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Benedicto
XVI: la aventura de la verdad
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Creer
y amar con Benedicto XVI
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José
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La
esencia del cristianismo
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Romano
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La
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La
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Karol
II, El Papa. El hombre
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La
Virgen Nuestra Señora (26ª ed.)
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Después
de esta vida (5ª ed.)
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Queridos hermanos
y hermanas:
Hoy quisiera hablar
de un notable pensador del Occidente cristiano: Juan Escoto Erígena,
cuyos orígenes son oscuros. Procedía ciertamente de Irlanda,
donde había nacido a inicios del siglo IX, pero no sabemos cuándo
dejó su isla para atravesar el Canal de la Mancha y entrar así
a formar parte plenamente de ese mundo cultural que estaba renaciendo
en torno a los carolingios, y en particular, en torno a Carlos el Calvo,
en la Francia del siglo IX. Así como no conocemos la fecha exacta
de su nacimiento, tampoco conocemos la de su muerte que, según
los expertos, debería situarse en torno al año 870.
Juan Escoto Erígena
tenía una cultura patrística, tanto griega como latina,
de primera mano: conocía directamente los escritos de los padres
latinos y griegos. Conocía bien, entre otras, las obras de Agustín,
Ambrosio, Gregorio Magno, grandes padres del Occidente cristiano, pero
conocía también el pensamiento de Orígenes, de
Gregorio de Nisa, de Juan Crisóstomo y de otros padres de Oriente
no menos importantes. Era un hombre excepcional, que en aquella época
dominaba también el griego. Demostró una atención
sumamente particular por san Máximo el Confesor, y sobre todo
por Dionisio Areopagita. Bajo este seudónimo, se esconde un escritor
eclesiástico del siglo V, de Siria, pero al igual que toda la
Edad Media Juan Escoto Erígena, estaba convencido de que este
autor era un discípulo directo de san Pablo, del que se habla
en los Hechos de los Apóstoles (17, 34). Escoto Erígena,
convencido de esta apostolicidad de los escritos de Dionisio, lo calificaba
como "autor divino" por excelencia; sus escritos fueron, por
tanto, una fuente eminente de su pensamiento. Juan Escoto tradujo al
latín sus obras. Los grandes teólogos medievales, como
san Buenaventura, conocieron las obras de Dionisio a través de
esta traducción. Se dedicó durante toda la vida a profundizar
y desarrollar su pensamiento, recurriendo a estos escritos, hasta el
punto de que todavía hoy en ocasiones puede ser difícil
distinguir cuándo nos encontramos con el pensamiento de Escoto
Erígena y cuá0ndo no hace más que proponer el pensamiento
del Pseudo Dionisio.
En realidad, el
trabajo teológico de Juan Escoto no tuvo mucha suerte. El final
de la era carolingia hizo olvidar sus obras, y una censura por parte
de la autoridad eclesiástica arrojó sombras sobre su figura.
En realidad, Juan Escoto representa un platonismo radical, que en ocasiones
parece acercarse a una visión panteísta, si bien sus intenciones
personales subjetivas fueron siempre ortodoxas. Hasta nuestros días
han llegado algunas obras de Juan Escoto Erígena, entre las cuales
merecen ser recordadas, en particular, el tratado "Sobre la división
de la naturaleza" y las "Exposiciones sobre la jerarquía
celeste de san Dionisio". En ellas, desarrolla estimulantes reflexiones
teológicas y espirituales, que podrían sugerir interesantes
profundizaciones incluso para los teólogos contemporáneos.
Me refiero, por ejemplo, a lo que escribe sobre el deber de ejercer
un discernimiento apropiado sobre lo que presenta como auctoritas vera
[la verdadera autoridad, ndt.], o sobre el compromiso para seguir buscando
la verdad hasta que no se alcance una experiencia de la adoración
silenciosa de Dios.
Nuestro autor dice:
"Salus nostra ex fide inchoat: nuestra salvación comienza
con la fe". Es decir, no podemos hablar de Dios partiendo de nuestras
invenciones, sino de lo que el mismo Dios dice sobre sí mismo
en las Sagradas Escrituras. Dado que Dios sólo dice la verdad,
Escoto Erígena está convencido de que la autoridad y la
razón nunca pueden estar en contraposición la una contra
la otra. Está convencido de que la verdadera religión
y la verdadera filosofía coinciden. Desde esta perspectiva, escribe:
"Cualquier tipo de autoridad que no esté confirmada por
una verdadera razón debería ser considerada como débil...
Sólo es verdadera autoridad aquella que coincide con la verdad
descubierta en virtud de la razón, aunque se trate de una autoridad
recomendada y transmitida para utilidad de las posteriores generaciones
por los santos padres" (I, PL 122, col 513BC). Por tanto, advierte:
"Que no te atemorice ninguna autoridad o te distraiga de lo que
te hace comprender la persuasión obtenida gracias a una recta
contemplación racional. De hecho, la auténtica autoridad
no contradice nunca la recta razón, y esta última nunca
contradice una verdadera autoridad. La una y la otra proceden sin duda
de la misma fuente, que es la sabiduría divina" (I, PL 122,
col 511B). Vemos aquí una valiente afirmación del valor
de la razón, fundada sobre la certeza de que la verdadera autoridad
es razonable, pues Dios es la razón creadora.
La misma Escritura
no se libra, según Erígena, de la necesidad de aplicar
el mismo criterio de discernimiento. La Escritura, de hecho, afirma
el teólogo irlandés, volviendo a plantear una reflexión
ya presente en Juan Crisóstomo, no hubiera sido necesaria si
el hombre no hubiera pecado. Por tanto, hay que deducir que la Escritura
fue dada por Dios con una intención pedagógica y por condescendencia
para que el hombre pudiera recordar todo lo que había sido impreso
en su corazón desde el momento de su creación "a
imagen y semejanza de Dios" (Cf. Génesis 1, 26) y que le
había hecho olvidar la caída original. Erígena
escribe en las Expositiones: "El hombre no fue creado para la Escritura,
de la que no habría tenido necesidad si no hubiera pecado, sino
que más bien la Escritura --entretejida de doctrina y símbolos--
ha sido donada al hombre. Gracias a ésta, de hecho, nuestra naturaleza
racional puede introducirse en los secretos de la auténtica contemplación
pura de Dios" (II, PL 122, col 146C). La palabra de la Sagrada
Escritura purifica nuestra razón algo ciega y nos ayuda a regresar
al recuerdo de lo que nosotros, en cuanto imagen de Dios, llevamos en
nuestro corazón, vulnerado por desgracia por el pecado.
De aquí,
derivan algunas consecuencias hermenéuticas sobre la manera de
interpretar la Escritura, que pueden indicar todavía hoy el camino
justo para una correcta lectura de la Sagrada Escritura. Se trata, de
hecho, de descubrir el sentido escondido en el texto sagrado y esto
supone un ejercicio particular interior gracias al cual la razón
se abre al camino seguro hacia la verdad. Este ejercicio consiste en
cultivar una constante disponibilidad a la conversión. Para llegar
en profundidad a la visión del texto es necesario avanzar simultáneamente
en la conversión del corazón y en el análisis conceptual
de la página bíblica ya sea de carácter cósmico,
histórico o doctrinal. Sólo gracias a la constante purificación
tanto del ojo del corazón como del ojo de la mente se puede conquistar
la comprensión exacta.
Este camino arduo,
exigente y entusiasmante, hecho de conquistas continuas y relativizaciones
del saber humano, lleva a la criatura inteligente hasta el umbral del
Misterio divino, donde todas las nociones constatan su propia debilidad
e incapacidad y llevan, por tanto, a ir más allá --con
la simple fuerza libre y dulce de la verdad-- de todo los que es alcanzado
continuamente. El reconocimiento adorador y silencioso del Misterio,
que desemboca en la comunión unificadora, se revela por tanto
como el único camino para una relación con la verdad que
sea al mismo tiempo la más íntima posible y la más
escrupulosamente respetuosa de la alteridad. Juan Escoto, utilizando
también en esto un término apreciado por la tradición
cristiana de lengua griega, llamó a esta experiencia a la que
tendemos "theosis" o divinización, con afirmaciones
atrevidas hasta el punto de que fue sospechado de caer en el panteísmo
heterodoxo. De todos modos, suscitan intensa emoción textos como
el siguiente, en el que, recurriendo a la antigua metáfora de
la fusión del hierro, escribe: "Por tanto, como todo hierro
incandescente se hace líquido hasta el punto de que sólo
parece fuego, y sin embargo permanecen distintas las sustancias de uno
y del otro, del mismo modo hay que aceptar que, después del final
de este mundo, toda la naturaleza, tanto la corporal como la incorporal,
manifetará sólo a Dios y sin embargo permanecerá
íntegra, de manera que Dios pueda ser en cierto sentido comprendido
a pesar de que permanezca incomprensible y la criatura misma sea transformada,
con maravilla inefable, en Dios" (V, PL 122, col 451B).
En realidad, todo
el pensamiento teológico de Juan Escoto se convierte en la demostración
más clara del intento de expresar lo explicable de lo inexplicable
de Dios, basándose únicamente en el misterio del Verbo
hecho carne en Jesús de Nazaret. Las numerosas metáforas
utilizadas por él para indicar esta realidad inefable demuestran
hasta qué punto es consciente de la absoluta incapacidad de los
términos con los que nosotros hablamos de estas cosas. Y, sin
embargo, permanece ese encanto y esa atmósfera de auténtica
experiencia mística que de vez en cuando se puede tocar casi
con la mano en sus textos. Basta citar, como prueba, una página
del libro De divisione naturae, que toca profundamente nuestro espíritu
de creyentes del siglo XXI: "Sólo hay que desear --escribe--
la alegría de la verdad, que es Cristo, y sólo hay que
evitar la ausencia de él. Debería considerarse que ésta
es la única causa de total y eterna tristeza. Quítame
a Cristo y no me quedará ningún bien y no hay nada que
me aterrorizará tanto como su ausencia. El peor tormento de una
criatura racional es la privación y la ausencia de Él"
(V, PL 122, col 989a). Son palabras que podemos hacer nuestras, traduciéndolas
en oración a Aquel que constituye también el anhelo de
nuestro corazón.
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