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San
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La
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Jacques
Philippe
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La
Virgen Nuestra Señora (26ª ed.)
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Después
de esta vida (5ª ed.)
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Queridos hermanos
y hermanas
hoy quisiera hablaros
de una de las mujeres de la Edad Media que suscitó mayor admiración;
se trata de santa Isabel de Hungría, llamada también Isabel
de Turingia. Nació en 1207 en Hungría. Los historiadores
discuten dónde. Su padre era Andrés II, rico y poderoso
rey de Hungría, el cual, para reforzar sus vínculos políticos,
se había casado con la condesa alemana Gertrudis de Andechs-Merania,
hermana de santa Eduvigis, la cual era esposa del duque de Silesia.
Isabel vivió en la Corte húngara sólo los primeros
cuatro años de su infancia, junto a una hermana y tres hermanos.
Le gustaba el juego, la música y la danza; recitaba con fidelidad
sus oraciones y mostraba atención particular hacia los pobres,
a quienes ayudaba con una buena palabra o con un gesto afectuoso.
Su infancia feliz
fue bruscamente interrumpida cuando, desde la lejana Turingia, llegaron
unos caballeros para llevarla a su nueva sede en Alemania central. Según
las costumbres de aquel tiempo, de hecho, su padre había establecido
que Isabel se convirtiera en princesa de Turingia. El landgrave o conde
de aquella región era uno de los soberanos más ricos e
influyentes de Europa a principios del siglo XIII, y su castillo era
centro de magnificencia y de cultura. Pero detrás de las fiestas
y de la gloria aparente se escondían las ambiciones de los príncipes
feudales, a menudo en guerra entre ellos y en conflicto con las autoridades
reales e imperiales. En este contexto, el landgrave Hermann acogió
de buen grado el noviazgo entre su hijo Ludovico y la princesa húngara.
Isabel partió de su patria con una rica dote y un gran séquito,
incluyendo sus doncellas personales, dos de las cuales permanecerán
amigas fieles hasta el final. Son ellas las que han dejado preciosas
informaciones sobre la infancia y sobre la vida de la Santa.
Tras un largo viaje
llegaron a Eisenach, para subir después a la fortaleza de Wartburg,
el macizo castillo sobre la ciudad. Aquí se celebró el
compromiso entre Ludovico e Isabel. En los años sucesivos, mientras
Ludovico aprendía el oficio de caballero, Isabel y sus compañeras
estudiaban alemán, francés, latín, música,
literatura y bordado. A pesar del hecho de que el compromiso se hubiese
decidido por motivos políticos, entre ambos jóvenes nació
un amor sincero, animado por la fe y por el deseo de hacer la voluntad
de Dios. A la edad de 18 años, Ludovico, tras la muerte de su
padre, comenzó a reinar sobre Turingia. Pero Isabel se convirtió
en objeto de silenciosas críticas, porque su modo de comportarse
no correspondía a la vida de la corte. Así también
la celebración del matrimonio no fue fastuosa, y los gastos del
banquete fueron devueltos en parte a los pobres. En su profunda sensibilidad
Isabel veía las contradicciones entre la fe profesada y la práctica
cristiana. No soportaba los compromisos. Una vez, entrando en la iglesia
en la fiesta de la Asunción, se quitó la corona, la depositó
ante la cruz y permaneció postrada en el suelo con el rostro
cubierto. Cuando una monja la desaprobó por ese gesto, ella respondió:
¿Cómo puedo yo, criatura miserable, seguir llevando
una corona de dignidad terrena, cuando veo a mu Rey Jesucristo coronado
de espinas?. Como se comportaba ante Dios, de la misma forma se
comportaba con sus súbditos. Entre los Dichos de las cuatro doncellas
encontramos este testimonio: No consumía alimentos si antes
no estaba segura de que procedieran de las propiedades y de los bienes
legítimos de su marido. Mientras se abstenía de los bienes
procurados ilícitamente, se preocupaba también por resarcir
a aquellos que hubiesen sufrido violencia (nn. 25 y 37). Un verdadero
ejemplo para todos aquellos que desempeñan cargos: el ejercicio
de la autoridad, a todo nivel, debe vivirse como servicio a la justicia
y a la caridad, en la búsqueda constante del bien común.
Isabel practicaba
asiduamente las obras de misericordia: daba de beber y de comer a quien
llamaba a su puerta, procuraba vestidos, pagaba las deudas, cuidaba
enfermos y sepultaba a los muertos. Bajando de su castillo, se dirigía
a menudo con sus doncellas a las casas de los pobres, llevando pan,
carne, harina y otros alimentos. Entregaba los alimentos personalmente
y controlaba con atención los vestidos y los lechos de los pobres.
Este comportamiento fue referido a su marido, el cual no sólo
no se disgustó, sino que respondió a sus acusadores: ¡Mientras
que no venga el castillo, estoy contento!. En este contexto se
coloca el milagro de pan transformado en rosas: mientras Isabel iba
por la calle con su delantal lleno de pan para los pobres, se encontró
con el marido, que le preguntó qué estaba llevando. Ella
abrió el delantal y, en lugar del pan, aparecieron magníficas
rosas. Este símbolo de caridad está presente muchas veces
en las representaciones de santa Isabel.
El suyo fue un
matrimonio profundamente feliz: Isabel ayudaba a su esposo a elevar
sus cualidades humanas a nivel sobrenatural, y él, a cambio,
protegía a su mujer en su generosidad hacia los pobres y en sus
prácticas religiosas. Cada vez más admirado por la gran
fe de su esposa, Ludovico, refiriéndose a su atención
hacia los pobres, le dijo: Querida Isabel, es a Cristo a quien
has lavado, alimentado y cuidado. Un claro testimonio de cómo
la fe y el amor hacia Dios y hacia el prójimo refuerzan y hacen
aún más profunda la unión matrimonial.
La joven pareja
encontró apoyo espiritual en los Frailes Menores que, desde 1222,
se difundieron en Turingia. Entre ellos Isabel eligió a fray
Ruggero (Rüdiger) como director espiritual. Cuando él le
narró las circunstancias de la conversión del joven y
rico mercader Francisco de Asís, Isabel se entusiasmó
aún más en su camino de vida cristiana. Desde aquel momento,
se decidió aún más a seguir a Cristo pobre y crucificado,
presente en los pobres. Incluso cuando nació su primer hijo,
seguido de otros dos, nuestra Santa no descuidó nunca sus obras
de caridad. Ayudó además a los Frailes Menores a construir
en Halberstadt un convento, del que fray Ruggero se convirtió
en superior. La dirección espiritual de Isabel pasó, así,
a Conrado de Marburgo.
Una dura prueba
fue el adiós al marido, a finales de junio de 1227, cuando Ludovico
IV se asoció a la cruzada del emperador Federico II, recordando
a su esposa que esa era una tradición para los soberanos de Turingia.
Isabel respondió: No te retendré. Me dí toda
entera a Dios y ahora debo darte también a ti. Sin embargo,
la fiebre diezmó las tropas y Ludovico mismo cayó enfermo
y murió en Otranto, antes de embarcar, en septiembre de 1227,
a la edad de veintisiete años. Isabel, al saber la noticia, tuvo
tal dolor que se retiró en soledad, pero después, fortificada
por la oración y consolada por la esperanza de volver a verle
en el Cielo, volvió a interesarse en los asuntos del reino. La
esperaba, sin embargo, otra prueba: su cuñado usurpó el
gobierno de Turingia, declarándose verdadero heredero de Ludovico
y acusando a Isabel de ser una mujer piadosa incompetente para gobernar.
La joven viuda, con sus tres hijos, fue expulsada del castillo de Wartburg
y se puso a la búsqueda de un lugar donde refugiarse. Solo dos
de sus doncellas permanecieron junto a ella, la acompañaron y
confiaron a los tres niños a los cuidados de amigos de Ludovico.
Peregrinando por los pueblos, Isabel trabajaba allí donde se
la acogía, asistía a los enfermos, hilaba y cosía.
Durante este calvario, soportado con gran fe, con paciencia y dedicación
a Dios, algunos parientes, que le habían permanecido fieles y
consideraban ilegítimo el gobierno de su cuñado, rehabilitaron
su nombre. Así Isabel, a principios de 1228, pudo recibir una
renta apropiada para retirarse al castillo familiar en Marburgo, donde
vivía también su director espiritual fray Conrado. Fue
él quien refirió al papa Gregorio IX el siguiente hecho:
el viernes santo de 1228, puestas las manos sobre el altar en la capilla
de su ciudad Eisenach, donde había acogido a los Frailes Menores,
en presencia de algunos frailes y familiares, Isabel renunció
a su propia voluntad y a todas las vanidades del mundo. Ella quería
renunciar a todas sus posesiones, pero yo la disuadí por amor
a los pobres. Poco después construyó un hospital, recogió
a enfermos e inválidos y sirvió en su propia mesa a los
más miserables y los más abandonados. Habiéndola
yo reñido por estas cosas, Isabel respondió que de los
pobres recibía una especial gracia y humildad (Epistula
magistri Conradi, 14-17).
Podemos ver en
esta afirmación una cierta experiencia mística parecida
a la vivida por san Francisco: el Pobrecillo de Asís declaró,
de hecho, en su testamento que, sirviendo a los leprosos, lo que antes
era amargo se le cambió en dulzura del alma y del cuerpo (Testamentum,
1-3). Isabel transcurrió sus últimos tres años
en el hospital fundado por ella, sirviendo a los enfermos, velando con
los moribundos. Intentaba siempre llevar a cabo los servicios más
humildes y los trabajos repugnantes. Ella se convirtió en lo
que podríamos llamar una mujer consagrada en medio del mundo
(soror in saeculo) y formó, con otras amigas suyas, vestidas
en hábito gris, una comunidad religiosa. No es casualidad que
sea patrona de la Orden Terciaria Regular de san Francisco y de la Orden
Franciscana Seglar.
En noviembre de
1231 fue afectada por fuertes fiebres. Cuando la noticia de su enfermedad
se propagó, muchísima gente acudió a verla. Tras
unos diez días, pidió que se cerraran las puertas, para
quedarse a solas con Dios. En la noche del 17 de noviembre se durmió
dulcemente en el Señor. Los testimonios sobre su santidad fueron
tantos y tales que, sólo cuatro años más tarde,
el papa Gregorio IX la proclamó Santa y, en el mismo año,
se consagró la hermosa iglesia construida en su honor en Marburgo.
Queridos hermanos
y hermanas, en la figura de santa Isabel vemos cómo la fe, la
amistad con Cristo crean el sentido de la justicia, de la igualdad de
todos, de los derechos de los demás y crean el amor, la caridad.
Y de esta caridad nace la esperanza, la certeza de que somos amados
por Cristo y de que el amor de Cristo nos espera y nos hace así
capaces de imitar a Cristo y de ver a Cristo en los demás. Santa
Isabel nos invita a redescubrir a Cristo, a amarlo, a tener fe y así
a encontrar la verdadera justicia y el amor, como también la
alegría de que un día estaremos inmersos en el amor divino,
en el gozo de la eternidad con Dios. Gracias.
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