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Obras
Completas
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Santa
Teresa de Jesús
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Creer
y amar con Benedicto XVI
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José
Luis García labrado
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Alexia:
alegría y heroísmo en la enfermedad
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Miguel
Angel Monge
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La
esencia del cristianismo
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Romano
Guardini
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La
vida de Jesucristo en la predicacion de Juan Pablo II
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Pedro
Beteta
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Práctica
del amor a Jesucristo
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San
Alfonso María de Ligorio
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La
escuela del Espiritu Santo
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Jacques
Philippe
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La
Virgen Nuestra Señora (26ª ed.)
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Después
de esta vida (5ª ed.)
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Queridos hermanos
y hermanas,
hoy
nos detenemos en un gran misionero del siglo VIII, que difundió
el cristianismo en Europa central, precisamente también en mi
patria: san Bonifacio, que ha pasado a la historia como el apóstol
de los Germanos. Poseemos no pocas noticias de su vida gracias
a la diligencia de sus biógrafos: nació de una familia
anglosajona en Wessex alrededor del 675 y fue bautizado con el nombre
de Winfrido. Entró muy joven en el monasterio, atraído
por el ideal monástico. Poseyendo notables capacidades intelectuales,
parecía dirigido a una tranquila y brillante carrera de estudioso:
fue profesor de gramática latina, escribió algunos tratados,
compuso también varias poesías en latín. Ordenado
sacerdote a la edad de cerca de treinta años, se sintió
llamado al apostolado entre los paganos del continente. Gran Bretaña,
su tierra, evangelizada hacía apenas cien años por los
Benedictinos guiados por san Agustín, mostraba una fe tan sólida
y una caridad tan ardiente que enviaba misioneros a Europa central para
anunciar allí el Evangelio. En el 716 Winfrido, con algunos compañeros,
se dirgió a Frisia (la actual Holanda), pero se topó con
la oposición del jefe local y el tentativo de evangelización
fracasó. Vuelto a su patria, no perdió los ánimos
y dos años después fue a Roma para hablar con el papa
Gregorio II y recibir directrices. El Papa, según el relato de
un biógrafo, lo acogió con el rostro sonriente y
con la mirada llena de dulzura, y en los días siguientes
mantuvo con él coloquios importantes (Willibaldo,
Vita S. Bonifatii, ed. Levison, pp. 13-14) y finalmente, tras haberle
impuesto de nuevo el nombre de Bonifacio, le confió con cartas
oficiales la misión de predicar el Evangelio entre los pueblos
de Alemania.
Confortado
y sostenido por el apoyo del Papa, Bonifacio se empeñó
en la predicación del Evangelio en aquellas regiones, luchando
contra los cultos paganos y reforzando las bases de la moralidad humana
y cristiana. Con gran sentido del deber escribía en una de sus
cartas: Estamos firmes en la lucha en el día del Señor,
porque han llegado días de aflicción y miseria... ¡No
somos perros mudos, ni observadores taciturnos, ni mercenarios que huyen
ante los lobos! Somos en cambio pastores diligentes que velan por el
rebaño de Cristo, que anuncian a las personas importantes y a
las normales, a los ricos y a los pobres la voluntad de Dios... en los
tiempos oportunos e inoportunos... (Epistulae, 3,352.354: MGH).
Con su actividad incansable, con sus dotes organizadores, con su carácter
dúctil y amable a pesar de su firmeza, Bonifacio obtuvo grandes
resultados. El papa entonces declaró que quería
imponerle la dignidad episcopal, para que así pudiese con mayor
determinación corregir y devolver al camino de la verdad a los
equivocados, se sintiera apoyado por la mayor autoridad de la dignidad
apostólica y fuese más aceptado por todos en el oficio
de la predicación cuanto más parecía que por este
motivo había sido ordenado por el prelado apostólico
(Otloho, Vita S. Bonifatii, ed. Levison, lib. I, p. 127).
Fue
el mismo Sumo Pontífice quien consagró Obispo regional
-es decir, para toda Alemania- a Bonifacio, el cual retomó sus
fatigas apostólicas en los territorios confiados a él
y extendió su acción también a la Iglesia de la
Galia: con gran prudencia restauró la disciplina eclesiástica,
convocó varios sínodos para garantizar la autoridad de
los sagrados cánones, reforzó la necesaria comunión
con el Romano Pontífice: un punto que le llevaba especialmente
en el corazón. También los sucesores del papa Gregorio
II le tuvieron en altísima consideración: Gregorio III
lo nombró arzobispo de todas las tribus germánicas, le
envió el palio y le dio facultad de organizar la jerarquía
eclesiástica en aquellas regiones(cf Epist. 28: S. Bonifatii
Epistulae, ed. Tangl, Berolini 1916); el papa Zacarías le confirmó
en su cargo y alabó su labor (cfr Epist. 51, 57, 58, 60, 68,
77, 80, 86, 87, 89: op. cit.); el papa Esteban III, apenas elegido,
recibió de él una carta en la que le expresaba su filial
obsequio (cfr Epist. 108: op. cit.).
El
gran obispo, además de este trabajo de evangelización
y de organización de la Iglesia mediante la fundación
de diócesis y la celebración de Sínodos, no dejó
de favorecer la fundación de varios monasterios, masculinos y
femeninos, para que fuesen como un faro para irradiar la fe y la cultura
humana y cristiana en el territorio. De los cenobios benedictinos de
su patria había llamado monjes y monjas que prestaron una ayuda
validísima y preciosa en la tarea de anunciar el Evangelio y
de difundir las ciencias humanas y las artes entre las poblaciones.
Él de hecho consideraba que el trabajo por el Evangelio debía
ser también trabajo por una verdadera cultura humana. Sobre todo
el monasterio de Fulda -fundado hacia el 743- fue el corazón
y en centro de irradiación de la espiritualidad y de la cultura
religiosa: allí los monjes, en la oración, en el trabajo
y en la penitencia, se esforzaban por tender a la santidad, se formaban
en el estudio de disciplinas sagradas y profanas, se preparaban para
el anuncio del Evangelio, para ser misioneros. Por mérito por
tanto de Bonifacio, de sus monjes y de sus monjas -también las
mujeres tuvieron una parte muy importante en esta obra de evangelización-
floreció también esa cultura humana que es inseparable
de la fe y que revela su belleza. El mismo Bonifacio nos ha dejado significativas
obras intelectuales. Ante todo su copioso epistolario, donde las cartas
pastorales se alternan con las cartas oficiales y las de carácter
privado, que revelan hechos sociales y sobre todo su rico temperamento
humano y su profunda fe. Compuso también un tratado de Ars grammatica,
en el que explicaba las declinaciones, los verbos y la sintaxis del
latín, pero que para él era también un instrumento
para difundir la fe y la cultura. Le atribuyen también un Ars
metrica, es decir, una introducción a cómo hacer poesía,
y varias composiciones poéticas y finalmente una colección
de 165 sermones.
Aunque
era ya avanzado en años -estaba cerca de los 80- se preparó
para una nueva misión evangelizadora: con unos cincuenta monjes
volvió a Frisia, donde había empezado su obra. Casi como
presagio de su muerte inminente, aludiendo al viaje de la vida, escribía
a su discípulo y sucesor en la sede de Maguncia, el obispo Lullo:
Deseo llevar a término el propósito de este viaje,
no puedo en modo alguno renunciar al deseo de partir. Está cerca
el día de mi fin y se aproxima el tiempo de mi muerte; dejado
el despojo mortal, subiré al premio eterno. Pero tú, hijo
queridísimo, llama sin pausa al pueblo del laberinto del error,
lleva a cabo la edificación de la ya comenzada basílica
de Fulda, y allí depositarás mi cuerpo envejecido por
largos años de vida (Willibaldo, Vita S. Bonifatii, ed.
cit., p. 46). Mientras estaba comenzando la celebración de la
misa en Dokkum (en la actual Holanda septentrional), el 5 de junio del
754 fue asaltado por una banda de paganos. Él, poniéndose
delante con frente serena, prohibió a los suyos que combatieran
diciendo: 'Cesad, hijos, de combatir, abandonad la guerra, porque el
testimonio de la Escritura nos advierte que no devolvamos mal por mal,
sino bien por mal. Este es el día deseado hace tiempo, ha llevado
el tiempo de nuestro final. ¡Ánimo en el Señor!'
(Ibid. pp. 49-50). Fueron sus últimas palabras antes de caer
bajo los golpes de sus agresores. Los despojos del obispo mártir
fueron llevados al monasterio de Fulda, donde recibieron digna sepultura.
Ya uno de sus primeros biógrafos se expresó sobre él
con esta afirmación: El santo obispo Bonifacio puede llamarse
padre de todos los habitantes de Alemania, porque fue el primero en
engendrarlos a Cristo con la palabra de su santa predicación,
les confirmó con el ejemplo y finalmente dio la vida por ellos,
caridad mayor que esta no puede darse (Otloho, Vita S. Bonifatii,
ed. cit., lib. I, p. 158).
A
distancia de siglos, ¿qué mensaje podemos recoger de la
enseñanza y de la actividad prodigiosa de este gran misionero
y mártir? Una primera evidencia se impone a quien se acerca a
Bonifacio: la centralidad de la palabra de Dios, vivida e interpretada
en la fe de la Iglesia, Palabra que él vivió, predicó,
testimonió hasta el don supremo de sí mismo en el martirio.
Estaba tan apasionado de la Palabra de Dios que sentía la urgencia
y el deber de llevarla a los demás, incluso con riesgo personal
suyo. Sobre ella apoyaba la fe en cuya difusión se había
empeñado solemnemente en el momento de su consagración
episcopal: Yo profeso íntegramente la pureza de la santa
fe católica y con la ayuda de Dios quiero permanecer en la unidad
de esta fe, en la que sin duda alguna está toda la salvación
de los cristianos (Epist. 12, in S. Bonifatii Epistolae, ed. cit.,
p. 29). La segunda evidencia, muy importante, que emerge de la vida
de Bonifacio es su fiel comunión con la Sede Apostólica,
que era un punto firme y central en su trabajo misionero, él
siempre conservó tal comunión como regla de su misión
y la dejó casi como su testamento. En una carta al papa Zacarías
afirmaba: Yo no dejo nunca de invitar y de someter a la obediencia
de la Sede Apostólica a aquellos que quieren permanecer en la
fe católica y en la unidad de la Iglesia romana y a todos aquellos
que en esta misión Dios me da como oyentes y discípulos
(Epist. 50: in ibid. p. 81). Fruto de este empeño fue el firme
espíritu de cohesión en torno al Sucesor de Pedro que
Bonifacio transmitió a las Iglesias en su territorio de misión,
uniendo con Roma a Inglaterra, Alemania, Francia y contribuyendo de
modo tan determinante a poner las raíces cristianas de Europa
que habrían producido frutos fecundos en los siglos sucesivos.
Para una tercera característica Bonifacio se encomienda a nuestra
atención: él promovió el encuentro entre la cultura
romano-cristiana y la cultura germánica. Sabía de hecho
que humanizar y evangelizar la cultura era parte integrante de su misión
de obispo. Transmitiendo el antiguo patrimonio de valores cristianos,
él implantó en las poblaciones germánicas un nuevo
estilo de vida más humano, gracias al cual se respetaban mejor
los derechos inalienables de la persona. Como auténtico hijo
de san Benito, supo unir oración y trabajo (manual e intelectual),
pluma y arado.
El
valiente testimonio de Bonifacio es una invitación para todos
nosotros a acoger en nuestra vida la Palabra de Dios como punto de referencia
esencial, a amar apasionadamente la Iglesia, a sentirnos corresponsables
de su futuro, a buscar la unidad en torno al Sucesor de Pedro. Al mismo
tiempo, él nos recuerda que el cristianismo, favoreciendo la
difusión de la cultura, promueve el progreso del hombre. Está
en nosotros, entonces, estar a la altura de un patrimonio tan prestigioso
y hacerlo fructificar para bien de las generaciones que vendrán.
Me
impresiona siempre este celo suyo ardiente por el Evangelio: a los cuarenta
años sale de una vida monástica bella y fructífera,
de una vida de monje y de profesor, para anunciar el Evangelio a los
sencillos, a los bárbaros; a los ochenta años, una vez
más, va a una zona donde prevé su martirio. Comparando
esta fe suya ardiente, este celo por el Evangelio, a nuestra fe tan
a menudo tibia y burocratizada, vemos qué hemos de hacer y cómo
renovar nuestra fe, para dar como don a nuestro tiempo la perla preciosa
del Evangelio.
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