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Obras
Completas
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Santa
Teresa de Jesús
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Creer
y amar con Benedicto XVI
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Alexia:
alegría y heroísmo en la enfermedad
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Miguel
Angel Monge
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La
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Romano
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La
vida de Jesucristo en la predicacion de Juan Pablo II
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Pedro
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Práctica
del amor a Jesucristo
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San
Alfonso María de Ligorio
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La
escuela del Espiritu Santo
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Jacques
Philippe
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La
Virgen Nuestra Señora (26ª ed.)
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Después
de esta vida (5ª ed.)
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Queridos hermanos
y hermanas,
hemos llegado ya
al corazón de la Semana Santa, cumplimiento del camino cuaresmal.
Mañana entraremos en el Triduo Pascual, los tres días
santos en que la Iglesia conmemora el misterio de la pasión,
muerte y resurrección de Jesús. El Hijo de Dios, después
de haberse hecho hombre en obediencia al Padre, llegando a ser del todo
igual a nosotros, excepto en el pecado (cfr Hb 4,15), aceptó
cumplir hasta el final su voluntad, afrontar por amor a nosotros la
pasión y la cruz, para hacernos partícipes de su resurrección,
para que en Él y por Él podamos vivir para siempre, en
el consuelo y en la paz. Os exhorto por tanto a acoger este misterio
de salvación, a participar intensamente en el Triduo pascual,
culmen de todo el año litúrgico y momento de gracia particular
para cada cristiano; os invito a buscar en estos días el recogimiento
y la oración, para poder acceder más profundamente a esta
fuente de gracia. A propósito de esto, ante las inminentes festividades,
cada cristiano es invitado a celebrar el sacramento de la Reconciliación,
momento de especial adhesión a la muerte y resurrección
de Cristo, para poder participar con mayor fruto en la Santa Pascua.
El Jueves Santo
es el día en el que se hace memoria de la institución
de la Eucaristía y del Sacerdocio ministerial. Por la mañana,
cada comunidad diocesana, reunida en la iglesia catedral en torno al
obispo, celebra la Misa crismal, en la que se bendicen el sacro Crisma,
el Óleo de los catecúmenos y el Óleo de los enfermos.
A partir del Triduo pascual y durante todo el año litúrgico,
estos Óleos serán utilizados para los Sacramentos del
Bautismo, de la Confirmación, de las Ordenaciones sacerdotal
y episcopal y de la Unción de Enfermos; en esto se pone de manifiesto
cómo la salvación, transmitida por los signos sacramentales,
brota precisamente del Misterio pascual de Cristo; de hecho, somos redimidos
con su muerte y resurrección y, mediante los Sacramentos, acudimos
a esa misma fuente salvífica. Durante la Misa crismal, mañana,
tiene lugar la renovación de las promesas sacerdotales. En todo
el mundo, cada sacerdote renueva los compromisos que asumió el
día de la Ordenación, para ser totalmente consagrado a
Cristo en el ejercicio del sagrado ministerio al servicio de los hermanos.
Acompañemos a nuestros sacerdotes con nuestra oración.
En la tarde del
Jueves Santo comienza efectivamente el Triduo Pascual, con la memoria
de la Última Cena, en la que Jesús instituyó el
Memorial de su Pascua, dando cumplimiento al rito pascual judío.
Según la tradición, toda familia judía, reunida
a la mesa en la fiesta de Pascua, come el cordero asado, haciendo memoria
de la liberación de los Israelitas de la esclavitud de Egipto;
así en el cenáculo, consciente de su muerte inminente,
Jesús, verdadero Cordero pascual, se ofrece a si mismo por nuestra
salvación (cfr 1Cor 5,7). Pronunciando la bendición sobre
el pan y el vino, Él anticipa el sacrificio de la cruz y manifiesta
la intención de perpetuar su presencia en medio de los discípulos:
bajo las especies del pan y del vino, Él se hace presente de
modo real con su cuerpo entregado y con su sangre derramada. Durante
la Última Cena, los Apóstoles son constituidos ministros
de este Sacramento de salvación; a ellos Jesús les lava
los pies (cfr Jn 13,1-25), invitándoles a amarse unos a otros
como Él les amó, dando la vida por ellos. Repitiendo este
gesto en la Liturgia, también nosotros somos llamados a dar testimonio
con los hechos de nuestro Redentor.
El Jueves Santo,
finalmente, se cierra con la Adoración eucarística, en
recuerdo de la agonía del Señor en el huerto del Getsemaní.
Dejando el cenáculo, Él se retiró a rezar, solo,
en presencia del Padre. En ese momento de comunión profunda,
los Evangelios narran que Jesús experimentó una gran angustia,
un sufrimiento tal que le hizo sudar sangre (cfr Mt 26,38). Consciente
de su inminente muerte en la cruz, Él siente una gran angustia
y la cercanía de la muerte. En esta situación aparece
también un elemento de gran importancia para toda la Iglesia.
Jesús dice a los suyos: quedaos aquí y vigilad; y este
llamamiento a la vigilancia se refiere de modo preciso a este momento
de angustia, de amenaza, en el que llegará el traidor, pero concierne
a toda la historia de la Iglesia. Es un mensaje permanente para todos
los tiempos, porque la somnolencia de los discípulos no era solo
el problema de aquel momento, sino que es el problema de toda la historia.
La cuestión es en qué consiste esta somnolencia, en qué
consistiría la vigilancia a la que el Señor nos invita.
Diría que la somnolencia de los discípulos a lo largo
de la historia es una cierta insensibilidad del alma hacia el poder
del mal, una insensibilidad hacia todo el mal del mundo. Nosotros no
queremos dejarnos turbar demasiado por estas cosas, queremos olvidarlas:
pensamos que quizás no será tan grave, y olvidamos. Y
no es sólo la insensibilidad hacia el mal, mientras deberíamos
velar para hacer el bien, para luchar por la fuerza del bien. Es insensibilidad
hacia Dios: esta es nuestra verdadera somnolencia; esta insensibilidad
hacia la presencia de Dios que nos hace insensibles también hacia
el mal. No escuchamos a Dios nos molestaría y así
no escuchamos, naturalmente, tampoco la fuerza del mal, y nos quedamos
en el camino de nuestra comodidad. La adoración nocturna del
Jueves Santo, el estar vigilantes con el Señor, debería
ser precisamente el momento de hacernos reflexionar sobre la somnolencia
de los discípulos, de los defensores de Jesús, de los
apóstoles, de nosotros, que no vemos, no queremos ver toda la
fuerza del mal, y que no queremos entrar en su pasión por el
bien, por la presencia de Dios en el mundo, por el amor al prójimo
y a Dios.
Después,
el Señor empieza a rezar. Los tres apóstoles Pedro,
Santiago, Juan duermen, pero alguna vez se despiertan y escuchan
el estribillo de esta oración del Señor: No se haga
mi voluntad, sino la tuya". ¿qué es esta voluntad
mía, qué es esta voluntad tuya, de la que habla el Señor?
Mi voluntad es que no debería morir, que se le ahorre
este cáliz del sufrimiento: es la voluntad humana, de la naturaleza
humana, y Cristo siente, con toda la consciencia de su ser, la vida,
el abismo de la muerte, el terror de la nada, esta amenaza del sufrimiento.
Y Él más que nosotros, que tenemos esta aversión
natural contra la muerte, este miedo natural a la muerte, aún
más que nosotros, siente el abismo del mal. Siente, con la muerte,
también todo el sufrimiento de la humanidad. Siente que todo
esto es el cáliz que tiene que beber, que debe hacerse beber
a sí mismo, aceptar el mal del mundo, todo lo que es terrible,
la aversión contra Dios, todo el pecado. Y podemos comprender
que Jesús, con su alma humana, estuviese aterrorizado ante esta
realidad, que percibe en toda su crueldad: mi voluntad sería
no beber el cáliz, pero mi voluntad está subordinada a
tu voluntad, a la voluntad de Dios, a la voluntad del Padre, que es
también la verdadera voluntad del Hijo. Y así Jesús
transforma, en esta oración, la aversión natural, la aversión
contra el cáliz, contra su misión de morir por nosotros.
Transforma esta voluntad natural suya en voluntad de Dios, en un sí
a la voluntad de Dios. El hombre de por sí está tentado
de oponerse a la voluntad de Dios, de tener la intención de seguir
su propia voluntad, de sentirse libre sólo si es autónomo;
opone su propia autonomía contra la heteronomía de seguir
la voluntad de Dios. Este es todo el drama de la humanidad. Pero en
verdad esta autonomía es errónea y este entrar en la voluntad
de Dios no es una oposición a uno mismo, no es una esclavitud
que violenta mi voluntad, sino que es entrar en la verdad y en el amor,
en el bien. Y Jesús atrae nuestra voluntad, que se opone a la
voluntad de Dios, que busca la autonomía, atrae esta voluntad
nuestra a lo alto, hacia la voluntad de Dios. Este es el drama de nuestra
redención, que Jesús atrae a lo alto nuestra voluntad,
toda nuestra aversión contra la voluntad de Dios y nuestra aversión
contra la muerte y el pecado, y la une con la voluntad del Padre: "No
se haga mi voluntad sino la tuya. En esta transformación
del "no" en "sí", en esta inserción
de la voluntad de la criatura en la voluntad del Padre, Él transforma
la humanidad y nos redime. Y nos invita a entrar en este movimiento
suyo: salir de nuestro "no" y entrar en el "sí"
del Hijo. Mi voluntad existe, pero la decisiva es la voluntad del Padre,
porque ésta es la verdad y el amor.
Un ulterior elemento
de esta oración me parece importante. Los tres testigos han conservado
como aparece en la Sagrada Escritura la palabra hebrea
o aramea con la que el Señor habló al Padre, le llamó:
"Abbà", padre. Pero esta fórmula, "Abbà",
es una forma familiar del término padre, una forma que se usa
sólo en la familia, que nunca se ha usado hacia Dios. Aquí
vemos en la intimidad de Jesús cómo habla en familia,
habla verdaderamente como Hijo con su Padre. Vemos el misterio trinitario:
el Hijo que habla con el Padre y redime a la humanidad.
Una observación
más. La Carta a los Hebreos nos dio una profunda interpretación
de esta oración del Señor, de este drama del Getsemaní.
Dice: estas lágrimas de Jesús, esta oración, estos
gritos de Jesús, esta angustia, todo esto no es sencillamente
una concesión a la debilidad de la carne, como podría
decirse. Precisamente así realiza la tarea del Sumo Sacerdote,
porque el Sumo Sacerdote debe llevar al ser humano, con todos sus problemas
y sufrimientos, a la altura de Dios. Y la Carta a los Hebreos dice:
con todos estos gritos, lágrimas, sufrimientos, oraciones, el
Señor llevó nuestra realidad a Dios (cfr Eb5,7ss). Y usa
esta palabra griega "prosferein", que es el término
técnico para lo que el Sumo Sacerdote tiene que hacer para ofrecer,
para elevar a lo alto sus manos.
Precisamente en
este drama del Getsemaní, donde parece que la fuerza de Dios
ya no está presente, Jesús realiza la función del
Sumo Sacerdote. Y dice además que en este acto de obediencia,
es decir, de conformación de la voluntad natural humana a la
voluntad de Dios, se perfecciona como sacerdote. Y usa de nuevo la palabra
técnica para ordenar sacerdote. Precisamente así se convierte
en el Sumo Sacerdote de la humanidad y abre así el cielo y la
puerta a la resurrección.
Si reflexionamos
en este drama del Getsemaní, podemos también ver el gran
contraste entre Jesús, con su angustia, con su sufrimiento, en
comparación con el gran filósofo Sócrates, que
permanece pacífico, imperturbable ante la muerte. Y parece esto
lo ideal. Podemos admirar a este filósofo, pero la misión
de Jesús era otra. Su misión no era esta total indiferencia
y libertad; su misión era llevar en sí mismo todo el sufrimiento,
todo el drama humano. Y por ello precisamente esta humillación
del Getsemaní es esencial para la misión del Hombre-Dios.
Él lleva consigo nuestro sufrimiento, nuestra pobreza, y la transforma
según la voluntad de Dios. Y así abre las puertas del
cielo, abre el cielo: esta cortina del Santísimo, que hasta ahora
el hombre cerraba contra Dios, se abre por este sufrimiento y obediencia
suyas. Estas son algunas observaciones para el Jueves Santo, para nuestra
celebración de la noche del Jueves Santo.
El Viernes Santo
haremos memoria de la pasión y de la muerte del Señor;
adoraremos a Cristo Crucificado, participaremos en sus sufrimientos
con la penitencia y el ayuno. Volviendo la mirada a aquel que
atravesaron (cfr Jn 19,37), podremos beber de su corazón
partido que mana sangre y agua como de una fuente; de ese corazón
del que brota el amor de Dios por cada hombre recibimos su Espíritu.
Acompañemos por tanto también en el Viernes Santo a Jesús
que sube al Calvario, dejémonos guiar por Él hasta la
cruz, recibamos la ofrenda de su cuerpo inmaculado. Finalmente, en la
noche del Sábado Santo, celebraremos la solemne Vigilia Pascual,
en la que se nos anunciará la resurrección de Cristo,
su victoria definitiva sobre la muerte que nos llama a ser en Él
hombres nuevos, Participando en esta santa Vigilia, la Noche central
de todo el Año Litúrgico, haremos memoria de nuestro Bautismo,
en el cual también nosotros fuimos sepultados con Cristo, para
poder con Él resucitar y participar en el banquete del cielo
(cfr Ap 19,7-9).
Queridos amigos,
hemos intentado comprender el estado de ánimo con el que Jesús
vivió el momento de la prueba extrema, para captar lo que orientaba
su actuación. El criterio que guió cada elección
de Jesús durante toda su vida fue la firme voluntad de amar al
Padre, de ser uno con el Padre, y de serle fiel; esta decisión
de corresponder a su amor le impulsó a abrazar, en toda circunstancia,
el proyecto del Padre, hacer suyo el designio de amor que le fue confiado
de recapitular todas las cosas en Él, para reconducir todo a
Él. Al revivir el Santo Triduo, dispongámonos a acoger
también nosotros en nuestra vida la voluntad de Dios, conscientes
de que en la voluntad de Dios, aunque parece dura, en contraste con
nuestras intenciones, se encuentra nuestro verdadero bien, el camino
de la vida. Que la Virgen Madre nos guíe en este itinerario,
y nos obtenga de su Hijo divino la gracia de poder emplear nuestra vida
por amor a Jesús, al servicio de los hermanos. Gracias.
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