|
Obras
Completas
|
Santa
Teresa de Jesús
|
|
Creer
y amar con Benedicto XVI
|
José
Luis García labrado
|
|
La
esencia del cristianismo
|
Romano
Guardini
|
|
La
vida de Jesucristo en la predicacion de Juan Pablo II
|
Pedro
Beteta
|
|
Práctica
del amor a Jesucristo
|
San
Alfonso María de Ligorio
|
|
La
escuela del Espiritu Santo
|
Jacques
Philippe
|
|
La
Virgen Nuestra Señora (26ª ed.)
|
|
|
Después
de esta vida (5ª ed.)
|
|
|
|
|
Queridos hermanos
y hermanas:
Tras una larga
pausa, quisiera retomar la presentación de los grandes escritores
de la Iglesia de Oriente y Occidente de la época medieval, porque,
como en un espejo, en sus vidas y sus escritos, vemos qué significa
ser cristianos. Hoy os propongo la figura luminosa de san Otón,
abad de Cluny: ésta se coloca en ese medioevo monástico
que vio la sorprendente difusión en Europa de la vida y de la
espiritualidad inspiradas en la Regla de san Benito. Se dio durante
aquellos siglos un prodigioso surgimiento y multiplicación de
claustros que, ramificándose en el continente, difundieron en
él el espíritu y la sensibilidad cristianas. San Otón
nos lleva, en particular, a un monasterio, Cluny, que durante la edad
media fue uno de los más ilustres y celebrados, y aún
hoy revela a través de sus ruinas majestuosas las huellas de
un pasado glorioso por su intensa dedicadión la ascesis, al estudio
y, de modo especial, al culto divino, envuelto en decoro y belleza.
Otón fue
el segundo abad de Cluny. Nació hacia el 880, en los confines
entre Maine y Turena, en Francia. Fue consagrado por su padre al santo
obispo Martín de Tours, a cuya sombra benéfica y en cuya
memoria pasó Otón toda su vida, concluyéndola al
final cerca de su tumba. La elección de la consagración
religiosa estuvo en él precedida por la experiencia de un especial
momento de gracia, del que él mismo habló a otro monje,
Juan el Italiano, que después fue su biógrafo. Otón
era aún adolescente, sobre los dieciséis años,
cuando en una vigilia de Navidad, sintió cómo le salía
espontáneamente de los labios esta oración a la Virgen:
"Señora mía, Madre de misericordia, que en esta noche
diste a luz al Salvador, reza por mí. Que tu parto glorioso y
singular sea, oh la más pía, mi refugio" (Vita sancti
Odonis, I,9: PL 133,747). El apelativo "Madre de misericordia",
con el que el joven Otón invocó entonces a la Virgen,
será con el que él quiso siempre dirigirse a María,
llamándola también "única esperanza del mundo...
gracias a la cual se nos han abierto las puertas del paraíso"
(In veneratione S. Mariae Magdalenae: PL 133,721). En aquel tiempo empezó
a profundizar en la Regla de san Benito y a observar algunos de sus
mandatos, "llevando, aún sin ser monje, el yugo ligero de
los monjes" (ibídem, I,14: PL 133,50). En uno de sus sermones
Otón se refirió a Benito como "faro que brilla en
la tenebrosa etapa de esta vida" (De sancto Benedicto abbate: PL
133,725), y lo calificó como "maestro de disciplina espiritual"
(ibídem: PL 133,727). Con afecto reveló que la piedad
cristiana "con más viva dulzura hace memoria" de él,
consciente de que Dios lo ha elevado "entre los sumos y elegidos
Padres de la santa Iglesia" (ibídem: PL 133,722).
Fascinado por el
ideal benedictino. Otón dejó Tours y entró como
monje en la abadía benedictina de Baume, para pasar después
a la de Cluny, de la que se convirtió en abad en el año
927. Desde ese centro de vida espiritual pudo ejercer una amplia influencia
en los monasterios del continente. De su guía y de su reforma
se beneficiaron también en Italia diversos cenobios, entre ellos
el de San Pablo Extramuros. Otón visitó Roma más
de una vez, llegando también a Subiaco, Montecassino y Salerno.
Fue precisamente en Roma donde, en el verano del año 942, cayó
enfermo. Sintiéndose cercano a la muerte, con todos los esfuerzos
quiso volver junto a su san Martín, en Tours, donde murió
durante el octavario del santo, el 18 de noviembre del 942. Su biógrafo,
al subrayar en Otón la "virtud de la paciencia", ofrece
un largo elenco de sus demás virtudes, como el desprecio del
mundo, el celo por las almas, el compromiso por la paz de las Iglesias.
Grandes aspiraciones del abad Otón eran la concordia entre el
rey y los príncipes, la observancia de los mandamientos, la atención
a los pobres, la corrección a los jóvenes, el respeto
a los viejos (cf. Vita sancti Odonis, I,17: PL 133,49). Amaba la celdita
donde residía, "alejado de los ojos de todos, preocupado
por agradar sólo a Dios" (ibídem, I,14: PL 133,49).
No dejaba, sin embargo, de ejercitar también, como "fuente
sobreabundante", el ministerio de la palabra y del ejemplo, "llorando
este mundo como inmensamente mísero" (ibídem, I,17:
PL 133,51). En un sólo monje, comenta su biógrafo, se
encontraban unidas las distintas virtudes existentes de forma desperdigada
en los demás monasterios: "Jesús, en su bondad, basándose
en los diversos jardines de los monjes, formaba en un pequeño
lugar un paraíso, para regar desde su fuente los corazones de
los fieles" (ibídem, I,14: PL 133,49).
En un pasaje de
un sermón en honor de María Magdalena, el abad de Cluny
nos revela cómo concebía la vida monástica: "María
que, sentada a los pies del Señor, con espíritu atento
escuchaba su palabra, es el símbolo de la dulzura de la vida
contemplativa, cuyo sabor, cuanto más es gustado, tanto más
induce al alma a desapegarse de las cosas visibles y de los tumultos
de las preocupaciones del mundo" (In ven. S. Mariae Magd., PL 133,717).
Es una concepción que Otón confirma en otros escritos
suyos, de los que se trasluce su amor por la interioridad, una visión
del mundo como realidad frágil y precaria de la que hay que desarraigarse,
una constante inclinación al desapego de las cosas consideradas
como fuente de inquietud, una aguda sensibilidad por la presencia del
mal en las diversas categorías de hombres, una íntima
aspiración escatológica. Esta visión del mundo
puede parecer bastante alejada de la nuestra, y sin embargo la de Otón
es una concepción que, viendo la fragilidad del mundo, valora
la vida interior abierta al otro, al amor por el prójimo, y precisamente
así transforma la existencia y abre el mundo a la luz de Dios.
Merece particular
mención la "devoción" al Cuerpo y a la Sangre
de Cristo que Otón, frente a un extendido abandono, vivamente
deplorado por él, cultivó siempre con convicción.
Estaba firmemente convencido de la presencia real, bajo las especies
eucarísticas, del Cuerpo y la Sangre del Señor, en virtud
de la conversión "sustancial" del pan y del vino. Escribía:
"Dios, el Creador de todo, tomó el pan, diciendo que era
su Cuerpo y que lo habría ofrecido para el mundo, y distribuyó
el vino, llamándolo su Sangre"; por tanto, "es ley
de naturaleza el que se dé la mutación según el
mandato del Creador", y por tanto, "inmediatamente la naturaleza
cambia su condición habitual: sin duda el pan se convierte en
carne, y el vino se convierte en sangre"; a la orden del Señor
"la sustancia cambia" (Odonis Abb. Cluniac. occupatio, ed.
A. Swoboda, Lipsia 1900, p.121). Por desgracia, anota nuestro abad,
este "sacrosanto misterio del Cuerpo del Señor, en el que
consiste toda la salvación del mundo" (Collationes, XXVIII:
PL 133,572), es celebrado con negligencia. "Los sacerdotes --advierte--
que acceden al altar indignamente, manchan el pan, es decir, el Cuerpo
de Cristo" (ibídem, PL 133,572-573). Solo el que está
unido espiritualmente a Cristo puede participar dignamente en su Cuerpo
eucarístico: en caso contrario, comer su carne y beber su sangre
no sería su beneficio, sino su condena" (cf. ibídem,
XXX, PL 133,575). Todo esto nos invita a creer con nueva fuerza y profundidad
en la verdad de la presencia del Señor. La presencia del Creador
entre nosotros, que se entrega en nuestras manos y nos transforma como
transforma el pan y el vino, transforma así el mundo.
San Otón
ha sido un verdadero guía espiritual tanto para los monjes como
para los fieles de su tiempo. Frente a la "vastedad de los vicios"
difundidos en la sociedad, el remedio que él proponía
con decisión era el de un cambio radical de vida, fundado sobre
la humildad, la austeridad, el desapego de las cosas efímeras
y la adhesión a las eternas (cf. Collationes, XXX, PL 133, 613).
A pesar del realismo de su tiempo, Otón no se rinde al pesimismo:
"No decimos esto --precisa-- para precipitar en la desesperación
de aquellos que quisieran convertirse. La misericordia divina está
siempre disponible; ella espera la hora de nuestra conversión"
(ibídem: PL 133, 563). Y exclama: "¡Oh inefables entrañas
de la piedad divina! Dios persigue las culpas y sin embargo protege
a los pecadores" (ibídem: PL 133,592). Apoyado en esta convicción,
el abad de Cluny amaba detenerse en la contemplación de la misericordia
de Cristo, el Salvador que él calificaba sugestivamente como
"amante del hombre": "amator hominum Christus" (ibídem,
LIII: PL 133,637). Jesús ha tomado sobre sí los flagelos
que nos correspondían a nosotros --observa-- para salvar así
a la criatura que es obra suya y a la que ama (cf. ibídem: PL
133, 638).
Aparece aquí
una característica del santo abad a primera vista casi escondida
bajo el rigor de su austeridad de reformador: la profunda bondad de
su alma. Era austero, pero sobre todo era bueno, un hombre de gran bondad,
una bondad que proviene del contacto con la bondad divina. Otón,
así dicen sus coetáneos, difundía alrededor suyo
la alegría de la que estaba colmado. Su biógrafo atestigua
no haber oído nunca salir de boca de hombre "tanta dulzura
de palabra" (ibídem, I,17: PL 133,31). Acostumbraba, recuerda
su biógrafo, invitar a cantar a los chiquillos que encontraba
por el camino y después hacerles algún pequeño
regalo, y añade: "Sus palabras estaban llenas de exultación...,
su hilaridad infundía en nuestros corazón una íntima
alegría" (ibídem, II, 5: PL 133,63). De esta forma
el vigoroso y al mismo tiempo amable abad medieval, apasionado de la
reforma, con acción incisiva alimentaba en los monjes, como también
en los fieles de su tiempo, el propósito de progresar con paso
diligente en la vía de la perfección cristiana.
Que su bondad,
la alegría que proviene de la fe, unidas a la austeridad y a
la oposición a los vicios del mundo, toquen también nuestro
corazón, para que también nosotros podamos encontrar la
fuente de la alegría que brota de la bondad de Dios.
|