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Vencer
el miedo
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Magdi
Allam
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Palabra
de Dios para los Domingos y Fiestas
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David
Amado
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El
viaje de los Reyes Magos
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Federico
F. de Buján
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Santos
de pantalón corto
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Javier
Paredes
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El
libro del Culto a la Virgen (Edición Familiar) Mod. A
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VV.AA.
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La
construcción de la Cristiandad Europea
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Luis
Suárez Fernández
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Un
regalo del cielo
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Pedro
Antonio Urbina
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Queridos hermanos
y hermanas:
En
el camino que estamos recorriendo bajo la guía de san Pablo,
queremos ahora detenernos en un tema que está en el centro de
las controversias del siglo de la Reforma: la cuestión de la
justificación. ¿Cómo llega a ser un hombre justo
a los ojos de Dios? Cuando Pablo encontró al resucitado en el
camino de Damasco era un hombre realizado: irreprensible en cuanto a
la justicia derivada de la Ley (cfr Fil 3,6), superaba a muchos de sus
coetáneos en la observancia de las prescripciones mosaicas y
era celoso en conservar las tradiciones de sus padres (cfr Gal 1,14).
La iluminación de Damasco le cambió radicalmente la existencia:
comenzó a considerar todos sus méritos, logros de una
carrera religiosa integrísima, como basura frente
a la sublimidad del conocimiento de Jesucristo (cfr Fil 3,8). La Carta
a los Filipenses nos ofrece un testimonio conmovedor del paso de Pablo
de una justicia fundada en la Ley y conseguida con la observancia de
las obras prescritas, a una justicia basada en la fe en Cristo: había
comprendido que cuanto hasta ahora le había parecido una ganancia,
en realidad frente a Dios era una pérdida, y había decidido
por ello apostar toda su existencia en Jesucristo (cfr Fil 3,7). El
tesoro escondido en el campo y la perla preciosa en cuya posesión
invierte todo lo demás ya no eran las obras de la Ley, sino Jesucristo,
su Señor.
La
relación entre Pablo y el Resucitado llegó a ser tan profunda
que le impulsó a afirmar que Cristo no era solamente su vida,
sino su vivir, hasta el punto de que para poder alcanzarlo incluso la
muerte era una ganancia (cfr Fil 1,21). No es que despreciase la vida,
sino que había comprendido que para él el vivir ya no
tenía otro objetivo, y por tanto ya no tenía otro deseo
que alcanzar a Cristo, como en una competición atlética,
para estar siempre con Él: el Resucitado se había convertido
en el principio y el fin de su existencia, el motivo y la meta de su
carrera. Sólo la preocupación por el crecimiento en la
fe de aquellos a los que había evangelizado y la solicitud por
todas las Iglesias que había fundado (cfr 2 Cor 11,28) le inducían
a desacelerar la carrera hacia su único Señor, para esperar
a los discípulos, para que pudieran correr a la meta con él.
Si en la anterior observancia de la Ley no tenía nada que reprocharse
desde el punto de vista de la integridad moral, una vez alcanzado por
Cristo prefería no juzgarse a sí mismo (cfr 1 Cor 4,3-4),
sino que se limitaba a correr para conquistar a Aquél por el
que había sido conquistado (cfr Fil 3,12).
A
causa de esta experiencia personal de la relación con Jesús,
Pablo coloca en el centro de su Evangelio una irreducible oposición
entre dos recorridos alternativos hacia la justicia: uno construido
sobre las obras de la Ley, el otro fundado sobre la gracia de la fe
en Cristo. La alternativa entre la justicia por las obras de la Ley
y la justicia por la fe en Cristo se convierte así en uno de
los temas dominantes que atraviesan sus cartas: Nosotros somos
judíos de nacimiento y no gentiles pecadores; a pesar de todo,
conscientes de que el hombre no se justifica por las obras de la Ley
sino por la fe en Jesucristo, también nosotros hemos creído
en Cristo Jesús a fin de conseguir la justificación por
la fe en Cristo, y no por las obras de la Ley, pues por las obras de
la ley nadie será justificado (Gal 2,15-16). Y a los cristianos
de Roma les reafirma que todos pecaron y están privados
de la gloria de Dios, y son justificados por el don de su gracia, en
virtud de la redención realizada en Cristo Jesús
(Rm 3,23-24). Y añade: Pensamos que el hombre es justificado
por la fe, independientemente de las obras de la Ley (Ibid 28).
Lutero tradujo este pasaje como justificado sólo por la
fe. Volveré sobre esto al final de la catequesis. Antes
debemos aclarar qué es esta Ley de la que hemos sido
liberados y qué son esas obras de la Ley que no justifican.
La opinión que se repetirá en la historia,
según la cual se trataba de la ley moral, y que la libertad cristiana
consistía, por tanto, en la liberación de la ética,
existía ya en la comunidad de Corinto. Así, en Corinto
circulaba la palabra panta mou estin (todo me es
lícito). Es obvio que esta interpretación es errónea:
la libertad cristiana no es libertinaje, la liberación de la
que habla san Pablo no es liberarse de hacer el bien.
¿Pero
qué significa por tanto la Ley de la que hemos sido liberados
y que no salva? Para san Pablo, como para todos sus contemporáneos,
la palabra Ley significaba la Torá en su totalidad, es decir,
los cinco libros de Moisés. La Torá implicaba, en la interpretación
farisaica, la que había estudiado y hecho suya Pablo, un conjunto
de comportamientos que iban desde el núcleo ético hasta
las observancias rituales y cultuales que determinaban sustancialmente
la identidad del hombre justo. Particularmente la circuncisión,
la observancia acerca del alimento puro y generalmente la pureza ritual,
las reglas sobre la observancia del sábado, etc. Comportamientos
que aparecen a menudo en los debates entre Jesús y sus contemporáneos.
Todas estas observancias que expresan una identidad social, cultural
y religiosa, habían llegado a ser singularmente importantes en
el tiempo de la cultura helenística, empezando desde el siglo
III a.C. Esta cultura, que se había convertido en la cultura
universal de entonces, era una cultura aparentemente racional, una cultura
politeísta aparentemente tolerante, que ejercía una fuerte
presión de uniformidad cultural y amenazaba así la identidad
de Israel, que estaba políticamente obligado a entrar en esta
identidad común de la cultura helenística con la consiguiente
pérdida de su propia identidad, perdiendo así también
la preciosa heredad de la fe de sus Padres, la fe en el único
Dios y en las promesas de Dios.
Contra
esta presión cultural, que amenazaba no sólo a la identidad
israelita, sino también a la fe en el único Dios y en
sus promesas, era necesario crear un muro de distinción, un escudo
de defensa que protegiera la preciosa heredad de la fe; este muro consistía
precisamente en las observancias y prescripciones judías. Pablo,
que había aprendido estas observancias precisamente en su función
defensiva del don de Dios, de la heredad de la fe en un único
Dios, veía amenazada esta identidad por la libertad de los cristianos:
por esto les perseguía. En el momento de su encuentro con el
Resucitado entendió que con la resurrección de Cristo
la situación había cambiado radicalmente. Con Cristo,
el Dios de Israel, el único Dios verdadero, se convertía
en el Dios de todos los pueblos. El muro así lo dice Carta
a los Efesios entre Israel y los paganos ya no era necesario:
es Cristo quien nos protege contra el politeísmo y todas sus
desviaciones; es Cristo quien nos une con y en el único Dios;
es Cristo quien garantiza nuestra verdadera identidad en la diversidad
de las culturas, y es él el que nos hace justos. Ser justo quiere
decir sencillamente estar con Cristo y en Cristo. Y esto basta. Ya no
son necesarias otras observancias. Por eso la expresión "sola
fide" de Lutero es cierta si no se opone la fe a la caridad,
al amor. La fe es mirar a Cristo, encomendarse a Cristo, unirse a Cristo,
conformarse a Cristo, a su vida. Y la forma, la vida de Cristo es el
amor; por tanto creer es conformarse con Cristo y entrar en su amor.
Por eso san Pablo en la Carta a los Gálatas, en la que sobre
todo ha desarrollado su doctrina sobre la justificación, habla
de la fe que obra por medio de la caridad (cfr Gal 5,14).
Pablo
sabe que en el doble amor a Dios y al prójimo está presente
y cumplida toda la Ley. Así en la comunión con Cristo,
en la fe que crea la caridad, toda la Ley se realiza. Somos justos cuando
entramos en comunión con Cristo, que es amor. Veremos lo mismo
en el Evangelio del próximo domingo, solemnidad de Cristo Rey.
Es el Evangelio del juez cuyo único criterio es el amor. Lo que
pide es sólo esto: ¿Tú me has visitado cuando estaba
enfermo? ¿Cuando estaba en la cárcel? ¿Me has dado
de comer cuando tenía hambre, o me has vestido cuando estaba
desnudo? Y así la justicia se decide en la caridad. Así,
al término de este Evangelio, podemos decir: sólo amor,
sólo caridad. Pero no hay contradicción entre este Evangelio
y san Pablo. Es la misma visión, según la cual, la comunión
con Cristo, la fe en Cristo crea la caridad. Y la caridad es la realización
de la comunión con Cristo. Así, si estamos unidos a Él
somos justos, y no hay otra forma.
Al
final, podemos sólo rezar al Señor para que nos ayude
a creer. Creer realmente; creer se convierte así en vida, unidad
con Cristo, transformación de nuestra vida. Y así, transformados
por su amor, por el amor a Dios y al prójimo, podemos ser realmente
justos a los ojos de Dios.
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