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La
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Después
de esta vida (5ª ed.)
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Queridos hermanos
y hermanas,
Santa Gertrudis
la Grande, de la que quisiera hablaros hoy, nos lleva también
esta semana al monasterio de Helfta, donde nacieron algunas de las obras
maestras de la literatura religiosa femenina latino-germánica.
A este mundo pertenece Gertrudis, una de las místicas más
famosas, única mujer de Alemania que lleva el apelativo la
Grande, por su estatura cultural y evangélica: con su vida
y su pensamiento incidió de modo singular en la espiritualidad
cristiana. Es una mujer excepcional, dotada de talentos naturales particulares
y de extraordinarios dones de la gracia, de profundísima humildad
y ardiente celo por la salvación del prójimo, de íntima
comunión con Dios en la contemplación y disponibilidad
para socorrer a los necesitados.
En Helfta se compara,
por así decirlo, sistemáticamente con su maestra Matilde
de Hackeborn, de la que hablé en la Audiencia del pasado miércoles;
entra en relación con Matilde de Magdeburgo, otra mística
medieval; crece bajo el cuidado maternal, dulce y exigente de la abadesa
Gertrudis. De estas tres hermanas suyas adquiere tesoros de experiencia
y sabiduría; los elabora en una síntesis propia, recorriendo
su itinerario religioso con confianza ilimitada en el Señor.
Expresa la riqueza de la espiritualidad no sólo en su mundo monástico,
sino también y sobre todo en el mundo bíblico, litúrgico,patrístico
y benedictino, con un sello personalísimo y con gran eficacia
comunicativa.
Nació el
6 de enero de 1256, fiesta de la Epifanía, pero no se sabe nada
de sus padres ni de su lugar de nacimiento. Gertrudis escribe que el
Señor mismo le revela el sentido de este primer desarraigo suyo,
dice que el Señor habría dicho: La elegí
por morada mía porque me complazco de que todo lo que hay de
amable en ella sea obra mía [
]. Precisamente por esta razón
la alejé de todos sus parientes para que nadie la amase por razón
de consanguinidad y yo fuese el único motivo del afecto que la
mueve (Las Revelaciones, I, 16, Siena 1994, p. 76-77).
A la edad de cinco
años, en 1261, entra en el monasterio, como se acostumbraba a
menudo en aquella época, para la formación y el estudio.
Aquí transcurre toda su existencia, de la que ella misma señala
las etapas más significativas. En sus memorias recuerda que el
Señor la preservó con paciencia generosa e infinita misericordia,
olvidando los años de su infancia, adolescencia y juventud, transcurridos
escribe: en una tal ceguera de mente que habría
sido capaz [
] de pensar, decir o hacer sin ningún remordimiento
todo lo que me habría gustado y donde hubiese querido, si tu
no me hubieses preservado, sea con un horror inherente por el mal y
una natural inclinación al bien, sea con la vigilancia externa
de los demás. Me habría comportado como una pagana [
]
y ello aún habiendo querido tu que desde la infancia, desde mi
quinto año de edad, habitara en el santuario bendito de la religión
para ser educada entre tus amigos más devotos (Ibid., II,
23 140s).
Gertrudis fue una
estudiante extraordinaria, aprendió todo lo que se podía
aprender de las ciencias del Trivio y del Cuadrivio; estaba fascinada
por el saber y se dedicó al estudio profano con ardor y tenacidad,
consiguiendo éxitos escolares más allá de toda
expectativa. Si no sabemos nada de sus orígenes, ella cuenta
mucho sobre sus pasiones juveniles: la literatura, la música
y el canto, el arte de la miniatura la cautivan; tiene un carácter
fuerte, decidido, inmediato, impulsivo; a menudo dice que es negligente;
reconoce sus defectos, pide humildemente perdón por ellos. Con
humildad pide consejos y oraciones por su conversión. Hay rasgos
de su temperamento y defectos que la acompañarán hasta
el final, hasta el punto de hacer asombrar a algunas personas, que se
preguntan cómo es posible que el Señor la prefiera tanto.
De estudiante pasó
a consagrarse totalmente a Dios en la vida monástica y durante
veinte años no sucedió nada excepcional: el estudio y
la oración fueron su actividad principal. Por sus dotes sobresale
entre sus hermanas; es tenaz en consolidar su cultura en campos diversos.
Pero, durante el Adviento de 1280, empieza a sentir disgusto de todo
ello, advierte su vanidad y el 27 de enero de 1281, pocos días
antes de la fiesta de la Purificación de la Virgen, hacia la
hora de Completas, el Señor ilumina sus densas tinieblas. Con
suavidad y dulzura calma la turbación que la angustia, turbación
que Gertrudis ve como un mismo don de Dios para abatir esa torre
de vanidad y de curiosidad que, ay de mí, aún llevando
el nombre y el hábito de religiosa, había ido elevando
con mi soberbia, y al menos así encontrar el camino para mostrarme
tu salvación (Ibid., II,1, p. 87). Tiene la visión
de un jovencito que la guía a superar la maraña de espinas
que oprime su alma, tomándola de la mano. En esa mano, Gertrudis
reconoce la preciosa huella de esas llagas que abrogaron todas
las actas de acusación de nuestros enemigos (Ibid., II,1,
p. 89), reconoce a Aquel que sobre la Cruz nos salvó con su sangre,
Jesús.
Desde aquel momento,
su vida de comunión con el Señor se intensifica, sobre
todo en los tiempos litúrgicos más significativos
Adviento-Navidad, Cuaresma-Pascua, fiestas de la Virgen aún
cuando, enferma, no podía dirigirse al coro. Es el mismo humus
litúrgico de Matilde, su maestra, que Gertrudis, sin embargo,
describe con imágenes, símbolos y términos más
simples y lineales, más realistas, con referencias más
directas a la Biblia, a los Padres, al mundo benedictino.
Su biógrafa
indica dos direcciones de la que podríamos definir una particular
conversión suya: en los estudios, con el paso radical
de los estudios humanistas profanos a los teológicos, y en la
observancia monástica, con el paso de la vida que ella define
como negligente a la vida de oración intensa, mística,
con un excepcional ardor misionero. El Señor, que la había
elegido desde el seno materno y que desde pequeña la había
hecho participar en el banquete de la vida monástica, la vuelve
a llamar con su gracia desde las cosas externas a la vida interior,
y desde las ocupaciones terrenas al amor por las cosas espirituales.
Gertrudis comprende que ha estado lejos de Él, en la región
de la disimilitud, como dice san Agustín: de haberse dedicado
con demasiada avidez a los estudios liberales, a la sabiduría
humana, descuidando la ciencia espiritual, privándose del gusto
de la verdadera sabiduría; ahora es conducida al monte de la
contemplación, donde deja al hombre viejo para revestirse del
nuevo. De gramática se convierte en teóloga, con
la lectura incansable y cuidadosa de todos los libros sagrados que podía
tener u obtener, llenaba su corazón de las más útiles
y dulces sentencias de la Sagrada Escritura. Tenía por ello siempre
dispuesta alguna palabra inspirada y de edificación con la que
satisfacer a quien venía a consultarla, y al mismo tiempo los
textos escriturísticos más adecuados para confutar cualquier
opinión errónea y cerrar la boca a sus oponentes
(Ibid., I,1, p. 25).
Gertrudis transforma
todo esto en apostolado: se dedica a escribir y divulgar las verdades
de la fe con claridad y sencillez, gracia y persuasión, sirviendo
con amor y fidelidad a la Iglesia, hasta el punto de que fue útil
y bienvenida para los teólogos y las personas piadosas. De esta
intensa actividad suya nos queda poco, también a causa de las
circunstancias que llevaron a la destrucción del monasterio de
Helfta. Además del Heraldo del divino amor o Las
revelaciones, nos quedan los Ejercicios Espirituales,
una rara joya de la literatura mística espiritual.
En la observancia
religiosa, nuestra santa es una columna firme
], firmísima
propugnadora de la justicia y de la verdad, dice su biógrafa
(Ibid., I, 1, p. 26). Con las palabras y el ejemplo suscita en los demás
gran fervor. A las oraciones y a las penitencias de la regla monástica
añade otras con tal devoción y abandono confiado en Dios,
que suscita en quien la encuentra la conciencia de estar en la presencia
del Señor. Y de hecho Dios mismo le da a entender que la ha llamado
a ser instrumento de su gracia. De este inmenso tesoro divino Gertrudis
se siente indigna, confiesa no haberlo custodiado y valorado. Exclama:
¡Ay de mí! ¡Si Tu me hubieses dado para recuerdo
tuyo, indigna como soy, incluso un solo hilo de estopa, habría
sin embargo debido guardarlo con mayor respeto y reverencia de cuanta
he tenido por estos dones tuyos! (Ibid., II,5, p. 100). Pero,
reconociendo su pobreza y su indignidad, ella se adhiere a la voluntad
de Dios, porque afirma he aprovechado tan poco tus
gracias que no puedo decidirme a creer que me hayan sido concedidas
para mí sola, no pudiendo tu eterna sabiduría ser frustrada
por alguien. Haz, por tanto, o Dador de todo bien, que me has concedido
gratuitamente dones tan inmerecidos, que, leyendo este escrito, el corazón
de al menos uno de tus amigos se conmueva por el pensamiento de que
el celo por las almas te ha inducido a dejar durante tanto tiempo una
gema de valor tan inestimable en medio del fango abominable de mi corazón
(Ibid., II,5, p. 100s).
En particular,
dos favores le fueron más queridos que ningún otro, como
escribe la propia Gertrudis: Los estigmas de tus saludables llagas
que me imprimiste, como preciosas joyas, en el corazón, y la
profunda y saludable herida de amor con que lo marcaste. Tu me inundaste
con estos dones tuyos de tanta alegría que, aunque tuviese que
vivir mil años sin ningún consuelo ni interior ni exterior,
su recuerdo bastaría para reconfortarme, iluminarme, colmarme
de gratitud. Quisiste también introducirme en la inestimable
intimidad de tu amistad, abriéndome de muchas firmas ese sagrario
nobilísimo de tu Divinidad que es tu Corazón divino [
].
A este cúmulo de beneficios añadiste el de darme por Abogada
a la santísima Virgen María Madre Tuya, y de haberme recomendado
a menudo a su afecto como el más fiel de los esposos podría
recomendar a su propia madre su esposa querida (Ibid., II, 23,
p. 145).
Dirigida hacia
la comunión sin fin, concluyó su vida terrena el 17 de
noviembre de 1301 o 1302, a la edad de casi 46 años. En el séptimo
Ejercicio, el de la preparación a la muerte, santa Gertrudis
escribe: Oh, Jesús, tu que me eres inmensamente querido,
estate siempre conmigo, para que mi corazón permanezca contigo
y tu amor persevere conmigo sin posibilidad de división, y mi
tránsito sea bendecido por tí, de modo que mi espíritu,
libre de los lazos de la carne, pueda inmediatamente encontrar reposo
en ti. Amen (Esercizi, Milán 2006, p. 148).
Me parece obvio
que estas no son sólo cosas del pasado, históricas, sino
que la existencia de santa Gertrudis sigue siendo una escuela de vida
cristiana, de recta vía, que nos muestra que el centro de una
vida feliz, de una vida verdadera, es la amistad con Jesús el
Señor. Y esta amistad se aprende en el amor por la Sagrada Escritura,
en el amor por la liturgia, en la fe profunda, en el amor por María,
de forma que se conozca cada vez más realmente a Dios mismo y
así la verdadera felicidad, la meta de nuestra vida. Gracias.
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