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Queridos hermanos
y hermanas:
En
el curso de las catequesis sobre los Padres de la Iglesia, quisiera
hablar hoy de una figura sumamente misteriosa: un teólogo del
siglo VI, cuyo nombre es desconocido, que escribió bajo el pseudónimo
de Dionisio Areopagita. Con este pseudónimo aludía al
pasaje de la Escritura que acabamos de escuchar, es decir, el caso narrado
por san Lucas en el capítulo XVII de los Hechos de los Apóstoles,
donde se narra que Pablo predicó en Atenas, en el Areópago,
dirigiéndose a una élite del mundo intelectual griego,
pero al final la mayor parte de los que le escuchaban no se mostró
interesada, y se alejó ridiculizándole; sin embargo, unos
cuantos, pocos, según nos dice san Lucas, se acercaron a Pablo
abriéndose a la fe. El evangelista nos revela dos nombres: Dionisio,
miembro del Areópago, y una mujer llamada Damaris.
Si
el autor de estos libros escogió cinco siglos después
el pseudónimo de Dionisio Areopagita, quiere decir que tenía
la intención de poner la sabiduría griega al servicio
del Evangelio, promover el encuentro entre la cultura y la inteligencia
griega con el anuncio de Cristo; quería hacer lo que pretendía
aquel Dionisio, es decir, que el pensamiento griego se encontrara con
el anuncio de san Pablo, siendo griego, quería ser discípulo
de san Pablo y de este modo discípulo de Cristo.
¿Por
qué escondió su nombre y escogió este pseudónimo?
Una parte de la respuesta ya se ha dado: quería expresar esta
intención fundamental de su pensamiento. Pero hay dos hipótesis
sobre este anonimato y sobre su pseudónimo. Según la primer,
se trataba de una falsificación, a través de la cual,
fechando sus obras en el primer siglo, en tiempos de san Pablo, quería
dar a su producción literaria una autoridad casi apostólica.
Pero hay una hipótesis mejor que ésta --que me parece
poco creíble--: quería hacer un acto de humildad. No quería
dar gloria a su nombre, no quería erigir un monumento a sí
mismo con sus obras, sino realmente servir al Evangelio, crear una teología
eclesial, no individual, basada en sí mismo. En realidad logró
elaborar una teología que ciertamente podemos fechar en el siglo
VI, pero no la podemos atribuir a una de las figuras de esa época:
es una teología un poco "desindividualizada", es decir,
una teología que expresa un pensamiento y un lenguaje común.
Eran tiempos de acérrimas polémicas tras el Concilio de
Calcedonia; él, por el contrario, en su Séptima Epístola,
dice: «No quisiera hacer polémica; hablo simplemente de
la verdad, busco la verdad». Y la luz de la verdad por sí
misma hace que caigan los errores y que resplandezca lo que es bueno.
Y con este principio purificó el pensamiento griego y lo puso
en relación con el Evangelio. Este principio, que él afirma
en su séptima carta, es también expresión de un
verdadero espíritu de diálogo: no se trata de buscar las
cosas que separan, hay que buscar la verdad en la Verdad misma; esta,
después, resplandece, y hace que caigan los errores.
Por
tanto, a pesar de que la teología de este autor es, por así
decir «supra-personal», realmente eclesial, podemos enmarcarla
en el siglo VI. ¿Por qué? El espíritu griego, que
puso al servicio del Evangelio, lo encontró en los libros de
un cierto Prócolo, fallecido en el año 485 en Atenas:
este autor pertenecía platonismo tardío, una corriente
de pensamiento que había transformado la filosofía de
Platón en una especie de religión, cuyo objetivo al final
consistía en crear una gran apología del politeísmo
griego y volver, tras el éxito del cristianismo, a la antigua
religión griega. Quería demostrar que, en realidad, las
divinidades eran las fuerzas del cosmos. La consecuencia era que debería
considerarse como más verdadero el politeísmo que el monoteísmo,
con un solo Dios creador. Prócolo presentaba un gran sistema
cósmico de divinidades, de fuerzas misteriosas, según
el cual, en este cosmos deificado, el hombre podía encontrar
acceso a la divinidad. Ahora bien, hacía una distinción
entre las sendas de los sencillos --los que no eran capaces de elevarse
a las cumbres de la verdad, para quienes ciertos ritos podían
ser suficientes--, de los caminos de los sabios, que por el contrario
debían purificarse para llegar a la luz pura.
Como
se puede ver, este pensamiento es profundamente anticristiano. Es una
reacción tardía contra la victoria del cristianismo. Un
manejo anticristiano de Platón, mientras ya tenía lugar
una lectura cristiana del gran filósofo. Es interesante que el
Pseudo-Dionisio se haya atrevido a servirse precisamente de este pensamiento
para mostrar la verdad de Cristo; transformar este universo politeísta
en un cosmos creado por Dios, en la armonía del cosmos de Dios,
donde todas as fuerzas son alabanza de Dios, y mostrar esta gran armonía,
esta sinfonía del cosmos que va desde los serafines a los ángeles
y arcángeles, hasta el hombre y a todas las criaturas, que juntas
reflejan la belleza de Dios y son alabanza a Dios. Transformaba así
la imagen politeísta en un elogio del Creador y de su criatura.
De este modo, podemos descubrir las características esenciales
de su pensamiento: ante todo, es una alabanza cósmica. Toda la
creación habla de Dios y es un elogio de Dios. Siendo la criatura
una alabanza de Dios, la teología del Pseudo-Dionisio se convierte
en una teología litúrgica: Dios se encuentra sobre todo
alabándolo, no sólo reflexionando; y la liturgia no es
algo construido por nosotros, algo inventado para hacer una experiencia
religiosa durante un cierto período de tiempo; consiste en cantar
con el coro de las criaturas y en entrar en la misma realidad cósmica.
Y así la liturgia, aparentemente sólo eclesiástica,
se hace amplia y grande, nos une con el lenguaje de todas las criaturas.
Dice: no se puede hablar de Dios de manera abstracta; hablar de Dios
es siempre --lo dice con la palabra griega--, un «hymnein»,
un elevar himnos para Dios con el gran canto de las criaturas, que se
refleja y concreta en la alabanza litúrgica.
Sin
embargo, si bien su teología es cósmica, eclesial y litúrgica,
también es profundamente personal. Creo que es la primera gran
teología mística. Es más, la palabra «mística»
adquiere con él un nuevo significado. Hasta esa época
para los cristianos esta palabra era equivalente a la palabra «sacramental»,
es decir, lo que pertenece al «mysterion», sacramento. Con
él, la palabra «mística» se hace más
personal, más íntima: expresa el camino del alma hacia
Dios. Y, ¿cómo es posible encontrar a Dios? Aquí
observamos nuevamente un elemento importante en su diálogo entre
filosofía griega y cristianismo, en particular, la fe bíblica.
Aparentemente lo que dice Platón y lo que dice la gran filosofía
sobre Dios es mucho más elevado, mucho más verdadero;
la Biblia parece bastante «bárbara», simple, precrítica
diríamos hoy; pero él observa que precisamente esto es
necesario para que de este modo podamos comprender que los conceptos
más elevados sobre Dios no llegan nunca hasta su auténtica
grandeza; son siempre impropios.
Estas
imágenes nos hacen comprender, en realidad, que Dios está
por encima de todos los conceptos; en la sencillez de las imágenes,
encontramos más verdad que en los grandes conceptos. El rostro
de Dios es nuestra incapacidad para expresar realmente lo que es. De
este modo habla --lo dice el mismo Pseudo-Dionisio-- de una «teología
negativa». Es más fácil decir lo que no es Dios,
que expresar lo que es realmente. Sólo a través de estas
imágenes podemos adivinar su verdadero rostro y, por otra parte,
este rostro de Dios es muy concreto: es Jesucristo. Y si bien Dionisio
nos muestra, siguiendo a Prócolo, la armonía de los coros
celestes, de manera que parece que todos dependen de todos, es verdad
que nuestro camino hacia Dios queda muy lejos de Él; el Pseudos-Dionisio
demuestra que al final el camino hacia Dios es Dios mismo, el cual se
hace cercano a nosotros en Jesucristo.
De
este modo, una grande y misteriosa teología se hace también
muy concreta, ya sea en la interpretación de la liturgia, ya
sea en la reflexión sobre Jesucristo: con todo ello, Dionisio
Areopagita tuvo una gran influyo en toda la teología medieval,
en toda la teología mística, tanto de Oriente como de
Occidente, fue casi redescubierto en el siglo XIII sobre todo por san
Buenaventura, el gran teólogo franciscano que en esta teología
mística encontró el instrumento conceptual para interpretar
la herencia tan sencilla y profunda de san Francisco: el pobrecillo,
como Dionisio, nos dice que al final el amor ve más que la razón.
Donde está la luz del amor las tinieblas de la razón se
desvanecen; el amor ve, el amor es un ojo y la experiencia nos da mucho
más que la reflexión. Buenaventura vio en san Francisco
lo que significa esta experiencia: es la experiencia de un camino muy
humilde, muy realista, día tras día, es caminar con Cristo,
aceptando su cruz. En esta pobreza y en esta humildad, en la humildad
que se vive también en la eclesialidad, se da una experiencia
de Dios que es más elevada que la que se alcanza a través
de la reflexión: en ella, realmente tocamos el corazón
de Dios.
Hoy
Dionisio Areopagita tiene una nueva actualidad: se presenta como un
gran mediador en el diálogo moderno entre el cristianismo y las
teologías místicas de Asia, cuya característica
está en la convicción de que no se puede decir quién
es Dios; de Él sólo se puede hablar con formas negativas;
de Dios sólo se puede hablar con el «no», y sólo
es posible alcanzarle si se entra en esta experiencia del «no».
Y aquí se ve una cercanía entre el pensamiento del Areopagita
y el de las religiones asiáticas: puede ser hoy un mediador como
lo fue entre el espíritu griego y el Evangelio.
De
este modo, se ve que el diálogo no acepta la superficialidad.
Precisamente cuando uno entra en la profundidad del encuentro con Cristo,
abre también el amplio espacio para el diálogo. Cuando
uno encuentra la luz de la verdad, se da cuenta de que es una luz para
todos; desaparecen las polémicas y es posible entenderse mutuamente
o al menos hablar el uno con el otro, acercarse. El camino del diálogo
consiste precisamente en estar cerca de Dios en Cristo, en la profundidad
del encuentro con Él, en la experiencia de la verdad, que nos
abre a la luz y nos ayuda a salir al encuentro de los demás:
la luz de la verdad, la luz del amor. Al fin y al cabo nos dice: tomad
el camino de la experiencia, de la experiencia humilde de la fe, cada
día. Entonces, el corazón se hace grande y puede ver e
iluminar también la razón para que vea la belleza de Dios.
Pidamos al Señor que nos ayude también hoy a poner al
servicio del Evangelio la sabiduría de nuestro tiempo, descubriendo
de nuevo la belleza de la fe, el encuentro con Dios en Cristo.
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