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Obras
Completas
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Santa
Teresa de Jesús
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Creer
y amar con Benedicto XVI
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Alexia:
alegría y heroísmo en la enfermedad
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Miguel
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La
esencia del cristianismo
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Romano
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La
vida de Jesucristo en la predicacion de Juan Pablo II
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Pedro
Beteta
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Práctica
del amor a Jesucristo
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San
Alfonso María de Ligorio
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La
escuela del Espiritu Santo
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Jacques
Philippe
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La
Virgen Nuestra Señora (26ª ed.)
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Después
de esta vida (5ª ed.)
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Queridos hermanos
y hermanas,
tras haber presentado,
hace dos semanas, la figura de Francisco de Asís, esta mañana
quisiera hablar de otro santo perteneciente a la primera generación
de los Frailes Menores: Antonio de Padua o, como también se le
llama, de Lisboa, refiriéndose a su ciudad natal. Se trata de
uno de los santos más populares en toda la Iglesia católica,
venerado no solo en Padua, donde se erigió una espléndida
Basílica que recoge sus despojos mortales, sino en todo el mundo.
Son queridas a los fieles las imágenes y las estatuas que le
representan con el lirio, símbolo de su pureza, o con el Niño
Jesús entre los brazos, en recuerdo de una aparición milagrosa
mencionada por algunas fuentes literarias.
Antonio contribuyó
de modo significativo al desarrollo de la espiritualidad franciscana,
con sus marcadas dotes de inteligencia, de equilibrio, de celo apostólico
y, principalmente, de fervor místico.
Nació en
Lisboa de una familia noble, en torno al 1195, y fue bautizado con el
nombre de Fernando. Entró entre los canónigos que seguían
la regla monástica de san Agustín, primero en el monasterio
de San Vicente en Lisboa, y sucesivamente, en el de la Santa Cruz en
Coimbra, renombrado centro cultural de Portugal. Se dedicó con
interés y solicitud al estudio de la Biblia y de los Padres de
la Iglesia, adquiriendo aquella ciencia teológica que puso a
fructificar en las actividades de la enseñanza y la predicación.
En Coimbra tuvo lugar el episodio que marcó un cambio decisivo
en su vida: aquí, en 1220 fueron expuestas las reliquias de los
primeros cinco misioneros franciscanos que se habían dirigido
a Marruecos, donde encontraron el martirio. Su caso hizo nacer en el
joven Fernando el deseo de imitarles y de avanzar en el camino de la
perfección cristiana: pidió entonces dejar los canónigos
agustinos y convertirse en Fraile Menor. Su petición fue acogida
y, tomando el nombre de Antonio, también él partió
hacia Marruecos, pero la Providencia divina dispuso de otra manera.
A consecuencia de una enfermedad, se vio obligado a volver a Italia
y, en 1221, participó en el famoso "Capítulo de las
esteras" en Asís, donde encontró también a
san Francisco. Sucesivamente, vivió por algún tiempo escondido
totalmente en un convento cerca de Forlí, en el norte de Italia,
donde el Señor le llamó a otra misión. Invitado,
por circunstancias totalmente casuales, a predicar con ocasión
de una ordenación sacerdotal, mostró estar dotado de tal
ciencia y elocuencia, que los Superiores lo destinaron a la predicación.
Comenzó así en Italia y en Francia una actividad apostólica
tan intensa y eficaz que indujo a no pocas personas que se habían
separado de la Iglesia a volver sobre sus propios pasos. Estuvo también
entre los primeros maestros de teología de los Frailes Menores,
si no incluso el primero. Comenzó su enseñanza en Bolonia,
con la bendición de Francisco, el cual, reconociendo las virtudes
de Antonio, le envió una breve carta con estas palabras: Me
gustaría que enseñases teología a los frailes.
Antonio puso las bases de la teología franciscana que, cultivada
por otras insignes figuras de pensadores, habría conocido su
cenit con san Buenaventura de Bagnoregio y el beato Duns Scoto.
Convertido en superior
provincial de los Frailes Menores de Italia septentrional, continuó
con el ministerio de la predicación, alternándolo con
las tareas de gobierno. Concluido el mandato de Provincial, se retiró
cerca de Padua, donde ya había estado otras veces. Tras apenas
un año, murió en las puertas de la Ciudad, el 13 de junio
de 1231. Padua, que lo había acogido con afecto y veneración
en vida, le tributó por siempre honor y devoción. El mismo
Papa Gregorio IX, que tras haberle escuchado predicar le había
definido "Arca del Testamento", lo canonizó en 1232,
también a raíz de los milagros sucedidos por su intercesión.
En el último
periodo de su vida, Antonio puso por escrito dos ciclos de Sermones,
titulados respectivamente "Sermones dominicales" y "Sermones
sobre los Santos", destinados a los predicadores y a los profesores
de estudios teológicos de la Ordena franciscana. En ellos comenta
los textos de la Sagrada Escritura presentados por la Liturgia, utilizando
la interpretación patrístico-medieval de los cuatro sentidos,
el literal o histórico, el alegórico o cristológico,
el tropológico o moral, y el anagógico, que orienta hacia
la vida eterna. Se trata de textos teológico-homiléticos,
que recogen la predicación viva, en la que ¡Antonio propone
un verdadero y propio itinerario de vida cristiana. Es tanta la riqueza
de enseñanzas espirituales contenida en los Sermones,
que el Venerable Papa Pío XII, en 1946, proclamó a Antonio
Doctor de la Iglesia, atribuyéndole el título de Doctor
evangélico", porque de estos escritos surge la frescura
y la belleza del Evangelio; aún hoy los podemos leer con gran
provecho espiritual.
En ellos, él
habla de la oración como de una relación de amor, que
empuja al hombre a conversar dulcemente con el Señor, creando
una alegría inefable, que suavemente envuelve el alma en oración.
Antonio nos recuerda que la oración necesita una atmósfera
de silencio, que no coincide con el alejamiento del ruido externo, sino
que es experiencia interior, que mira a quitar las distracciones provocadas
por las preocupaciones del alma. Según la enseñanza de
este insigne Doctor franciscano, la oración se compone de cuatro
actitudes indispensables, que, en el latín de Antonio, se definen:
obsecratio, oratio, postulatio, gratiarum actio. Podríamos traducirlas
así: abrir confiadamente el propio corazón a Dios, conversar
afectuosamente con Él, presentarle las propias necesidades, alabarlo
y darle gracias.
En esta enseñanza
de san Antonio sobre la oración advertimos uno de los rasgos
específicos de la teología franciscana, del que él
fue el iniciador, es decir, el papel asignado al amor divino, que entra
en la esfera de los afectos, de la voluntad, del corazón, y que
es también la fuente de donde brota un conocimiento espiritual,
que sobrepasa todo conocimiento.
Escribe Antonio:
"La caridad es el alma de la fe, la hace viva; sin el amor, la
fe muere (Sermones Dominicales et Festivi II, Messaggero, Padova
1979, p. 37).
Sólo un
alma que reza puede realizar progresos en la vida espiritual: este es
el objeto privilegiado de la predicación de san Antonio. Él
conoce bien los defectos de la naturaleza humana, la tendencia a caer
en el pecado, por eso exhorta continuamente a combatir la inclinación
a la codicia, al orgullo, a la impureza, y a practicar las virtudes
de la pobreza y de la generosidad, de la humildad y de la obediencia,
de la castidad y de la pureza. A principios del siglo XIII, en el contexto
del renacimiento de las ciudades y del florecimiento del comercio, crecía
el número de personas insensibles a las necesidades de los pobres.
Por este motivo, Antonio invita muchas veces a los fieles a pensar en
la verdadera riqueza, la del corazón, que haciéndoles
buenos y misericordiosos, les hace acumular tesoros para el Cielo. "Oh
ricos les exhorta haceos amigos ... los pobres, acogedles
en vuestras casas: serán después ellos quienes os acojan
en los eternos tabernáculos, donde está la belleza de
la paz, la confianza de la seguridad, y la opulenta quietud de la saciedad
eterna (Ibid., p. 29).
¿No es quizás
esta, queridos amigos, una enseñanza muy importante también
hoy, cuando la crisis financiera y los graves desequilibrios económicos
empobrecen a no pocas personas y crean condiciones de miseria? En mi
Encíclica Caritas in veritate recuerdo: "La economía
necesita de la ética para su correcto funcionamiento, no de una
ética cualquiera, sino de una ética amiga de la persona
(n. 45).
Antonio, en la
escuela de Francisco, pone siempre a Cristo en el centro de la vida
y del pensamiento, de la acción y de la predicación. Este
es otro rasgo típico de la teología franciscana: el cristocentrismo.
De buen grado esta contempla, e invita a contemplar, los misterios del
humanidad del Señor, de modo particular, el de la Navidad, que
le suscitan sentimientos de amor y de gratitud hacia la bondad divina.
También
la visión del Crucificado le inspira pensamientos de reconocimiento
hacia Dios y de estima por la dignidad de la persona humana, de forma
que todos, creyentes y no creyentes, puedan encontrar un significado
que enriquece la vida. Escribe Antonio: "Cristo, que es tu vida,
está colgado ante ti, porque tú miras a la cruz como en
un espejo. Allí podrás conocer cuán mortales fueron
tus heridas, que ninguna medicina habría podido curar, si no
la de la sangre del Hijo de Dios. Si miras bien, podrás darte
cuenta de cuán grandes son tu dignidad humana y tu valor... En
ningún otro lugar el hombre puede darse cuenta mejor de cuánto
vale, que mirándose en el espejo de la cruz (Sermones Dominicales
et Festivi III, pp. 213-214).
Queridos amigos,
que Antonio de Padua, tan venerado por los fieles, interceda por la
Iglesia entera, y sobre todo por aquellos que se dedican a la predicación.
Que estos, tomando inspiración de su ejemplo, procuren unir la
doctrina sana y sólida, la piedad sincera y fervorosa, la incisividad
de la comunicación. En este año sacerdotal, oremos para
que los sacerdotes y los diáconos lleven a cabo con solicitud
este ministerio de anuncio y actualización de la Palabra de Dios
a los fieles, sobre todo a través de las homilías litúrgicas.
Que éstas sean una presentación eficaz de la eterna belleza
de Cristo, precisamente como recomendaba san Antonio: Si predicas
a Jesús, él ablanda los corazones duros; si le invocas,
endulza las amargas tentaciones: si piensas en él, te ilumina
el corazón; si le lees, te sacia la mente (Sermones Dominicales
et Festivi III, p. 59).
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