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La
vida de Jesucristo en la predicacion de Juan Pablo II
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Práctica
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San
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La
escuela del Espiritu Santo
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Jacques
Philippe
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La
Virgen Nuestra Señora (26ª ed.)
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Después
de esta vida (5ª ed.)
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Queridos hermanos
y hermanas,
en estas Audiencias
del miércoles estoy presentando algunas figuras ejemplares de
creyentes que se han empeñado en mostrar la concordia entre la
religión y la fe y a testimoniar con su vida el anuncio del Evangelio.
Hoy quiero hablaros de Hugo y Ricardo de San Víctor. Ambos están
entre esos notables filósofos y teólogos conocidos con
el nombre de Victorinos, porque vivieron en la abadía de San
Víctor, en París, fundada a principios del siglo XII por
Guillermo de Champeaux.El mismo Guillermo fue un maestro renombrado,
que consiguió dar a su abadía una sólida identidad
cultural. En San Víctor, de hecho, se inauguró una escuela
para la formación de los monjes, abierta también a estudiantes
externos, donde se realizó una síntesis feliz entre las
dos formas de hacer teología, del que ya he hablado en catequesis
anteriores: es decir, la teología monástica, orientada
mayormente a la contemplación de los misterios de la fe en la
Escritura, y de la teología escolástica, que utilizaba
la razón para intentar escrutar estos misterios con métodos
innovadores, de crear un sistema teológico.
De la vida de Hugo
de San Víctor tenemos pocas noticias. Son inciertas la fecha
y el lugar de su nacimiento: quizás en Sajonia o en Flandes.
Se sabe que llegado a París la capital europea de la cultura
de la época, transcurrió el resto de sus años
en la abadía de San Víctor, donde fue primero discípulo
y después maestro. Ya antes de su muerte, sucedida en 1141, alcanzó
una gran notoriedad y estima, hasta el punto de ser llamado un segundo
san Agustín: como Agustín, de hecho, meditó
mucho sobre la relación entre fe y razón, entre ciencias
profanas y teología. Según Hugo de San Víctor,
todas las ciencias, además de ser útiles para la comprensión
de las Escrituras, tienen un valor en sí mismas y deben ser cultivadas
para engrandecer el saber del hombre, como también para corresponder
a su anhelo de conocer la verdad. Esta sana curiosidad intelectual le
indujo a recomendar a los estudiantes que no ahogaran nunca el deseo
de aprender y en su tratado de metodología del saber y de pedagogía,
titulado significativamente Didascalicon (sobre la enseñanza),
recomendaba: Aprende gustoso de todos lo que no sabes. Será
el más sabio de todos quien haya querido aprender algo de todos.
Quien recibe algo de todos, acaba por convertirse en el más rico
de todos (Eruditiones Didascalicae, 3,14: PL 176,774).
La ciencia de la
que se ocupan los filósofos y los teólogos de los Victorinos
es de forma particular la teología, que requiere ante todo el
estudio amoroso de la Sagrada Escritura. Para conocer a Dios, de hecho,
no se puede sino partir de lo que Dios mismo ha querido revelar de sí
mismo a través de las Escrituras. En este sentido, Hugo de San
Víctor es un típico representante de la teología
monástica, totalmente fundada sobre la exégesis bíblica.
Para interpretar la Escritura, propone la tradicional articulación
patrístico-medieval, es decir el sentido histórico-literal,
ante todo, después el alegórico y analógico, y
finalmente el moral. Se trata de cuatro dimensiones del sentido de la
Escritura, que también hoy se redescubren de nuevo, porque se
ve que en el texto y en la narración ofrecida se esconde una
indicación más profunda: el hilo de la fe, que nos conduce
hacia lo alto y nos guía sobre esta tierra, enseñándonos
cómo vivir. Con todo, aun respetando estas cuatro dimensiones
del sentido de la Escritura, de modo original respecto a sus contemporáneos,
insiste y esto es algo nuevo en la importancia del sentido
histórico-literal. En otras palabras, antes de descubrir el valor
simbólico, las dimensiones más profundas del texto bíblico,
es necesario conocer y profundizar el significado de la historia narrada
en la Escritura: de lo contrario advierte con un ejemplo eficaz
se corre el riesgo de ser como los estudiosos de gramática
que ignoran el alfabeto. A quien conoce el sentido de la historia descrita
en la Biblia, las circunstancias humanas parecen marcadas por la Providencia
divina, según un designio bien ordenado. Así, para Hugo
de San Víctor, la historia no es el resultado de un destino ciego
o de un caso absurdo, como podría parecer. Al contrario, en la
historia humana opera el Espíritu Santo, que suscita un maravilloso
diálogo de los hombres con Dios, su amigo. Esta visión
teológica de la historia pone en evidencia la intervención
sorprendente y salvífica de Dios, que realmente entra y actúa
en la historia, casi se hace parte de nuestra historia, pero siempre
salvaguardando y respetando la libertad y la responsabilidad del hombre.
Para nuestro autor,
el estudio de la Sagrada Escritura y de su significado histórico-literal
hace posible la teología verdadera y auténtica, es decir,
la ilustración sistemática de las verdades, conocer su
estructura, la ilustración de los dogmas de la fe, que representa
en sólida síntesis en el tratado De Sacramentis christianae
fidei (Los sacramentos de la fe cristiana), donde se encuentra, entre
otro, una definición de "sacramento" que, posteriormente
perfeccionada por otros teólogos, contiene rasgos aún
hoy muy interesantes. El sacramento, escribe, es un
elemento corpóreo o material propuesto de forma extraña
y sensible, que representa con su parecido una gracia invisible y espiritual,
la significa, porque con este fin ha sido instituido, y la contiene,
porque es capaz de santificar (9,2: PL 176,317). Por una parte
la visibilidad en el símbolo, la corporeidad del
don de Dios, en el que con todo, por otra parte, se esconde la gracia
divina que proviene de una historia: Jesucristo mismo ha creado los
símbolos fundamentales. Tres son por tanto los elementos que
concurren en la definición de un sacramento, según Hugo
de San Víctor: la institución por parte de Cristo, la
comunicación de la gracia, y la analogía entre el elemento
visible, el material y el elemento invisible, que son los dones divinos.
Se trata de una visión muy cercana a la sensibilidad contemporánea,
porque los sacramentos son presentados con un lenguaje entretejido de
símbolos y de imágenes capaces de hablar inmediatamente
al corazón de los hombres. Es importante también hoy que
los animadores litúrgicos, y en particular los sacerdotes, valoren
con sabiduría pastoral los signos propios de los ritos sacramentales
esta visibilidad y tangibilidad de la Gracia cuidando
atentamente su catequesis, para que cada celebración de los sacramentos
sea vivida por todos los fieles con devoción, intensidad y alegría
espiritual.
Un digno discípulo
de Hugo de San Víctor es Ricardo, procedente de Escocia. Fue
prior de la abadía de san Víctor entre 1162 y 1173, año
de su muerte. También Ricardo, naturalmente, asigna un papel
fundamental al estudio de la Bibia, pero a diferencia de su maestro,
privilegia el sentido alegórico, el significado simbólico
de la Escritura con el que, por ejemplo, interpreta la figura veterotestamentaria
de Benjamín, hijo de Jacob, como símbolo de la contemplación
y cumbre de la vida espiritual. Ricardo trata este argumento en dos
textos, Benjamín menor y Benjamín mayor, en los que propone
a los fieles un camino espiritual que invita ante todo a ejercitar las
diversas virtudes, aprendiendo a disciplinar y a ordenar con la razón
los sentimientos y los movimientos interiores afectivos y emotivos.
Solo cuando el hombre ha alcanzado el equilibrio y la madurez humana
en este campo, está preparado para acceder a la contemplación,
que Ricardo define como una mirada profunda y pura del alma dirigido
a las maravillas de la sabiduría, asociada a un sentido extático
de asombro y de admiración (Benjamin Maior 1,4: PL 196,67).
La contemplación
es por tanto el punto de llegada, el resultado de un arduo camino, que
comporta el diálogo entre la fe y la razón, es decir una
vez más un discurso teológico. La teología
parte de las verdades que son objeto de la fe, pero intenta profundizar
su conocimiento con el uso de la razón, apropiándose del
don de la fe. Esta aplicación del razonamiento a la comprensión
de la fe se practica de modo convincente en la obra maestra de Ricardo,
uno de los grandes libros de la historia, el De Trinitate (La Trinidad).
En los seis libros que lo componen reflexiona con agudeza sobre el Misterio
de Dios uno y trino. Según nuestro autor, dado que Dios es amor,
la única sustancia divina comporta comunicación, oblación
y dilección entre dos Personas, el Padre y el Hijo, que se encuentran
entre sí con un intercambio eterno de amor. Pero la perfección
de la felicidad y de la bondad no admite exclusivismos y cerrazones;
al contrario, reclama la eterna presencia de una tercera Persona, el
Espíritu Santo. El amor trinitario es participativo, concorde,
y comporta sobreabundancia de delicia, goce de alegría incesante.
Es decir, Ricardo supone que Dios es amor, analiza la esencia del amor,
qué es lo que está implicado en la realidad del amor,
llegando así a la Trinidad de las Personas, que es realmente
la expresión lógica del hecho que Dios es amor.
Ricardo con todo
es consciente de que el amor, si bien nos revela la esencia de Dios,
nos hace comprender el Misterio de la Trinidad, es sin embargo
sólo una analogía para hablar de un Misterio que supera
a la mente humana, y poeta y místico como es recurre
también a otras imágenes. Compara por ejemplo la divinidad
a un río, a una ola amorosa que brota del Padre, fluye y vuelve
a fluir en el Hijo, para ser después felizmente difundida en
el Espíritu Santo.
Queridos amigos,
autores como Hugo y Ricardo de San Víctor elevan nuestra alma
a la contemplación de las realidades divinas. Al mismo tiempo,
la inmensa alegría que nos procuran el pensamiento, la admiración
y la alabanza de la Santísima Trinidad, funda y sostiene el compromiso
concreto de inspirarnos en ese modelo perfecto de comunión y
de amor para construir nuestras relaciones humanas de cada día.
¡La Trinidad es verdaderamente comunión perfecta! ¡Cómo
cambiaría el mundo si en las familias, en las parroquias y en
toda otra comunidad las relaciones se vivieran siguiendo siempre el
ejemplo de las tres Personas divinas, en donde cada una vive no solo
con la otra, sino para la otra y en la otra! Lo recordaba hace algún
mes en el Ángelus: Sólo el amor nos hace felices,
porque vivimos en relación, y vivimos para amar y para ser amados(LOss.
Rom., 8-9 junio 2009, p. 1). Es el amor el que realiza este incesante
milagro: como en la vida de la Santísima Trinidad, la pluralidad
se recompone de unidad, donde todo es complacencia y alegría.
Con san Agustín, tenido en gran honor por los Victorinos, podemos
exclamar también nosotros: "Vides Trinitatem, si caritatem
vides - contempla la Trinidad, si ves la caridad" (De Trinitate
VIII, 8,12).
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