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La
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Queridos hermanos
y hermanas,
una de las santas
más amadas es sin duda santa Clara de Asís, vivida en
el siglo XIII, contemporánea de san Francisco. Su testimonio
nos muestra cómo toda la Iglesia es deudora a mujeres valientes
y ricas de fe como ella, capaces de dar un decisivo impulso para la
renovación de la Iglesia.
¿Quién
era por tanto Clara de Asís? Para responder a esta pregunta poseemos
fuentes seguras: no sólo las antiguas biografías, como
la de Tomás de Celano, sino también las Actas del proceso
de canonización promovido por el Papa sólo pocos meses
después de la muerte de Clara, y que contiene los testimonios
de aquellos que vivieron junto a ella durante mucho tiempo.
Nacida en 1193,
Clara pertenecía a una familia aristocrática y rica. Renunció
a la nobleza y a la riqueza para vivir pobre y humilde, adoptando la
forma de vida que Francisco de Asís proponía. Aunque sus
parientes, como sucedía entonces, estaban proyectando un matrimonio
con algún personaje de importancia, Clara, a los 18 años,
con un gesto audaz inspirado por el profundo dese de seguir a Cristo
y por la admiración por Francisco, dejó la casa paterna
y, en compañía de una amiga suya, Bona di Guelfuccio,
alcanzó secretamente a los frailes menores en la pequeña
iglesia de la Porciúncula. Era la tarde del Domingo de Ramos
de 1211. Ante la conmoción general, se realizó un gesto
altamente simbólico: mientras sus compañeros tenían
en la mano antorchas encendidas, Francisco le cortó el cabello
y Clara vistió un basto hábito penitencial. Desde aquel
momento se había convertido en la virgen esposa de Cristo, humilde
y pobre, y se consagraba a Él totalmente. Como Clara y sus compañeras,
innumerables mujeres en el transcurso de la historia han sido fascinadas
por el amor por Cristo que, en la belleza de su Divina Persona, llena
sus corazones. Y la Iglesia entera, por medio de la vocación
nupcial mística de las vírgenes consagradas, muestra lo
que será para siempre: la Esposa bella y pura de Cristo.
En una de las cuatro
cartas que Clara envió a santa Inés de Praga, la hija
del rey de Bohemia, que quiso seguir sus huellas, habla de Cristo, su
amado Esposo, con expresiones nupciales, que pueden sorprender, pero
que conmueven: Amándolo, sois casta, tocándolo,
seréis más pura, dejándoos poseer por él
sois virgen. Su poder es más fuerte, su generosidad más
elevada, su aspecto más bello, el amor más suave y toda
gracia más fina. Ahora estáis estrechada entre sus brazos
por él, que ha adornado vuestro pecho de piedras preciosas...
y os ha coronado con una corona de oro marcada con el signo de la santidad
(Carta primera: FF, 2862).
Sobre todo al principio
de su experiencia religiosa, Clara tuvo en Francisco de Asís
no sólo un maestro cuyas enseñanzas seguir, sino también
un amigo fraterno. La amistad entre estos dos santos constituye un aspecto
muy bello e importante. De hecho, cuando dos almas puras e inflamadas
por el mismo amor por Dios se encuentran, sacan de su amistad recíproca
un estímulo fortísimo para recorrer la vía de la
perfección. La amistad es uno de los sentimientos humanos nobles
y elevados que la Gracia divina purifica y transfigura. Como san Francisco
y santa Clara, también otros santos vivieron una profunda amistad
en el camino hacia la perfección cristiana, como san Francisco
de Sales y santa Juana Francisca de Chantal. Y es precisamente san Francisco
de Sales quien escribe: Es hermoso poder amar en la tierra como
se ama en el cielo, y aprender a quererse en este mundo como haremos
eternamente en el otro. No hablo aquí del simple amor de caridad,
porque éste debemos tenerlo por todos los hombres; hablo de la
amistad espiritual, en el ámbito de la cual, dos, tres o más
personas se intercambian la devoción, los afectos espirituales,
y llegan a ser realmente un solo espíritu (Introducción
a la vida devota III, 19).
Tras haber transcurrido
un periodo de algunos meses en otras comunidades monásticas,
resistiendo a las presiones de sus familiares que al principio no aprobaban
su elección, Clara se estableció con sus primeras compañeras
en la iglesia de san Damián, donde los frailes menores habían
preparado un pequeño convento para ellas. En ese monasterio vivió
durante más de cuarenta años hasta su muerte, que tuvo
lugar en 1253. Nos ha llegado una descripción de primera mano
de cómo vivían estas mujeres en aquellos años,
en los inicios del movimiento franciscano. Se trata del informe lleno
de admiración de un obispo flamenco de visita en Italia, Santiago
de Vitry, el cual afirma haber encontrado un gran número de hombres
y mujeres, de toda clase social, que dejando todo por Cristo,
huían del mundo. Se llamaban frailes menores y hermanas menores
y son tenidos en gran consideración por el señor Papa
y por los cardenales
Las mujeres... moran juntas en diversos hospicios
no lejanos de las ciudades. No reciben nada, sino que viven del trabajo
de sus propias manos. Y les duele y les turba profundamente porque son
honradas más de lo que quisieran, por clérigos y laicos
(Carta de octubre de 1216: FF, 2205.2207).
Santiago de Vitry
había captado con perspicacia un rasgo característico
de la espiritualidad franciscana a la que Clara fue muy sensible: la
radicalidad de la pobreza asociada a la confianza total en la Providencia
divina. Por este motivo, ella actuó con gran determinación,
obteniendo del papa Gregorio IX o, probablemente, ya del papa Inocencio
III, el llamado Privilegium Paupertatis (cfr FF, 3279). En base a éste,
Clara y sus compañeras de san Damián no podían
poseer ninguna propiedad material. Se trataba de una excepción
verdaderamente extraordinaria respecto al derecho canónico vigente
y las autoridades eclesiásticas de aquel tiempo lo concedieron
apreciando los frutos de santidad evangélica que reconocían
en la forma de vivir de Clara y de sus hermanas. Esto demuestra también
que en los siglos medievales, el papel de las mujeres no era secundario,
sino considerable. A propósito de esto, es oportuno recordar
que Clara fue la primera mujer en la historia de la Iglesia que compuso
una Regla escrita, sometida a la aprobación del Papa, para que
el carisma de Francisco de Asís se conservara en todas las comunidades
femeninas que se iban estableciendo en gran número ya en sus
tiempos, y que deseaban inspirarse en el ejemplo de Francisco y de Clara.
En el convento
de san Damián Clara practicó de modo heroico las virtudes
que deberían distinguir a cada cristiano: la humildad, el espíritu
de piedad y de penitencia, la caridad. Aún siendo la superiora,
ella quería servir en primera persona a las hermanas enfermas,
sometiéndose también a tareas humildísimas: la
caridad, de hecho, supera toda resistencia y el que ama realiza todo
sacrificio con alegría. Su fe en la presencia real de la Eucaristía
era tan grande que en dos ocasiones se comprobó un hecho prodigioso.
Solo con la ostensión del Santísimo Sacramento, alejó
a los soldados mercenarios sarracenos, que estaban a punto de agredir
el convento de san Damián y de devastar la ciudad de Asís.
También
estos episodios, como otros milagros, de los que se conservaba memorial,
empujaron al papa Alejandro IV a canonizarla sólo dos años
después de su muerte, en 1255, trazando un elogio de ella en
la Bula de canonización en la que leemos: Cuán vívida
es la fuerza de esta luz y cuán fuerte es la claridad de esta
fuente luminosa. En verdad, esta luz estaba encerrada en el escondite
de la vida claustral, y fuera irradiaba resplandores luminosos; se recogía
en un pequeño monasterio, y fuera se expandía por todo
el vasto mundo. Se custodiaba dentro y se difundía fuera. Clara
de hecho se escondía; pero su vida se revelaba a todos. Clara
callaba, pero su fama gritaba (FF, 3284). Y es precisamente así,
queridos amigos: son los santos los que cambian el mundo a mejor, lo
transforman de forma duradera, inyectándole las energías
que sólo el amor inspirado por el Evangelio puede suscitar. ¡Los
santos son los grandes benefactores de la humanidad!
La espiritualidad
de santa Clara, la síntesis de su propuesta de santidad está
recogida en la cuarta carta a santa Inés de Praga. Santa Clara
utiliza una imagen muy difundida en la Edad Media, de ascendencias patrísticas,
el espejo. E invita a su amiga de Praga a mirarse en ese espejo de perfección
de toda virtud que es el mismo Señor. Escribe: Feliz ciertamente
aquella a la que se le concede gozar de esta sagrada unión, para
adherirse con lo profundo del corazón [a Cristo], a aquel cuya
belleza admiran incesantemente todas las beatas multitudes de los cielos,
cuyo afecto apasiona, cuya contemplación restaura, cuya benignidad
sacia, cuya suavidad colma, cuyo recuerdo resplandece suavemente, a
cuyo perfume los muertos volverán a la vida y cuya visión
gloriosa hará bienaventurados a todos los ciudadanos de la Jerusalén
celeste. Y dado que él es esplendor de la gloria, candor de la
luz eterna y espejo sin mancha, mira cada día este espejo, oh
reina esposa de Jesucristo, y escruta en él continuamente tu
rostro, para que puedas adornarte así toda por dentro y por fuera...
en este espejo resplandecen la bienaventurada pobreza, la santa humildad
y la inefable caridad (Carta cuarta: FF, 2901-2903).
Agradecidos a Dios
que nos da a los santos que hablan a nuestro corazón y nos ofrecen
un ejemplo de vida cristiana a imitar, quisiera concluir con las mismas
palabras de bendición que santa Clara compuso para sus hermanas
y que aún hoy las Clarisas, que llevan a cabo un precioso papel
en la Iglesia con su oración y con su obra, custodian con gran
devoción. Son expresiones de las que surge toda la ternura de
su maternidad espiritual: Os bendigo en mi vida y después
de mi muerte, como puedo y más de cuanto puedo, con todas las
bendiciones con las que el Padre de las misericordias bendice y bendecirá
en el cielo y en la tierra a sus hijos e hijas, y con las cuales un
padre y una espiritual bendice y bendecirá a sus hijos y a sus
hijas espirituales. Amen (FF, 2856).
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