido
desear. En todo caso, hay
que admirar su preocupación por no dejar de lado nada de lo que
la experiencia humana produjo en la historia de su patria y del mundo.
No hubiera querido perder nada de lo que el ser humano aprendió
en las épocas antiguas, ya fueran éstas paganas, judías
o cristianas. Por tanto, no debe sorprender el que, al perseguir este
objetivo, no lograra transmitir adecuadamente, como él hubiera
querido, los conocimientos que poseía, a través de las
aguas purificadoras de la fe cristiana. Sin embargo, según las
intenciones de Isidoro, las propuestas que presenta siempre están
en sintonía con la fe católica, defendida por él
con firmeza. Percibe la complejidad en la discusión de los problemas
teológicos y propone a menudo, con agudeza, soluciones que recogen
y expresan la verdad cristiana completa. Esto ha permitido a creyentes
a través de los siglos hasta nuestros días servirse con
gratitud de sus definiciones. Un ejemplo significativo
en este sentido es la enseñanza de Isidoro sobre las relaciones
entre vida activa y vida contemplativa. Escribe: "Quienes tratan
de lograr el descanso de la contemplación tienen que entrenarse
antes en el estadio de la vida activa; de este modo, liberados de los
residuos del pecado, serán capaces de presentar ese corazón
puro que permite ver a Dios" (Diferencias II, 34, 133: PL 83, col
91A). El realismo de
auténtico pastor le convence del riesgo que corren los fieles
de vivir una vida reducida a una sola dimensión. Por este motivo,
añade: "El camino intermedio, compuesto por una y otra forma
de vida, resulta normalmente el más útil para resolver
esas cuestiones, que con frecuencia se agudizan con la opción
por un sólo tipo de vida; sin embargo, son mejor moderadas por
una alternancia de las dos formas" (o.c., 134: ivi, col 91B). Isidoro busca la
confirmación definitiva de una orientación adecuada de
vida en el ejemplo de Cristo y dice: "El Salvador Jesús
nos ofreció el ejemplo de la vida activa, cuando durante el día
se dedicaba a ofrecer signos y milagros en la ciudad, pero mostró
la vida contemplativa cuando se retiraba a la montaña y pasaba
la noche dedicado a la oración" (o.c. 134: ivi). A la luz
de este ejemplo del divino Maestro, Isidoro ofrece esta precisa enseñanza
moral: "Por este motivo, el siervo de Dios, imitando a Cristo,
debe dedicarse a la contemplación, sin negarse a la vida activa.
Comportarse de otra manera no sería justo. De hecho, así
como hay que amar a Dios con la contemplación, también
hay que amar al prójimo con la acción. Es imposible, por
tanto, vivir sin una ni otra forma de vida, ni es posible amar si no
se hace la experiencia tanto de una como de otra" (o.c., 135: ivi,
col 91C). Considero que esta
es la síntesis de una vida que busca la contemplación
de Dios, el diálogo con Dios en la oración y en la lectura
de la Sagrada Escritura, así como la acción al servicio
de la comunidad humana y del prójimo. Esta síntesis es
la lección que nos deja el gran obispo de Sevilla a los cristianos
de hoy, llamados a testimoniar a Cristo al inicio del nuevo milenio.
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