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La
auténtica educación para la Ciudadanía
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En
la escuela del Espíritu Santo
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Los
defectos de los santos (10 ª ed.)
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Después
de esta vida (5ª ed.)
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La
aventura de la vida eterna
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Contemplar
la Eucaristía: antología de textos para
celebrar los 2000 años de Presencia
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Félix
María Arocena Solano
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Transformación
del mundo:
la actualidad del Opus Dei
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La
Virgen de Fátima
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AA.VV.
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Queridos hermanos
y hermanas:
Después
de veinte catequesis dedicadas al Apóstol Pablo, quisiera retomar
hoy la presentación de los grandes escritores de la Iglesia de
Oriente y Occidente en la Edad Media. Y propongo la figura de Juan llamado
Clímaco, transliteración latina del término griego
klímakos, que significa de la escala (klímax). Se trata
del título de su obra principal en la que describe la escalada
de la vida humana hacia Dios. Nació hacia el 575. Su vida tuvo
lugar en los años en que Bizancio, capital del Imperio romano
de Oriente, conoció la mayor crisis de su historia. De repente
el cuadro geográfico del imperio cambió y el torrente
de las invasiones bárbaras hizo desplomarse todas sus estructuras.
Quedó sólo la estructura de la Iglesia, que en esos tiempos
difíciles continuó con su acción misionera, humana
y sociocultural, especialmente a través de la red de los monasterios,
en los que operaban grandes personalidades religiosas, como era precisamente
la de Juan Clímaco.
Entre
las montañas del Sinaí, donde Moisés encontró
a Dios y Elías oyó su voz, Juan vivió y narró
sus experiencias espirituales. Se han conservado noticias de él
en una breve Vida (PG 88, 596-608), escrita por el monje Daniel de Raito:
a los dieciséis años Juan, monje en el monte Sinaí,
se hizo discípulo del abad Martirio, un "anciano",
es decir, un "sabio". Hacia los veinte años eligió
vivir como eremita en una gruta a los pies de un monte, en la localidad
de Tola, a ocho kilómetros a los pies del actual monasterio de
Santa Catalina. Pero la soledad no le impidió encontrar a personas
deseosas de tener una guía espiritual, ni visitar algunos monasterios
cerca de Alejandría. Su retiro eremítico, de hecho, lejos
de ser una huida del mundo y de la realidad humana, le condujo a un
amor ardiente por los demás (Vida 5) y por Dios (Vida 7). Tras
cuarenta años de vida eremítica vivida en el amor de Dios
y por el prójimo, años durante los cuales lloró,
rezó, luchó contra los demonios, fue nombrado higúmeno
(superior, n.d.t.) del gran monasterio del monte Sinaí y volvió
así a la vida cenobítica, en el monasterio. Pero algunos
años antes de su muerte, nostálgico de la vida eremítica,
pasó al hermano, monje del mismo monasterio, la guía de
la comunidad. Murió después del año 650. La vida
de Juan se desarrolla entre dos montañas, el Sinaí y el
Tabor, y verdaderamente se pude decir de él que irradia la luz
que vio Moisés en el Sinaí y que contemplaron los apóstoles
en el Tabor.
Se
hizo famoso, como ya he dicho, por su obra "La Escala" (klímax),
llamada en Occidente Escala del Paraíso (PG 88,632-1164). Compuesta
por las insistentes peticiones del higúmeno del cercano monasterio
de Raito, cerca del Sinaí, la Escala es un tratado completo de
la vida espiritual, en el que Juan describe el camino del monje desde
la renuncia al mundo hasta la perfección del amor. Es un camino
que --según este libro-- tiene lugar a través de treinta
escalones, cada uno de los cuales está unido con el siguiente.
El camino puede resumirse en tres fases sucesivas: la primera muestra
la ruptura con el mundo con el fin de volver al estado de infancia evangélica.
Lo esencial, por tanto, no es la ruptura, sino la unión con lo
que Jesús ha dicho, la vuelta a la verdadera infancia en sentido
espiritual, el llegar a ser como niños. Juan comenta: un buen
fundamento es el formado por tres bases y tres columnas: inocencia,
ayuno y castidad. Todos los recién nacidos en Cristo (cfr 1 Cor
3,1) deben comenzar por estas cosas, tomando ejemplo de los recién
nacidos físicamente" (1,20; 636). El alejamiento voluntario
de las personas y lugares queridos permite al alma entrar en comunión
más profunda con Dios. Esta renuncia desemboca en la obediencia,
que es el camino a la humildad a través de las humillaciones
-que no faltarán nunca- por parte de los hermanos. Juan comenta:
"Beato aquel que ha mortificado su propia voluntad hasta el final
y que ha confiado el cuidado de su persona a su maestro en el Señor:
será colocado a la derecha del Crucificado" (4,37; 704).
La
segunda fase del camino está constituida por el combate espiritual
contra las pasiones. Cada escalón de la escala está unido
con una pasión principal, que es definida y diagnosticada, indicando
además la terapia y proponiendo la virtud correspondiente. El
conjunto de estos escalones constituye sin duda el más importante
tratado de estrategia espiritual que poseemos. La lucha contra las pasiones
se reviste de positividad -no se ve como una cosa negativa- gracias
a la imagen del "fuego" del Espíritu Santo: "Todos
aquellos que emprenden esta hermosa lucha (cfr 1 Tm 6,12), dura y ardua,
[...], deben saber que han venido a arrojarse a un fuego, si verdaderamente
desean que el fuego inmaterial habite en ellos" (1,18; 636). El
fuego del Espíritu Santo, que es el fuego del amor y de la verdad.
Sólo la fuerza del Espíritu Santo asegura la victoria.
Pero, según Juan Clímaco, es importante tomar conciencia
de que las pasiones no son malas en sí mismas; lo son por el
uso malo que de ellas hace la libertad del hombre. Si son purificadas,
las pasiones abren al hombre el camino hacia Dios con energías
unificadas por la ascética y la gracia y, "si han recibido
del Creador un orden y un principio..., el límite de la virtud
no tiene fin" (26/2,37; 1068).
La
última fase del camino es la perfección cristiana que
se desarrolla en los últimos siete peldaños de la Escala.
Estos son los estadios más altos de la vida espiritual, experimentables
por los "esicasti", los solitarios, que han llegado a la quietud
y a la paz interior; pero son estadios accesibles también a los
cenobitas más fervientes. De los tres primeros -sencillez, humildad
y discernimiento- Juan, en línea con los Padres del desierto,
considera más importante este último, es decir, la capacidad
de discernir. Todo comportamiento debe someterse al discernimiento,
todo depende de hecho de motivaciones profundas, que es necesario explorar.
Aquí se entra en lo profundo de la persona y se trata de despertar
en el eremita, en el cristiano, la sensibilidad espiritual y el "sentido
del corazón", dones de Dios: "Como guía y regla
de todas las cosas, después de Dios, debemos seguir a nuestra
conciencia" (26/1,5;1013). De esta forma se llega a la tranquilidad
del alma, la esichía, gracias a la cual el alma puede asomarse
al abismo de los misterios divinos.
El
estado de quietud, de paz interior, prepara al esicasta a la oración,
que en Juan es doble: la "oración corpórea"
y la "oración del corazón". La primera es propia
de quien debe hacerse ayudar por posturas del cuerpo: extender las manos,
emitir gemidos, golpearse el pecho, etc. (15,26; 900); la segunda es
espontánea, porque es efecto del despertar de la sensibilidad
espiritual, don de Dios a quien se dedica a la oración corpórea.
En Juan ésta toma el nombre de "oración de Jesús"
(Iesoû euché), y está constituida por la invocación
del nombre de Jesús, una invocación continua como la respiración:
"La memoria de Jesús se hace una con tu respiración,
y entonces descubrirás la verdad de la esichía",
de la paz interior (27/2,26; 1112). Al final, la oración se hace
algo muy sencillo, simplemente la palabra "Jesús" se
convierte en una sola cosa con nuestra respiración.
El
último peldaño de la escala (30), lleno de la "sobria
ebriedad del Espíritu" se dedica a la suprema "trinidad
de las virtudes": la fe, la esperanza y sobre todo la caridad.
De la caridad, Juan habla también como éros (amor humano),
figura de la unión matrimonial del alma con Dios. Y elige una
vez más la imagen del fuego para expresar el ardor, la luz, la
purificación del amor por Dios. La fuerza del amor humano puede
ser reorientada hacia Dios, como sobre el olivastro puede injertarse
el olivo bueno (cfr Rm 11,24) (15,66; 893). Juan está convencido
de que una experiencia intensa de este éros hace avanzar al alma
más que la dura lucha contra las pasiones, porque es grande su
poder. Prevalece por tanto la positividad de nuestro camino. Pero la
caridad se ve también en relación estrecha con la esperanza:
"La fuerza de la caridad es la esperanza: gracias a ella esperamos
la recompensa de la caridad... la esperanza es la puerta de la caridad...
la ausencia de la esperanza anonada la caridad: a ella están
vinculadas nuestras fatigas, por ella nos sostenemos en nuestros problemas
y gracias a ella estamos rodeados por la misericordia de Dios"
(30,16; 1157). La conclusión de la Escala contiene la síntesis
de la obra con palabras que el autor hace proferir al mismo Dios: "Que
esta escala te enseñe la disposición espiritual de las
virtudes. Yo estoy en la cima de esta escala, como dijo aquel gran iniciado
mío (San Pablo): Ahora permanecen por tanto estas tres cosas:
fe, esperanza y caridad, la más grande de todas es la caridad
(1 Cor 13,13)!" (30,18; 1160).
En
este punto, se impone una última pregunta: la Escala, obra escrita
por un monje eremita vivido hace mil cuatrocientos años, ¿puede
decirnos algo a nosotros hoy? El itinerario existencial de un hombre
que vivió siempre en la montaña del Sinaí en un
tiempo tan lejano, ¿puede ser de actualidad para nosotros? En
un primer momento, parecería que la respuesta debiera ser "no",
porque Juan Clímaco está muy lejos de nosotros. Pero,
si observamos un poco más de cerca, vemos que aquella vida monástica
es sólo un gran símbolo de la vida bautismal, de la vida
del cristiano. Muestra, por así decirlo, en letras grandes lo
que nosotros escribimos cada día con letra pequeña. Se
trata de un símbolo profético que revela lo que es la
vida del bautizado, en comunión con Cristo, con su muerte y su
resurrección. Para mí es particularmente importante el
hecho de que el culmen de la escala, los últimos peldaños
sean al mismo tiempo las virtudes fundamentales, iniciales, más
sencillas: la fe, la esperanza y la caridad. No son virtudes accesibles
sólo a los héroes morales, sino que son don de Dios para
todos los bautizados: en ellas también crece nuestra vida. El
inicio es también el final, el punto de partida es también
el punto de llegada: todo el camino va hacia una realización
cada vez más radical de la fe, la esperanza y la caridad. En
estas virtudes está presente la escalada. Fundamentalmente es
la fe, porque esta virtud implica que yo renuncie a la arrogancia, a
mi pensamiento, a la pretensión de juzgar por mí mismo,
sin confiarme a otros. Este camino hacia la humildad, hacia la infancia
espiritual es necesario: es necesario superar la actitud de arrogancia
que hace decir: yo soy mejor, en este tiempo mío del siglo XXI,
de lo que sabían los que vivían entonces. Es necesario,
en cambio, confiarse solamente a la Sagrada Escritura, a la Palabra
del Señor, asomarse con humildad al horizonte de la fe, para
entrar así en la enorme vastedad del mundo universal, del mundo
de Dios. De esta forma nuestra alma crece, crece la sensibilidad del
corazón hacia Dios. Justamente dice Juan Clímaco que sólo
la esperanza nos hace capaces de vivir la caridad. La esperanza en la
que trascendemos las cosas de cada día, no esperamos el éxito
en nuestros días terrenos, sino que esperamos finalmente la revelación
de Dios mismo. Sólo en esta extensión de nuestra alma,
en esta autotrascendencia, nuestra vida se engrandece y podemos soportar
los cansancios y desilusiones de cada día, podemos ser buenos
con los demás sin esperar recompensa. Solo si Dios existe, esta
gran esperanza a la que tiendo, puedo cada día dar los pequeños
pasos de mi vida y así aprender la caridad. En la caridad se
esconde el misterio de la oración, del conocimiento personal
de Jesús: una oración sencilla que sólo tiende
a tocar el corazón del divino Maestro. Y así se abre el
propio corazón, se aprende de Él su misma bondad, su amor.
Usemos por tanto esta "escala" de la fe, de la esperanza y
de la caridad, y llegaremos así a la vida verdadera.
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