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Alexia:
alegría y heroísmo en la enfermedad
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Jacques
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La
Virgen Nuestra Señora (26ª ed.)
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Después
de esta vida (5ª ed.)
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Queridos hermanos
y hermanas,
la figura de Pedro
el Venerable, que quisiera presentar en la catequesis de hoy, nos lleva
otra vez a la célebre abadía de Cluny, a su decoro
(decor) y a su nitor (nitor) por utilizar los términos
habituales en los textos cluniacenses decoro y esplendor, que
se admiran sobre todo en la belleza de la liturgia, camino privilegiado
para llegar hasta Dios. Aún más que estos aspectos, sin
embargo, la personalidad de Pedro recuerda la santidad de los grandes
abades cluniacenses: en Cluny no hubo un solo abad que no fuera
santo, afirmaba en el 1080 el papa Gregorio VII. Entre estos se
coloca Pedro el Venerable, que recoge en sí un poco todas las
virtudes de sus predecesores, aunque ya con él Cluny, frente
a nuevas órdenes como la de Cîteaux (Císter, n.d.t.),
empieza a mostrar algún síntoma de crisis. Pedro es un
ejemplo admirable de asceta riguroso consigo mismo y comprensivo con
los demás. Nacido alrededor del año 1094 en la región
francesa de Alvernia, entró de niño en el monasterio de
Sauxillanges, donde llegó a ser monje profeso y después
prior. En 1122 fue elegido Abad de Cluny, y permaneció en este
cargo hasta su muerte, que ocurrió en el día de Navidad
de 1156, como él había deseado. Amante de la paz
escribe su biógrafo Rodolfo obtuvo la paz en la
gloria de Dios en el día de la paz (Vita, I,17; PL 189,28).
Cuantos lo conocieron
destacan su señorial mansedumbre, su sereno equilibrio, su dominio
de sí, su rectitud, su lealtad, su lucidez y su especial actitud
de meditación. Está en mi propia naturaleza escribía
el ser bastante indulgente; a ello me incita mi costumbre de
perdonar. Estoy acostumbrado a soportar y a perdonar (Ep. 192,
in: The Letters of Peter the Venerable, Harvard University Press, 1967,
p. 446). Decía también: Con aquellos que odian la
paz quisiéramos, en lo posible, ser siempre pacíficos
(Ep. 100, l.c., p. 261). Y escribía de sí mismo: No
soy de aquellos que no están contentos con su suerte... cuyo
espíritu está siempre en ansia o en duda, y que se lamentan
porque todos los demás descansan y ellos están solos trabajando
(Ep. 182, p. 425). De índole sensible y afectuosa, sabía
conjugar el amor por el Señor con la ternura hacia sus familiares,
particularmente hacia su madre, y hacia los amigos. Fue un cultivador
de la amistad, de modo especial hacia sus monjes, que habitualmente
se le confiaban, seguros de ser acogidos y comprendidos. Según
el testimonio de su biógrafo, "no despreciaba y no rechazaba
a nadie" (Vita, I,3: PL 189,19); "se mostraba amable con todos;
en su bondad innata estaba abierto a todos (ibid., I,1: PL, 189,17).
Podríamos
decir que este santo Abad constituye un ejemplo también para
los monjes y los cristianos de nuestro tiempo, marcado por un ritmo
de vida frenético, donde no son raros los episodios de intolerancia
y de incomunicación, las divisiones y los conflictos. Si testimonio
nos invita a saber unir el amor a Dios con el amor al prójimo,
y a no cansarnos de reanudar relaciones de fraternidad y de reconciliación.
Así en efecto actuaba Pedro el Venerable, que tuvo que guiar
al monasterio de Cluny en años no muy tranquilos por razones
externas e internas a la Abadía, consiguiendo ser al mismo tiempo
severo y dotado de humanidad. Solía decir: De un hombre
se podrá obtener más tolerándolo que no irritándolo
con lamentaciones (Ep. 172, l.c., p. 409). Por razón de
su cargo tuvo que afrontar frecuentes viajes a Italia, a Inglaterra,
a Alemania, a España. El abandono forzoso de la quietud contemplativa
le costaba. Confesaba: Voy de un lugar a otro, me afano, me inquieto,
me atormento, arrastrado aquí y allí; tengo la mente dirigida
ahora a mis asuntos, ahora a los de los demás, no sin gran agitación
de mi alma" (Ep. 91, l.c., p. 233). Aun teniendo que hacer juegos
malabares entre los poderes y los señoríos que rodeaban
a Cluny, consiguió, gracias a su sentido de la medida, a su magnanimidad
y a su realismo, conservar una habitual tranquilidad. Entre las personas
con las que entró en relación estuvo Bernardo de Claraval,
con el que mantuvo una relación de creciente amistad, aún
en la diversidad de temperamentos y perspectivas. Bernardo lo definía
como hombre importante ocupado en asuntos importantes y
le tenía gran estima (Ep. 147, ed. Scriptorium Claravallense,
Milán 1986, VI/1, pp. 658-660), mientras que Pedro el Venerable
definía a Bernardo "faro de la Iglesia" (Ep. 164, p.
396), "columna fuerte y espléndida de la orden monástica
y de toda la Iglesia" (Ep. 175, p. 418).
Con vivo sentido
eclesial, Pedro el Venerable afirmaba que los acontecimientos del pueblo
cristiano deben sentirlos en lo íntimo del corazón
quienes se cuentan entre los miembros del cuerpo de Cristo"
(Ep. 164, l.c., p. 397). Y añadía: No está
alimentado por el Espíritu de Cristo quien no siente las heridas
del cuerpo de Cristo", da igual donde se produzcan (ibid.). Mostraba
además atención y solicitud por quienes estaban fuera
de la Iglesia, en particular por judíos y musulmanes: para favorecer
el conocimiento de estos últimos, hizo traducir el Corán.
Al respecto, observa un historiador reciente: En medio de la intransigencia
de los hombres medievales incluso de los más grandes
admiramos un ejemplo sublime de la delicadeza a la que conduce la caridad
cristiana (J. Leclercq, Pietro il Venerabile, Jaca Book, 1991,
p. 189). Otros aspectos de la vida cristiana que le eran queridos eran
el amor a la Eucaristía y la devoción hacia la Virgen
María. Sobre el Santísimo Sacramento nos ha dejado páginas
que constituyen una de las obras de arte de la literatura eucarística
de todos los tiempos (ibid., p. 267), y sobre la Madre de Dios
ha escrito reflexiones iluminadoras, contemplándola siempre en
estrecha colaboración con Jesús Redentor y con su obra
de salvación. Baste citar esta inspirada aclamación suya:
Salve, Virgen bendita, que has puesto en fuga a la maldición.
Salve, madre del Altísimo, esposa del Cordero humildísimo.
Tu has vencido a la serpiente, le has aplastado la cabeza, cuando el
Dios engendrado por ti le destruyó... Estrella brillante de oriente,
que pone en fuga las sombras de occidente. Aurora que precede al sol,
día que ignora la noche... Reza al Dios que nació de ti,
para que perdone nuestro pecado y, después del perdón,
nos conceda la gracia y la gloria (Carmina, PL 189, 1018-1019).
Pedro el Venerable
sentía también predilección por la actividad literaria
y tenía talento para ella. Anotaba sus reflexiones, persuadido
de la importancia de usar la pluma casi como un arado para esparcir
en el papel la semilla del Verbo" (Ep. 20, p. 38). Aunque no fue
un teólogo sistemático, fue un gran indagador del misterio
de Dios. Su teología profundiza en las raíces de la oración,
especialmente en la litúrgica y entre los misterios de Cristo,
prefería el de la Transfiguración, en el que ya se prefigura
la Resurrección. Fue precisamente él quien introdujo en
Cluny esta fiesta, componiendo un oficio especial, en el que se refleja
la característica piedad teológica de Pedro y de la orden
Cluniacense, dirigida toda a la contemplación del rostro glorioso
(gloriosa facies) de Cristo, encontrando en él las razones de
esa ardiente alegría que marcaba su espíritu y que se
irradiaba en la liturgia del monasterio.
Queridos hermanos
y hermanos, este santo monje es ciertamente un ejemplo de santidad monástica,
alimentada en las fuentes de la tradición benedictina. Para él
el ideal del monje consiste en adherirse tenazmente a Cristo
(Ep. 53, l.c., p. 161), en una vida claustral distinguida por la humildad
monástica (ibid.) y por la laboriosidad (Ep. 77, l.c.,
p. 211), como también por un clima de contemplación silenciosa
y de constante alabanza a Dios. La primera y más importante ocupación
del monje, según Pedro de Cluny, es la celebración solemne
del oficio divino "obra celeste y de todas la más
útil" (Statuta, I, 1026) acompañada con la
lectura, la meditación, la oración personal y la penitencia
observada con discreción (cfr Ep. 20, l.c., p. 40). De esta forma
toda la vida es atravesada por el amor profundo a Dios y el amor por
los demás, un amor que se expresa en la apertura sincera al prójimo,
en el perdón y en la búsqueda de la paz. Podríamos
decir, concluyendo que este estilo de vida unido al trabajo cotidiano,
constituye, para san Benito, el ideal del monje, nos concierne también
a todos nosotros, puede ser, en gran medida, el estilo de vida del cristiano
que quiere ser auténtico discípulo de Cristo, caracterizado
precisamente por la adhesión tenaz a Él, la humildad,
la laboriosidad y la capacidad de perdón y de paz.
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