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Obras
Completas
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Santa
Teresa de Jesús
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Creer
y amar con Benedicto XVI
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José
Luis García labrado
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Alexia:
alegría y heroísmo en la enfermedad
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Miguel
Angel Monge
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La
esencia del cristianismo
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Romano
Guardini
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La
vida de Jesucristo en la predicacion de Juan Pablo II
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Pedro
Beteta
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Práctica
del amor a Jesucristo
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San
Alfonso María de Ligorio
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La
escuela del Espiritu Santo
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Jacques
Philippe
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La
Virgen Nuestra Señora (26ª ed.)
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Después
de esta vida (5ª ed.)
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Queridos hermanos
y hermanas,
al inicio del nuevo
año miramos la historia del Cristianismo, para ver cómo
se desarrolla una historia y cómo puede ser renovada. En ella
podemos ver que son los santos, guiados por la luz de Dios, los auténticos
reformadores de la vida de la Iglesia y de la sociedad. Maestros con
la palabra y testigos con el ejemplo, saben promover una renovación
eclesial estable y profunda, porque ellos mismos son profundamente renovados,
están en contacto con la verdadera novedad: la presencia de Dios
en el mundo. Esta consoladora realidad, o sea, que en cada generación
nazcan santos y traigan la creatividad de la renovación, acompaña
constantemente la historia de la Iglesia en medio de las tristezas y
de los aspectos negativos de su camino. Vemos, de hecho, siglo a siglo,
nacer también las fuerzas de la reforma y de la renovación,
porque la novedad de Dios es inexorable y da siempre nueva fuerza para
seguir adelante. Así sucedió también en el siglo
trece, con el nacimiento y el extraordinario desarrollo de las Órdenes
Mendicantes: un modelo de gran renovación en una nueva época
histórica. Éstos fueron llamados así por su característica
de mendigar, es decir, de recurrir humildemente al apoyo
económico de la gente para vivir el voto de pobreza y llevar
a cabo su propia misión evangelizadora. De las Órdenes
Mendicantes que surgieron en ese periodo, los más conocidos y
más importantes son los Frailes Menores y los Frailes Predicadores,
conocidos como Franciscanos y Dominicos. Se les llama así por
el nombre de sus fundadores, Francisco de Asís y Domingo de Guzmán
respectivamente. Estos dos grandes santos tuvieron la capacidad de leer
con inteligencia los signos de los tiempos, intuyendo los
desafíos que debía afrontar la Iglesia de su tiempo.
Un primer desafío
estaba representado por la expansión de varios grupos y movimientos
de fieles que, aun inspirados por un legítimo deseo de una auténtica
vida cristiana, se ponían a menudo fuera de la comunión
eclesial. Estaban en profunda oposición a la Iglesia rica y hermosa
que se había desarrollado precisamente con el florecimiento del
monaquismo. En recientes catequesis e detuve sobre la comunidad monástica
de Cluny, que había atraído a jóvenes, y por tanto
fuerzas vitales, como también bienes y riquezas. Se había
desarrollado así, lógicamente, en un primer momento, una
Iglesia rica en propiedades y también inmóvil. Contra
esta Iglesia se contrapuso la idea de que Cristo vino a la tierra pobre
y que la verdadera Iglesia debería ser precisamente la Iglesia
de los pobres; el deseo de una verdadera autenticidad cristiana se opuso
así a la realidad de la Igelsia empírica. Se trata de
los llamados movimientos pauperísticos de la Edad Media. Éstos
rechazaban ásperamente el modo de vivir de los sacerdotes y de
los monjes de aquel tiempo, acusados de haber traicionado el Evangelio
y de no practicar la pobreza como los primeros cristianos, y estos movimientos
contrapusieron al ministerio de los obispos una auténtica jerarquía
paralela. Además, para justificar sus propias elecciones,
difundieron doctrinas incompatibles con la fe católica. Por ejemplo,
el movimiento de los cátaros o albigenses volvió a proponer
antiguas herejías, como la devaluación y el desprecio
del mundo material la oposición contra la riqueza se convierte
velozmente en oposición contra la realidad material en cuanto
tal la negación de la libre voluntad, y después
el dualismo, la existencia de un segundo principio del mal equiparado
a Dios. Estos movimientos tuvieron éxito, especialmente en Francia
y en Italia, no solo por su sólida organización, sino
también porque denunciaban un desorden real en la Iglesia, causado
por el comportamiento poco ejemplar de varios representantes del clero.
Los Franciscanos
y los Dominicos, en la estela de sus fundadores, mostraron, en cambio,
que era posible vivir la pobreza evangélica, la verdad del Evangelio
como tal, sin separarse de la Iglesia; mostraron que la Iglesia sigue
siendo el verdadero, auténtico lugar del Evangelio y de la Escritura.
Es más, Domingo y Francisco sacaron precisamente de su íntima
comunión con la Iglesia y con el Papado la fuerza de su testimonio.
Con una elección completamente original en la historia de la
vida consagrada, los miembros de estas órdenes no sólo
renunciaban a la posesión de bienes personales, como hacían
los monjes desde la antigüedad, sino que ni siquiera querían
que se pusieran a nombre de la comunidad terrenos y bienes inmuebles.
Pretendían así dar testimonio de una vida extremadamente
sobria, para ser solidarios con los pobres y confiar sólo en
la Providencia, vivir cada día de la Providencia, de la confianza
de ponerse en las manos de Dios. Este estilo personal y comunitario
de las Órdenes Mendicantes, unido a la total adhesión
a las enseñanzas de la Iglesia y a su autoridad, fue muy apreciado
por los Pontífices de la época, como Inocencio III y Honorio
III, que ofrecieron su completo apoyo a estas nuevas experiencias eclesiales,
reconociendo en ellas la vos del Espíritu. Y los frutos no faltaron:
los movimientos pauperísticos que se habían separado de
la Iglesia volvieron a entrar en la comunión eclesial o, lentamente,
se redimensionaron hasta desaparecer. También hoy, a pesar de
vivir en una sociedad en la que a menudo prevalece el tener
sobre el ser, se es muy sensible a los ejemplos de pobreza
y solidaridad, que los creyentes ofrecen con elecciones valientes. También
hoy no faltan iniciativas similares: los movimientos, que parten realmente
de la novedad del Evangelio y lo viven con radicalidad en la actualidad,
poniéndose en las manos de Dios, para servir al prójimo.
El mundo, como recordaba Pablo VI en la Evangelii nuntiandi, escucha
de buen grado a los maestros, cuando son también testigos. Esta
es una lección que no hay que olvidar nunca en la obra de difusión
del Evangelio: vivir los primeros aquello que se anuncia, ser espejo
de la caridad divina
Franciscanos y
Dominicos fueron testigos, pero también maestros. De hecho, otra
exigencia difundida en su época era la de la instrucción
religiosa. No pocos fieles laicos, que vivían en las ciudades
en vías de gran expansión, deseaban practicar una vida
cristiana espiritualmente intensa. Intentaban por tanto profundizar
en el conocimiento de la fe y ser guiados en el arduo pero entusiasmante
camino de la santidad. Las Órdenes Mendicantes supieron felizmente
salir al encuentro también a esta necesidad: el anuncio del Evangelio
en la sencillez y en su profundidad y grandeza era un objetivo, quizás
el objetivo principal, de este movimiento. Con gran celo, de hecho,
se dedicaron a la predicación. Eran muy numerosos los fieles,
a menudo verdaderas y auténticas multitudes, que se reunían
para escuchar a los predicadores en las iglesias y en los lugares abiertos,
pensemos en san Antonio, por ejemplo. Se trataban argumentos cercanos
a la gente, sobre todo la práctica de las virtudes teologales
y morales, con ejemplos concretos, fácilmente comprensibles.
Además, se enseñaban formas para nutrir la vida de oración
y la piedad. Por ejemplo, los Franciscanos difundieron mucho la devoción
hacia la humanidad de Cristo, con el compromiso de imitar al Señor.
No sorprende entonces que fuesen numerosos los fieles, hombres y mujeres,
que elegían hacerse acompañar en el camino cristiano por
frailes Franciscanos y Dominicos, directores espirituales y confesores
buscados y apreciados. Nacieron así asociaciones de fieles laicos
que se inspiraban en la espiritualidad de san Francisco y Santo Domingo,
adaptada a su estado de vida. Se trata de la Orden Terciaria, tanto
franciscna como dominica. En otras palabras, la propuesta de una santidad
laical conquistó a muchas personas. Como ha recordado el
Concilio Ecuménico Vaticano II, la llamada a la santidad no está
reservada a algunos, sino que es universal (cfr Lumen gentium, 40).
En todos los estados de vida, según las exigencias de cada uno
de ellos, se encuentra la posibilidad de vivir el Evangelio. También
hoy cada cristiano debe tender a la medida alta de la vida cristiana,
sea cual sea el estado de vida al que pertenezca.
La importancia
de las Órdenes Mendicantes creció tanto en la Edad Media
que Instituciones laicas como las organizaciones de trabajo, las antiguas
corporaciones y las propias autoridades civiles, recurrían a
menudo a la consulta espiritual de los Miembros de estas Órdenes
para la redacción de sus regulaciones y, a veces, para solucionar
sus conflictos externos e internos. Los Franciscanos y los Dominicos
se convirtieron en los animadores espirituales de la ciudad medieval.
Con gran intuición, pusieron en marcha una estrategia pastoral
adaptada a las transformaciones de la sociedad. Dado que muchas personas
se trasladaban de los campos a las ciudades, éstos ya no colocaron
sus conventos en las zonas rurales, sino urbanas. Además, para
llevar a cabo su actividad en beneficio de las almas, era necesario
trasladarse según las exigencias pastorales. Con otra elección
totalmente innovadora, las Órdenes Mendicantes abandonaron el
principio de estabilidad, clásico del monaquismo antiguo, para
elegir otra forma. Menores y Predicadores viajaban de un lugar a otro,
con fervor misionero. En consecuencia, se dieron una organización
distinta respecto a la de la mayor parte de las Órdenes Monásticas.
En lugar de la tradicional autonomía de que gozaba cada monasterio,
éstos reservaron mayor importancia a la Orden en cuanto tal y
al Superior General, como también a la estructura de las provincias.
Así los Mendicantes estaban más disponibles a las exigencias
de la Iglesia universal. Esta flexibilidad hizo posible el envío
de los frailes más adecuados para el desarrollo de misiones específicas,
y las Órdenes Mendicantes llegaron a África septentrional,
a Oriente Medio, al Norte de Europa. Con esta flexibilidad el dinamismo
misionero se renovó.
Otro gran desafío
lo representaban las transformaciones culturales que estaban teniendo
lugar en ese periodo. Nuevas cuestiones hacían vivaz la discusión
en las universidades, que nacieron a finales del siglo XII. Menores
y Predicadores no dudaron en asumir también esta tarea y, como
estudiantes y profesores, entraron en las universidades más famosas
de su tiempo, erigieron centros de estudio, produjeron textos de gran
valor, dieron vida a verdaderas y auténticas escuelas de pensamiento,
fueron protagonistas de la teología escolástica en su
mejor periodo, incidieron significativamente en el desarrollo del pensamiento.
Los más grandes pensadores, santo Tomás de Aquino y san
Buenaventura, eran mendicantes, trabajando precisamente con este dinamismo
de la nueva evangelización, que renovó también
el coraje del pensamiento, del diálogo entre razón y fe.
También hoy hay una caridad de la y en la verdad,
una caridad intelectual que ejercer, para iluminar las inteligencias
y conjugar la fe con la cultura. El empeño llevado a cabo por
los Franciscanos y los Dominicos en las universidades medievales es
una invitación, queridos fieles, a hacerse presentes en los lugares
de elaboración del saber, para proponer, con respeto y convicción,
la luz del Evangelio sobre las cuestiones fundamentales que interesan
al hombre, su dignidad, su destino eterno. Pensando en el papel de los
Franciscanos y de los Dominicos en la Edad Media, en la renovación
espiritual que suscitaron, al soplo de vida nueva que comunicaron en
el mundo, un monje dijo: En aquel tiempo el mundo envejecía.
Surgieron dos Órdenes en la Iglesia, de la que renovaron su juventud,
como la de un águila (Burchard dUrsperg, Chronicon).
Queridos hermanos
y hermanas, invoquemos precisamente al inicio de este año el
Espíritu Santo, eterna juventud de la Iglesia: que él
haga sentir a cada uno la urgencia de ofrecer un testimonio coherente
y valiente del Evangelio, para que no falten nunca santos, que hagan
resplandecer a la Iglesia como esposa siempre pura y bella, sin mancha
y sin arruga, capaz de atraer irresistiblemente el mundo hacia Cristo,
hacia su salvación.
[Al final de
la audiencia, el Papa saludó a los peregrinos en varios idiomas,
en español dijo:]
Queridos hermanos
y hermanas:
En el siglo trece
surgieron las órdenes mendicantes, llamadas así porque
buscaban la ayuda de la gente para poder vivir y cumplir su misión.
Las más conocidas fueron los franciscanos y los dominicos, fundados
por Francisco de Asís y Domingo de Guzmán, respectivamente,
los cuales supieron enfrentarse a los desafíos de la Iglesia
de su época. Frente a la pretensión de algunos que, anhelando
una vida cristiana más autentica, se alejaban de la comunión
eclesial, demostraron que era posible vivir la pobreza evangélica
sin separarse de la Iglesia. Se entregaron con incansable celo a la
predicación, a la enseñanza y al acompañamiento
espiritual de los fieles, satisfaciendo la necesidad que sentían
de una vida espiritual más intensa. Supieron también adaptarse
con flexibilidad a las necesidades pastorales provocadas por el crecimiento
de las ciudades en detrimento de las zonas rurales. Participando activamente
en la vida cultural de su tiempo, llegaron a incidir significativamente
en el desarrollo del pensamiento. En definitiva, la aparición
de las órdenes mendicantes es un ejemplo concreto de cómo
lo santos son los auténticos reformadores de la Iglesia, capaces
de promover una renovación eclesial estable y profunda.
Saludo cordialmente
a los fieles de lengua española aquí presentes. En particular,
a los peregrinos de España, México, Uruguay y de otros
países latinoamericanos. Deseo a todos que vuestra peregrinación
a las tumbas de los apóstoles Pedro y Pablo os ayude a sentir
la urgencia de dar un testimonio coherente y valiente del Evangelio,
mostrando con la palabra y el ejemplo de vuestras vidas la belleza del
mensaje de Cristo. Muchas gracias.
[Durante los
saludos hizo el siguiente llamamiento:]
Deseo ahora dirigir
un llamamiento por la dramática situación en la que se
encuentra Haití. Mi pensamiento va, en particular, a la población
duramente afectada, hace pocas horas, por un devastador terremoto, que
ha causado graves pérdidas en vidas humanas, un gran aumento
de sin techo y de dispersos e ingentes daños materiales. Invito
a todos a unirse a mi oración al Señor por las víctimas
de esta catástrofe y por aquellos que lloran por su desaparición.
Aseguro mi cercanía espiritual a quienes han perdido su casa
y a todas las personas probadas de diversas formas por esta grave calamidad,
implorando a Dios consuelo y alivio en su sufrimiento. Llamo a la generosidad
de todos, para que no les falte a estos hermanos que viven un momento
de necesidad y de dolor, nuestra solidaridad concreta y el apoyo fáctico
de la Comunidad Internacional. La Iglesia católica no dejará
de activarse inmediatamente a través de sus instituciones caritativas
para salir al encuentro de las necesidades más inmediatas de
la población.
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