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Informe
sobre la fe (2ª ed.)
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Cruzando
el umbral de la esperanza
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La
sal de la tierra: quién es y cómo piensa
Benedicto XVI (4ª ed.)
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Queridos hermanos
y hermanas:
La
serie de nuestras catequesis sobre la figura de san Pablo ha llegado
a su conclusión: queremos hablar hoy del final de su vida terrena.
La antigua tradición cristiana testifica unánimemente
que la muerte de Pablo vino como consecuencia del martirio sufrido aquí
en Roma. Los escritos del Nuevo Testamento no recogen el hecho. Los
Hechos de los Apóstoles terminan su relato señalando la
condición de prisionero del Apóstol, que sin embargo podía
recibir a todos aquellos que le visitaban (cfr Hch 28,30-31). Sólo
en la segunda Carta a Timoteo encontramos estas palabras premonitorias
suyas: "Porque yo estoy a punto de ser derramado en libación,
y el momento de mi partida [de desplegar las velas en el original, n.d.t.]
es inminente" (2 Tm 4,6; cfr Fil 2,17). Se usan aquí dos
imágenes, la cultual del sacrificio, que ya había usado
en la Carta a los Filipenses interpretando el martirio como parte del
sacrificio de Cristo, y la marinera de soltar las amarras: dos imágenes
que juntas aluden discretamente al acontecimiento de la muerte, y de
una muerte cruenta.
El
primer testimonio explícito sobre el final de san Pablo nos viene
de la mitad de los años 90 del siglo I, y por tanto poco más
de treinta años después de su muerte efectiva. Se trata
precisamente de la Carta que la Iglesia de Roma, con su obispo Clemente
I, escribió a la Iglesia de Corinto. En aquel texto epistolar
se invita a tener ante los ojos el ejemplo de los Apóstoles,
e, inmediatamente después de mencionar el martirio de Pedro,
se lee así: "Por los celos y la discordia Pablo fue obligado
a mostrarnos como se consigue el premio de la paciencia. Arrestado siete
veces, exiliado, lapidado, fue el heraldo de Cristo en Oriente y en
Occidente, y por su fe consiguió una gloria pura. Tras haber
predicado la justicia en todo el mundo, y tras haber llegado hasta el
extremo de Occidente, aceptó el martirio ante los gobernantes;
así partió de este mundo y llegó al lugar santo,
convertido así en el más grande modelo de paciencia"
(1 Clem 5,2). La paciencia de la que habla es la expresión de
su comunión con la pasión de Cristo, de la generosidad
y constancia con la que aceptó un largo camino de sufrimiento,
hasta poder decir: "llevo sobre mi cuerpo las señales de
Jesús" (Gal 6,17). Hemos escuchado en el texto de san Clemente
que Pablo habría llegado "hasta el extremo de Occidente".
Se discute si esto se refiere a un viaje a España que san Pablo
habría realizado. No existe certeza sobre esto, pero es verdad
que san Pablo en su carta a los Romanos expresa su intención
de ir a España (cfr Rm 15,24).
Es
muy interesante, en la carta de Clemente, la sucesión de los
dos nombres de Pedro y de Pablo, aunque éstos serán invertidos
en el testimonio de Eusebio de Cesarea en el siglo IV, cuando hablando
del emperador Nerón escribió: "Durante su reinado
Pablo fue decapitado precisamente en Roma, y Pedro fue allí crucificado.
El relato está confirmado por el nombre de Pedro y de Pablo,
que aun hoy se conserva en sus sepulcros en esta ciudad" (Hist.
eccl. 2,25,5). Eusebio después continúa relatando la declaración
anterior de un presbítero romano de nombre Gayo, que se remonta
a los inicios del siglo II: "Yo te puedo mostrar el trofeo de los
apóstoles: si vas al Vaticano o a la Vía Ostiense, allí
encontrarás los trofeos de los fundadores de la Iglesia"
(ibid. 2,25,6-7). Los "trofeos" son los monumentos sepulcrales,
y se trata de las mismas sepulturas de Pedro y de Pablo que aún
hoy veneramos, tras dos milenios en los mismos lugares: sea aquí
en el Vaticano respecto a san Pedro, sea en la Basílica de San
Pablo Extramuros en la Vía Ostiense, respecto al Apóstol
de los Gentiles.
Es
interesante señalar que los dos grandes Apóstoles son
mencionados juntos. Aunque ninguna fuente antigua habla de un ministerio
contemporáneo suyo en Roma, la sucesiva conciencia cristiana,
sobre la base de su común sepultura en la capital del imperio,
los asociará también como fundadores de la Iglesia de
Roma. Así se lee de hecho en Ireneo de Lyón, a finales
del siglo II, a propósito de la sucesión apostólica
en las distintas iglesias: "Ya que sería largo enumerar
las sucesiones de todas las Iglesias, tomaremos la Iglesia grandísima
y antiquísima y de todos conocida, la Iglesia fundada y establecida
en Roma por los dos gloriosísimos apóstoles Pedro y Pablo"
(Adv. haer. 3,3,2).
Dejemos
aparte la figura de Pedro y concentrémonos en la de Pablo. Su
martirio viene relatado por primera vez en los Hechos de Pablo, escritos
hacia finales del siglo II. Éstos refieren que Nerón lo
condenó a muerte por decapitación, ejecutada inmediatamente
después (cfr 9,5). La fecha de la muerte varía según
las fuentes antiguas, que la colocan entre la persecución desencadenada
por Nerón mismo tras el incendio de Roma en julio del 64 y el
último año de su reinado, el 68 (cfr Jerónimo,
De viris ill. 5,8). El cálculo depende mucho de la cronología
de la llegada de Pablo a Roma, una discusión en la que no podemos
entrar aquí. Tradiciones sucesivas precisarán otros dos
elementos. Uno, el más legendario, es que el martirio tuvo lugar
en las Acquae Salviae, en la Vía Laurentina, con un triple
rebote de la cabeza, cada uno de los cuales causó la salida de
una corriente de agua, por lo que el lugar se ha llamado hasta ahora
"Tre Fontane" (Hechos de Pedro y Pablo del Pseudo Marcelo,
del siglo V). El otro, en consonancia con el antiguo testimonio ya mencionado,
del presbítero Gayo, es que su sepultura tuvo lugar "no
sólo fuera de la ciudad, en la segunda milla de la Vía
Ostiense", sino más precisamente "en la granja de Lucina",
que era una matrona cristiana (Pasión de Pablo del Pseudo Abdías,
del siglo VI). Aquí, en el siglo IV, el emperador Constantino
erigió una primera iglesia, después enormemente ampliada
tras el siglo IV y V por los emperadores Valentiniano II, Teodosio y
Arcadio. Tras el incendio de 1800, se erigió aquí la actual
basílica de San Pablo Extramuros.
En
todo caso, la figura de san Pablo se engrandece más allá
de su vida terrena y de su muerte; él ha dejado de hecho una
extraordinaria herencia espiritual. También él, como discípulo
verdadero de Jesús, se convirtió en signo de contradicción.
Mientras que entre los llamados "ebionitas" --una corriente
judeocristiana-- era considerado como apóstata de la ley mosaica,
ya en el libro de los Hechos de los Apóstolesaparece una gran
veneración hacia el Apóstol Pablo. Quisiera ahora prescindir
de la literatura apócrifa, como los Hechos de Pablo y Tecla y
un epistolario apócrifo entre el Apóstol Pablo y el filósofo
Séneca. Es importante constatar sobre todo que bien pronto las
Cartas de san Pablo entran en la liturgia, donde la estructura profeta-apóstol-Evangelio
es determinante para la forma de la liturgia de la Palabra. Así,
gracias a esta "presencia" en la liturgia de la Iglesia, el
pensamiento del Apóstol se convierte en seguida en nutrición
espiritual para los fieles de todos los tiempos.
Es
obvio que los Padres de la Iglesia y después todos los teólogos
se han nutrido de las Cartas de san Pablo y de su espiritualidad. Él
ha permanecido en los siglos, hasta hoy, como verdadero maestro y apóstol
de los gentiles. El primer comentario patrístico llegado hasta
nosotros sobre un escrito del Nuevo testamento es el del gran teólogo
alejandrino Orígenes, que comenta la Carta de san Pablo a los
Romanos. Este comentario por desgracia se conserva sólo en parte.
San Juan Crisóstomo, además de comentar sus Cartas, ha
escrito de él sus siete Panegíricos memorables. San Agustín
le deberá el paso decisivo de su propia conversión, y
volverá a Pablo durante toda su vida. De este diálogo
permanente con el Apóstol deriva su gran teología católica
y también para la protestante de todos los tiempos. Santo Tomás
de Aquino nos ha dejado un bello comentario a las Cartas Paulinas, que
representa el fruto más maduro de la exegesis medieval. Un verdadero
punto de inflexión se verificó en el siglo XVI con la
Reforma protestante. El momento decisivo en la vida de Lutero fue el
llamado "Turmerlebnis", (1517) en el que en un momento encontró
una nueva interpretación de la doctrina paulina de la justificación.
Una interpretación que lo liberó de los escrúpulos
y de las ansias de su vida precedente y que le dio una nueva, radical
confianza en la bondad de Dios, que perdona todo sin condición.
Desde aquel momento, Lutero identificó el legalismo judeo-cristiano,
condenado por el Apóstol, con el orden de vida de la Iglesia
católica. Y la Iglesia le pareció como expresión
de la esclavitud de la ley a la que opuso la libertad del Evangelio.
El Concilio de Trento, entre 1545 y 1563, interpretó profundamente
la cuestión de la justificación y encontró en la
línea de toda la tradición católica la síntesis
entre ley y Evangelio, conforme al mensaje de la Sagrada Escritura leída
en su totalidad y unidad.
El
siglo XIX, recogiendo la mejor herencia de la Ilustración, conoció
una nueva reviviscencia del paulinismo, ahora sobre todo en el plano
del trabajo científico desarrollado por la interpretación
histórico-crítica de la Sagrada Escritura. Prescindamos
aquí del hecho de que también en aquel siglo, como en
el XX, emergió una verdadera y propia denigración de san
Pablo. Pienso sobre todo en Nietzsche, que se burlaba de la teología
de la humildad en san Pablo, oponiendo a ella su teología del
hombre fuerte y poderoso. Pero prescindamos de esto y veamos la corriente
esencial de la nueva interpretación científica de la Sagrada
Escritura y del nuevo paulinismo de este siglo. Aquí se subraya
sobre todo como central en el pensamiento paulino el concepto de libertad:
en él se ha visto el corazón del pensamiento de Pablo,
como por otra parte ya había intuido Lutero. Ahora sin embargo
el concepto de libertad era reinterpretado en el contexto del liberalismo
moderno. Y después se subraya fuertemente la diferenciación
entre el anuncio de san Pablo y el anuncio de Jesús. Y san Pablo
aparece casi como un nuevo fundador del cristianismo. Es cierto que
en san Pablo la centralidad del Reino de Dios, determinante para el
anuncio de Jesús, se transforma en la centralidad de la cristología,
cuyo punto determinante es el misterio pascual. Y del misterio pascual
resultan los Sacramentos del Bautismo y de la Eucaristía, como
presencia permanente de este misterio, del que crece el Cuerpo de Cristo,
se construye la Iglesia. Pero diría, sin entrar ahora en detalles,
que precisamente en la nueva centralidad de la cristología y
del misterio pascual se realiza el Reino de Dios, se hace concreto,
presente, operante el anuncio auténtico de Jesús. Hemos
visto en las catequesis precedentes que precisamente esta novedad paulina
es la fidelidad más profunda al anuncio de Jesús. En el
progreso de la exégesis, sobre todo en los últimos doscientos
años, crecen también las convergencias entre las exégesis
católica y protestante, realizando así un consenso notable
precisamente en el punto que estaba en el origen de la mayor disensión
histórica. Por tanto una gran esperanza para la causa del ecumenismo,
tan central para el Concilio Vaticano II.
Brevemente
quisiera al final señalar aún a los diversos movimientos
religiosos, surgidos en la edad moderna en el seno de la Iglesia católica,
que se remiten a san Pablo. Así ha sucedido en el siglo XVI con
la "Congregación de san Pablo", llamada de los Barnabitas,
en el siglo XIX con los "Misioneros de San Pablo" o Paulistas,
y en el siglo XX con la poliédrica Familia paulina" fundada
por el beato Santiago Alberione , por no hablar del Instituto secular
de la "Compañía de san Pablo". Sustancialmente,
permanece luminosa ante nosotros la figura de un apóstol y de
un pensador cristiano extremadamente fecundo y profundo, de cuya cercanía
cada uno de nosotros puede sacar provecho. En uno de sus panegíricos,
san Juan Crisóstomo instauró una original comparación
entre Pablo y Noé, expresándola así: Pablo "no
colocó juntos los ejes para fabricar un arca; más bien,
en lugar de unir las tablas de madera, compuso cartas y así extrajo
de las aguas no a dos, o tres, o cinco miembros de su porpia familia,
sino a la entera ecumene que estaba a punto de perecer" (Paneg.
1,5). Precisamente puede hacer aún y siempre el apóstol
Pablo. Tender hacia él, tanto a su ejemplo apostólico
como a su doctrina, será por tanto un estímulo, si no
una garantía, para consolidar la identidad cristiana de cada
uno de nosotros y para la renovación de toda la Iglesia.
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