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Obras
Completas
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Santa
Teresa de Jesús
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Creer
y amar con Benedicto XVI
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José
Luis García labrado
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Alexia:
alegría y heroísmo en la enfermedad
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Miguel
Angel Monge
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La
esencia del cristianismo
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Romano
Guardini
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La
vida de Jesucristo en la predicacion de Juan Pablo II
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Pedro
Beteta
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Práctica
del amor a Jesucristo
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San
Alfonso María de Ligorio
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La
escuela del Espiritu Santo
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Jacques
Philippe
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La
Virgen Nuestra Señora (26ª ed.)
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Después
de esta vida (5ª ed.)
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Queridos hermanos
y hermanas,
tras algunas catequesis
sobre el sacerdocio y mis últimos viajes, volvemos hoy a nuestro
tema principal, es decir, a la meditación sobre algunos grandes
pensadores de la Edad Media. Habíamos visto últimamente
la gran figura de san Buenaventura, franciscano, y hoy quisiera hablar
de aquel que la Iglesia llama el Doctor communis: es decir santo Tomás
de Aquino. Mi venerado Predecesor, el Papa Juan Pablo II, en su encíclica
Fides et ratio recordó que santo Tomás ha sido siempre
propuesto por la Iglesia como maestro de pensamiento y modelo del modo
recto de hacer teología (n. 43). No sorprende que, después
de san Agustín, entre los escritores eclesiásticos mencionados
en el Catecismo de la Iglesia Católica, santo Tomás sea
citado más que ningún otro, ¡hasta sesenta y una
veces! Fue llamado también Doctor Angelicus, quizás por
sus virtudes, en particular la sublimidad de su pensamiento y la pureza
de su vida.
Tomás nació
entre 1224 y 1225 en el castillo que su familia, noble y rica, poseía
en Roccasecca, en las cercanías de Aquino, cerca de la célebre
abadía de Montecassino, adonde fue enviado por sus padres para
recibir los primeros elementos de su instrucción. Algún
año después se trasladó a la capital del Reino
de Sicilia, Nápoles, donde Federico II había fundado una
prestigiosa Universidad. En ella se enseñaba, sin las limitaciones
vigentes en otros lugares, el pensamiento del filósofo griego
Aristóteles, al cual el joven Tomás fue introducido, y
cuyo gran valor intuyó en seguida. Pero sobre todo, en aquellos
años transcurridos en Nápoles, nació su vocación
dominica. Tomás fue de hecho atraído por el ideal de la
orden fundada no muchos años antes por santo Domingo. Con todo,
cuando se revistió el hábito dominico, su familia se opuso
a esta elección, y fue obligado a dejar en convento y a transcurrir
algún tiempo en familia.
En 1245, ya mayor
de edad, pudo retomar su camino de respuesta a la llamada de Dios. Fue
enviado a París para estudiar teología bajo la guía
de otro santo, Alberto Magno, sobre el que hablé recientemente.
Alberto y Tomás estrecharon una verdadera y profunda amistad
y aprendieron a estimarse y a apreciarse, hasta el punto que Alberto
quiso que su discípulo le siguiera también a Colonia,
donde él había sido enviado por los superiores de la orden
a fundar un estudio teológico. Tomás mantuvo entonces
contacto con todas las obras de Aristóteles y de sus comentaristas
árabes, que Alberto ilustraba y explicaba.
En aquel periodo,
la cultura del mundo latino estaba profundamente estimulada por el encuentro
con las obras de Aristóteles, que habían estado ignoradas
por mucho tiempo. Se trataba de escritos sobre la naturaleza del conocimiento,
sobre ciencias naturales, sobre metafísica, sobre el alma y sobre
la ética, ricas de informaciones y de intuiciones que parecían
válidas y convincentes. Era toda una visión completa del
mundo llevada a cabo sin y antes de Cristo, con la pura razón,
y parecía imponerse a la razón como "la" visión
misma; era, por tanto, una fascinación increíble para
los jóvenes ver y conocer esta filosofía. Muchos acogieron
con entusiasmo, incluso con entusiasmo acrítico, este enorme
bagaje del saber antiguo, que parecía poder renovar ventajosamente
la cultura, abrir totalmente nuevos horizontes. Otros, sin embargo,
temían que el pensamiento pagano de Aristóteles estuviese
en oposición a la fe cristiana, y rechazaban estudiarlo. Se encontraron
dos culturas: la cultura pre-cristiana de Aristóteles, con su
racionalidad radical, y la cultura clásica cristiana. Ciertos
ambientes eran llevados al rechazo de Aristóteles también
por la presentación que de este filósofo hacían
los comentaristas árabes Avicena y Averroes. De hecho, fueron
éstos los que transmitieron al mundo latino la filosofía
aristotélica. Por ejemplo, estos comentaristas habían
enseñado que los hombres no disponen de una inteligencia personal,
sino que hay un único intelecto universal, una sustancia espiritual
común a todos, que opera en todos como "única":
por tanto, una despersonalización del hombre. Otro punto discutible
transmitido por los comentaristas árabes era aquel según
el cual el mundo es eterno como Dios. Se desencadenaron comprensiblemente
disputas sin fin en el mundo universitario y en el eclesiástico.
La filosofía aristotélica se iba difundiendo incluso entre
la gente sencilla.
Tomás de
Aquino, en la escuela de Alberto Magno, llevó a cabo una operación
de fundamental importancia para la historia de la filosofía y
de la teología, diría que para la historia de la cultura:
estudió a fondo a Aristóteles y a sus intérpretes,
procurándose nuevas traducciones latinas de los textos originales
en griego. Así no se apoyaba ya solo en los comentaristas árabes,
sino que podía leer personalmente los textos originales, y comentó
gran parte de las obras aristotélicas, distinguiendo en ellas
lo que era válido de lo que era dudoso o rechazable del todo,
mostrando la concordancia con los datos de la Revelación cristiana
y utilizando amplia y agudamente el pensamiento aristotélico
en la exposición de los escritos teológicos que compuso.
En definitiva, Tomás de Aquino mostró que entre la fe
cristiana y la razón subsiste una armonía natural. Y esta
es la gran obra de Tomás, que en aquel momento de enfrentamiento
entre dos culturas ese momento en que parecía que la fe
tuviese que rendirse ante la razón mostró que ambas
van juntas, que cuando aparecía la razón incompatible
con la fe, no era razón, y cuanto parecía fe no era fe,
si se oponía a la verdadera racionalidad; así él
creó una nueva síntesis, que formó la cultura de
los siglos sucesivos.
Por sus excelentes
dotes intelectuales, Tomás fue llamado a París como profesor
de teología en la cátedra dominica. Aquí comenzó
también su producción literaria, que prosiguió
hasta su muerte, y que tiene algo de prodigioso: comentarios a la Sagrada
Escritura, porque el profesor de teología era sobre todo intérprete
de la Escritura, comentarios a los escritos de Aristóteles, obras
sistemáticas poderosas, entre las que sobresale la Summa Theologiae,
tratados y discursos sobre diversos argumentos. Para la composición
de sus escritos, era ayudado por algunos secretarios, entre ellos su
hermano Reginaldo de Piperno, que le siguió fielmente y al que
estuvo ligado por una amistad sincera y fraterna, caracterizada por
una gran confianza. Esta es una característica de los santos:
cultivaban la amistad, porque ésta es una de las manifestaciones
más nobles del corazón humano y tiene en sí algo
de divino, como Tomás mismo explicó en algunas quaestiones
de la Summa Theologiae, en la que escribe: La caridad es la amistad
del hombre con Dios principalmente, y con los seres que Le pertenecen"
(II, q. 23, a.1).
No permaneció
durante mucho tiempo y de forma estable en París. En 1259 participó
en el Capítulo General de los Dominicos a Valenciennes, donde
fue miembro de una comisión que estableció el programa
de estudios en la orden. De 1261 a 1265, después, Tomás
estuvo en Orvieto. El Pontífice Urbano IV, que sentía
por él una gran estima, le encargó la composición
de los textos litúrgicos para la fiesta del Corpus Domini, que
celebramos mañana, instituida después del milagro eucarístico
de Bolsena. Tomás tuvo un alma exquisitamente eucarística.
Los bellísimos himnos que la liturgia de la Iglesia canta para
celebrar el misterio de la presencia real del Cuerpo y de la Sangre
del Señor en la Eucaristía se atribuyen a su fe y a su
sabiduría teológica. Entre 1265 y 1268 Tomás residió
en Roma, donde, probablemente, dirigía un Studium, es decir,
una Casa de Estudios de la Orden, y donde comenzó a escribir
su Summa Theologiae (cfr Jean-Pierre Torrell, Tommaso dAquino.
Luomo e il teologo, Casale Monf., 1994, pp. 118-184).
En 1269 fue llamado
de nuevo a París para un segundo ciclo de enseñanzas.
Los estudiantes se comprende estaban entusiasmados con
sus lecciones. Un ex-alumno suyo declaró que una grandísima
multitud de estudiantes seguía los cursos de Tomás, tanto
que las aulas no conseguían contenerles, y añadía,
con una anotación personal, que "escucharle era para él
una felicidad profunda". La interpretación de Aristóteles
dada por Tomás no era aceptada por todos, pero incluso sus adversarios
en el campo académico, como Godofredo de Fontaines, por ejemplo,
admitían que la doctrina de fray Tomás era superior a
otras por su utilidad y valor y servía de corrección a
las de todos los demás doctores. Quizás también
para sustraerle de las vivaces discusiones en curso, los superiores
lo enviaron una vez más a Nápoles, para ponerse a disposición
del rey Carlos I, que quería organizar los estudios universitarios.
Además del
estudio y la enseñanza, Tomás se dedicó también
a la predicación al pueblo. Y también el pueblo iba de
buen grado a escucharle. Diría que es verdaderamente una gracia
grande cuando los teólogos saben hablar con sencillez y fervor
a los fieles. El ministerio de la predicación, por otra parte,
ayuda a los mismos expertos en teología a un sano realismo pastoral,
y enriquece de estímulos vivaces su investigación.
Los últimos
meses de la vida terrena de Tomás permanecen rodeados de una
atmósfera particular, diría misteriosa. En diciembre de
1273 llamó a su amigo y secretario Reginaldo para comunicarle
su decisión de interrumpir todo trabajo, porque durante la celebración
de la Misa había comprendido, a raíz de una revelación
sobrenatural, que cuanto había escrito hasta entonces era solo
un montón de paja". Es un episodio misterioso, que
nos ayuda a comprender no sólo la humildad personal de Tomás,
sino también el hecho de que todo aquello que llegamos a pensar
y a decir sobre la fe, por elevado y puro que sea, es infinitamente
superado por la grandeza y por la belleza de Dios, que nos será
revelada en plenitud en el Paraíso. Algún mes después,
cada vez más absorto en una meditación pensativa, Tomás
murió mientras estaba de viaje hacia Lyon, donde se dirigía
para tomar parte en el Concilio Ecuménico proclamado por el Papa
Gregorio X. Se apagó en la Abadía cisterciense de Fossanova,
tras haber recibido el Viático con sentimientos de gran piedad.
La vida y la enseñanza
de santo Tomás de Aquino se podría resumir en un episodio
recogido por los antiguos biógrafos. Mientras el santo, como
era su costumbre, estaba en oración ante el crucifijo, por la
mañana temprano en la Capilla de san Nicolás en Nápoles,
Domingo de Caserta, el sacristán de la iglesia, sintió
desarrollarse un diálogo. Tomás preguntaba, preocupado,
si cuanto había escrito sobre los misterios de la fe cristiana
era correcto. Y el Crucifijo respondió: Tu has hablado
bien de mí, Tomás. ¿Cuál será tu
recompensa?". Y la respuesta que Tomás dio es la que también
nosotros, amigos y discípulos de Jesús, quisieramos decir
siempre: ¡Nada más que a Ti, Señor!"
(Ibid., p. 320).
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