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Teresa de Jesús
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Alexia:
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La
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Pedro
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Práctica
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San
Alfonso María de Ligorio
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La
escuela del Espiritu Santo
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Jacques
Philippe
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La
Virgen Nuestra Señora (26ª ed.)
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Después
de esta vida (5ª ed.)
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Queridos hermanos
y hermanas,
"Dieu est
le Dieu du coeur humain" [Dios es el Dios del corazón humano]
(Tratado del Amor de Dios, I, XV): con estas palabras aparentemente
sencillas cogemos la esencia de la espiritualidad de un gran maestro,
del que quisiera hablaros hoy, san Francisco de Sales, obispo y doctor
de la Iglesia.
Nacido en 1567
en una región francesa fronteriza, era hijo del Señor
de Boisy, de una antigua y noble familia de Saboya. Vivió a caballo
entre dos siglos, el s. XVI y el XVII, recogió en sí lo
mejor de las enseñanzas y de las conquistas culturales del siglo
que terminaba, reconciliando la herencia del humanismo con la tendencia
hacia el absoluto propia de las corrientes místicas. Su formación
fue muy completa; en París hizo los estudios superiores, dedicándose
también a la teología, y en la universidad de Padua, los
estudios de jurisprudencia, como deseaba su padre, concluyó de
forma brillante, con un doctorado en utroque iure, derecho canónico
y derecho civil. En su armoniosa juventud, reflexionando sobre el pensamiento
de san Agustín y santo Tomás de Aquino, tuvo una profunda
crisis que lo indujo a interrogarse sobre su propia salvación
eterna y sobre la predestinación de Dios con respecto a sí
mismo, sufriendo como drama espiritual verdadero las principales cuestiones
teológicas de su tiempo.
Oraba intensamente,
pero la duda lo atormentó de tal manera que durante varias semanas
casi ni comió ni bebió. Al final de la prueba, fue a la
iglesia de los Dominicanos en París, y abriendo su corazón
rezó de esta manera: Cualquier cosa que suceda, Señor,
tú que tienes todo en tu mano, y cuyos caminos son justicia y
verdad; cualquier cosa que tu hayas decidido para mí...; tú
que eres siempre juez justo y Padre misericordioso, yo te amaré,
Señor [
] te amaré aquí, oh Dios mío,
y esperaré siempre en tu misericordia, y repetiré siempre
tu alabanza... Oh Señor Jesús, tu serás siempre
mi esperanza y mi salvación en la tierra de los vivos(I
Proc. Canon., vol I, art 4).
El veinteañero
Francisco encontró la paz en la realidad radical y liberadora
del amor de Dios: amarlo sin pedir nada a cambio y confiar en el amor
divino; no preguntar más qué hará Dios conmigo:
yo sencillamente lo amo, independientemente de cuanto me da o no me
da. Así encontró la paz y la cuestión de la predestinación
-sobre la que se discutía hacia tiempo- se resolvió, porque
él no buscaba más lo que podía obtener de Dios;
sencillamente lo amaba, se abandonaba a Su bondad. Este fue el secreto
de su vida, que aparecerá en su obra más importante: el
Tratado del amor de Dios.
Venciendo la resistencia
de su padre, Francisco siguió la llamada del Señor y,
el 18 de diciembre de 1593, fue ordenado sacerdote. En 1602 se convirtió
en el obispo de Ginebra, en un periodo en el que la ciudad era el bastión
del Calvinismo, tanto que la sede episcopal se encontraba en exilio
en Annecy. Pastor de una diócesis pobre y atormentada, en una
enclave de montaña del que conocía bien tanto la dureza
como la belleza, escribió: [Dios] me encontré con Él
lleno de dulzura y ternura entre nuestras altas y ásperas montañas,
donde muchas almas sencillas lo amaban y lo adoraban con toda verdad
y sinceridad; el corzo y el rebeco corrían de aquí a allá
entre los hielos espantoso para anunciar su alabanza, (Carta a
la madre de Chantal, octubre de 1606, en Oeuvres, éd. Mackey,
t. XIII, p. 223). Y sin embargo, la influencia de su vida y de su enseñanza
en la Europa de la época fue inmensa. Fue apóstol, predicador,
escritor, hombre de acción y de oración; comprometido
a cumplir los ideales del Concilio de Trento, implicado en la controversia
y en el diálogo con los protestantes, experimentando cada vez
más, más allá del necesario enfrentamiento teológico,
la eficacia de la relación personal y de la caridad; encargado
de misiones diplomáticas a nivel europeo, y de deberes sociales
de mediación y reconciliación. Pero sobre todo, san Francisco
de Sales es un pastor de almas: del encuentro con una mujer joven, la
señora de Charmoisy, se inspirará para escribir uno de
los libros más leídos de la edad moderna, la Introducción
a la vida devota; de su profunda comunión espiritual con una
personalidad de excepción, santa Juana Francisca de Chantal,
nacerá una nueva familia religiosa, la orden de la Visitación,
caracterizada -como quiso el santo- por una consagración total
a Dios vivida en la sencillez y la humildad, en el hacer extraordinariamente
bien las cosas ordinarias: ...quiero que mis Hijas -escribió-
no tengan otro ideal que el de glorificar [Nuestro Señor] con
su humildad (Carta a mons. De Marquemond, junio de 1615). Murió
en 1622, a los cincuenta y cinco años, tras una existencia marcada
por la dureza de los tiempos y por el cansancio apostólico.
La de san Francisco
de Sales fue una vida relativamente breve, pero vivida con gran intensidad.
De la figura de este santo emana una impresión de extraña
plenitud, demostrada con la serenidad de su búsqueda intelectual,
también en la riqueza de sus afectos, en la dulzura
de sus enseñanzas que han tenido gran influencia en la conciencia
cristiana. De la palabra humanidad, él ha encarnado
distintas acepciones que, hoy como ayer, este término puede asumir
cultura, cortesía, libertad y ternura, nobleza y solidaridad.
En su aspecto tenía algo de la majestad del paisaje en el que
vivió, conservando también la sencillez y la naturaleza.
Las antiguas palabras y las imágenes con la que se expresaba
se oyen inesperadamente, también el el oído del hombre
actual como una lengua nativa y familiar.
A Filotea, destinataria
ideal de su Introducción a la vida devota (1607), Francisco de
Sales dirige una invitación que podía parecer, en la época,
revolucionario. Es la invitación a ser completamente de Dios,
viviendo en plenitud la presencia en el mundo y los deberes del propio
estado Mi intención es la de instruir a aquellos que viven
en la ciudad, en estado civil, en el tribunal [
] . (Prefacio
a la Introducción de la vida devota). El Documento con
el que el Papa León XIII, más de dos siglos después,
lo proclamó Doctor de la Iglesia insistirá en esta ampliación
de la llamada a la perfección, a la santidad. En él escribió:
[la verdadera piedad] penetra hasta el trono de los reyes, en
la tienda de los jefes de los ejércitos, en el tribunal de los
jueces, en las oficinas, en las tiendas e incluso en las cabañas
de los pastores [
] (Breve Dives in misericordia, 16 noviembre
de1877). Nacía así la llamada a los laicos, ese cuidado
por la consagración de las cosas temporales y por la santificación
de lo cotidiano sobre la que insistirán el Concilio Vaticano
II y la espiritualidad de nuestro tiempo. Se manifestaba el ideal de
una humanidad reconciliada, en la sintonía entre acción
en el mundo y oración, entre condición secular y búsqueda
de la perfección, con la ayuda de la Gracia de Dios que empapa
lo humano y, sin destruirlo, lo purifica, alzándolo a las alturas
divinas. A Teorimo, el cristiano adulto, espiritualmente maduro, al
que dirigirá algunos años más tarde su Tratado
del amor de Dios (1616), san Francisco de Sales ofrece una lección
más compleja. Esta supone, el inicio, una precisa visión
del ser humano, una antropología: la razón
del hombre, incluso el alma razonable, es vista allí
como una arquitectura armónica, un templo articulado en más
espacios, alrededor de un centro, que él llama, junto con los
grandes místicos, cima, punta del espíritu,
o fondo del alma. Es el punto en el que la razón,
recorridas todas las fases, cierra los ojos y el conocimiento
se hace uno con el amor (cfr libro I, cap. XII). Que el amor, en su
dimensión teologal, divina, sea la razón de ser de todas
las cosas, en una escala ascendente que no parece conocer roturas o
abismos, san Francisco de Sales lo ha resumido con una famosa frase:
El hombre es la perfección del universo, el espíritu
es la perfección del hombre, el amor es la del espíritu,
y la caridad es la del amor (ibid., libro X, cap. I).
En un tiempo de
florecimiento místico intenso, el Tratado del amor de Dios es
una verdadera y propia summa, y a la vez una fascinante obra literaria.
Su descripción del itinerario hacia Dios parte del reconocimiento
de la inclinación natural (ibid., libro I, cap. XVI),
inscrita en el corazón del hombre, aunque pecador, de amar a
Dios sobre todas las cosas. Según el modelo de la Sagrada Escritura,
san Francisco de Sales habla de la unión entre Dios y el hombre
desarrollando una serie de imágenes de relaciones interpersonales.
Su Dios es padre y señor, esposo y amigo, tiene características
maternas y de nodriza, es el sol del que la noche es misteriosa revelación.
Un tipo de Dios que atrae hacia sí al hombre con vínculos
de amor, es decir de verdadera libertad: ya que el amor no fuerza
ni tiene esclavos, sino que reduce todas las cosas bajo la propia obediencia
con una fuerza así deliciosa que, si nada es fuerte como el amor,
nada es amable como su fuerza (ibid., libro I, cap. VI). Encontramos
en el Tratado de nuestro Santo, una meditación profunda sobre
la voluntad humana y la descripción de su fluir, pasar, morir,
para vivir (cfr ibid., libro IX, cap. XIII) en el completo abandono
no sólo a la voluntad de Dios, sino que también a lo que
Él le gusta, a su "bon plaisir", a su beneplácito
(cfr ibid., libro IX, cap. I).En la cumbre de la unión con Dios,
además de los secuestros del éxtasis contemplativo, se
coloca ese rebrotar de la caridad concreta, que está atenta a
todas las necesidades de los demás y que el llama éxtasis
de la vida y de las obras (ibid., libro VII, cap. VI).
Se advierte bien,
leyendo el libro sobre el amor de Dios y aún más en las
cartas de dirección y amistad espirituales, que gran conocedor
del corazón humano fue san Francisco de Sales. A santa Juana
de Chantal, a la que escribe: [...] Esta es la regla de nuestra
obediencia que os escribo con letras grandes: HACER TODO POR AMOR, NADA
POR LA FUERZA -AMAR MÁS LA OBEDIENCIA QUE TEMER LA DESOBEDIENCIA.
Os dejo el espíritu de libertad, no el que excluye la obediencia,
que esta es la libertad del mundo, sino la que excluye la violencia,
el ansia y el escrúpulo (Carta del 14 de octubre de 1604).
No por nada, en el origen de muchas vías de la pedagogía
y de la espiritualidad de nuestro tiempo encontramos las huellas de
este maestro, sin el cual no hubieran existido san Juan Bosco ni la
heroica pequeña vía de santa Teresa de Lisieux.
Queridos hermanos
y hermanas, en un tiempo como el nuestro que busca la libertad, también
con violencia e inquietud, no se debe perder la actualidad de este gran
maestro de espiritualidad y de paz, que consigna a sus discípulos
el espíritu de libertad, la verdadera, como culmen
de una enseñanza fascinante y completa sobre la realidad del
amor. San Francisco de Sales es un testimonio ejemplar del humanismo
cristiano, con su estilo familiar, con parábolas que tienen a
menudo batir de alas de la poesía, recuerda que el hombre lleva
inscrito en lo más profundo de su ser la nostalgia de Dios y
que sólo en Él se encuentra la verdadera alegría
y su realización más plena.
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