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La
elección de Dios: Benedicto
XVI y el futuro de la Iglesia
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Vencer
el miedo
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Queridos hermanos
y hermanas:
El
tema de la resurrección, sobre el que nos detuvimos la semana
pasada, abre una nueva perspectiva, la de la espera de la vuelta del
Señor, y por ello nos lleva a reflexionar sobre la relación
entre el tiempo presente, tiempo de la Iglesia y del Reino de Cristo,
y el futuro (éschaton) que nos espera, cuando Cristo entregará
el Reino al Padre (cfr 1 Cor 15,24). Todo discurso cristiano sobre las
realidades últimas, llamado escatología, parte siempre
del acontecimiento de la resurrección: en este acontecimiento
las realidades últimas ya han empezado y, en un cierto sentido,
ya están presentes.
Probablemente
en el año 52 san Pablo escribió la primera de sus cartas,
la primera Carta a los Tesalonicenses, donde habla de esta vuelta de
Jesús, llamada parusía, adviento, nueva y definitiva y
manifiesta presencia (cfr 4,13-18). A los Tesalonicenses, que tienen
sus dudas y problemas, el Apóstol escribe así: "si
creemos que Jesús murió y que resucitó, de la misma
manera Dios llevará consigo a quienes murieron en Jesús"
(4,14). Y continua: "los que murieron en Cristo resucitarán
en primer lugar. Después nosotros, los que vivamos, los que quedemos,
seremos arrebatados en nubes, junto con ellos, al encuentro del Señor
en los aires" (4,16-17). Pablo describe la parusía de Cristo
con acentos muy vivos y con imágenes simbólicas, pero
que transmiten un mensaje sencillo y profundo: al final estaremos siempre
con el Señor. Este es, más allá de las imágenes,
el mensaje esencial: nuestro futuro es "estar con el Señor";
en cuanto creyentes, en nuestra vida nosotros ya estamos con el Señor;
nuestro futuro, la vida eterna, ya ha comenzado.
En
la segunda Carta a los Tesalonicenses, Pablo cambia la perspectiva;
habla de acontecimientos negativos, que deberán preceder al final
y conclusivo. No hay que dejarse engañar dice como
si el día del Señor fuese verdaderamente inminente, según
un cálculo cronológico: "Por lo que respecta a la
Venida de nuestro Señor Jesucristo y a nuestra reunión
con él, os rogamos, hermanos, que no os dejéis alterar
tan fácilmente en vuestros ánimos, ni os alarméis
por alguna manifestación del Espíritu, por algunas palabras
o por alguna carta presentada como nuestra, que os haga suponer que
está inminente el Día del Señor. Que nadie os engañe
de ninguna manera" (2,1-3). La continuación de este texto
anuncia que antes de la llegada del Señor estará la apostasía
y se revelará el no mejor identificado "hombre inicuo",
el "hijo de la perdición" (2,3), que la tradición
llamará después el Anticristo. Pero la intención
de esta Carta de san Pablo es sobre todo práctica; escribe: "cuando
estábamos entre vosotros os mandábamos esto: si alguno
no quiere trabajar, que tampoco coma. Porque nos hemos enterado de que
hay entre vosotros algunos que viven desordenadamente, sin trabajar
nada, pero metiéndose en todo. A esos les mandamos y les exhortamos
en el Señor Jesucristo a que trabajen con sosiego para comer
su propio pan" (3, 10-12). En otras palabras, la espera de la parusía
de Jesús no dispensa del trabajo en este mundo, sino al contrario,
crea responsabilidades ante el Juez divino sobre nuestro actuar en este
mundo. Precisamente así crece nuestra responsabilidad de trabajar
en y para este mundo. Veremos lo mismo el próximo domingo en
el Evangelio de los talentos, donde el Señor nos dice que ha
confiado talentos a todos y el Juez nos pedirá cuentas de ellos
diciendo: ¿Habéis traído fruto? Por tanto la espera
de su venida implica responsabilidad hacia este mundo.
La
misma cosa y el mismo nexo entre parusía vuelta del Juez-Salvador
y nuestro compromiso en la vida aparece en otro contexto y con aspectos
nuevos en la Carta a los Filipenses. Pablo está en la cárcel
y espera la sentencia, que puede ser de condena a muerte. En esta situación
piensa en su futuro estar con el Señor, pero piensa también
en la comunidad de Filipos, que necesita a su padre, Pablo, y escribe:
"para mí la vida es Cristo, y la muerte, una ganancia. Pero
si el vivir en la carne significa para mí trabajo fecundo, no
sé qué escoger... Me siento apremiado por las dos partes:
por una parte, deseo partir y estar con Cristo, lo cual, ciertamente,
es con mucho lo mejor; mas por otra parte, quedarme en la carne es más
necesario para vosotros. Y, persuadido de esto, sé que me quedaré
y permaneceré con todos vosotros para progreso y gozo de vuestra
fe, a fin de que tengáis por mi causa un nuevo motivo de orgullo
en Cristo Jesús, cuando yo vuelva a estar entre vosotros"
(1, 21-26).
Pablo
no tiene miedo a la muerte, al contrario: esta indica de hecho el completo
ser con Cristo. Pero Pablo participa también de los sentimientos
de Cristo, el cual no ha vivido para sí mismo, sino para nosotros.
Vivir para los demás se convierte en el programa de su vida y
por ello muestra su perfecta disponibilidad a la voluntad de Dios, a
lo que Dios decida. Está disponible sobre todo, también
en el futuro, a vivir en la tierra para los demás, a vivir por
Cristo, a vivir por su presencia viva y así para la renovación
del mundo. Vemos que este ser suyo con Cristo crea una gran libertad
interior: libertad ante la amenaza de la muerte, pero libertad también
ante todas las tareas y los sufrimientos de la vida. Estaba sencillamente
disponible para Dios y realmente libre.
Y
pasamos ahora, tras haber examinado los diversos aspectos de la espera
de la parusía de Cristo, a preguntarnos: ¿cuáles
son las actitudes fundamentales del cristiano hacia las realidades últimas:
la muerte, el fin del mundo? La primera actitud es la certeza de que
Jesús ha resucitado, está con el Padre, y por eso está
con nosotros, para siempre. Y nadie es más fuerte que Cristo,
porque Él está con el Padre, está con nosotros.
Por eso estamos seguros, liberados del miedo. Este era un efecto esencial
de la predicación cristiana. El miedo a los espíritus,
a los dioses, estaba difundido en todo el mundo antiguo. Y también
hoy los misioneros, junto con tantos elementos buenos de las religiones
naturales, encuentran el miedo a los espíritus, a los poderes
nefastos que nos amenazan. Cristo vive, ha vencido a la muerte y ha
vencido a todos estos poderes. Con esta certeza, con esta libertad,
con esta alegría vivimos. Este es el primer aspecto de nuestro
vivir hacia el futuro.
En
segundo lugar, la certeza de que Cristo está conmigo. Y de que
en Cristo el mundo futuro ya ha comenzado, esto da también certeza
de la esperanza. El futuro no es una oscuridad en la que nadie se orienta.
No es así. Sin Cristo, también hoy para el mundo el futuro
está oscuro, hay miedo al futuro, mucho miedo al futuro. El cristiano
sabe que la luz de Cristo es más fuerte y por eso vive en una
esperanza que no es vaga, en una esperanza que da certeza y valor para
afrontar el futuro.
Finalmente,
la tercera actitud. El Juez que vuelve es juez y salvador a la
vez nos ha dejado la tarea de vivir en este mundo según
su modo de vivir. Nos ha entregado sus talentos. Por eso nuestra tercera
actitud es: responsabilidad hacia el mundo, hacia los hermanos ante
Cristo, y al mismo tiempo también certeza de su misericordia.
Ambas cosas son importantes. No vivimos como si el bien y el mal fueran
iguales, porque Dios solo puede ser misericordioso. Esto sería
un engaño. En realidad, vivimos en una gran responsabilidad.
Tenemos los talentos, tenemos que trabajar para que este mundo se abra
a Cristo, sea renovado. Pero incluso trabajando y sabiendo en nuestra
responsabilidad que Dios es el juez verdadero, estamos seguros también
de que este juez es bueno, conocemos su rostro, el rostro de Cristo
resucitado, de Cristo crucificado por nosotros. Por eso podemos estar
seguros de su bondad y seguir adelante con gran valor.
Un
dato ulterior de la enseñanza paulina sobre la escatología
es el de la universalidad de la llamada a la fe, que reúne a
judíos y gentiles, es decir, a los paganos, como signo y anticipación
de la realidad futura, por lo que podemos decir que estamos sentados
ya en el cielo con Jesucristo, pero para mostrar a los siglos futuros
la riqueza de la gracia (cfr Ef 2,6s): el después se convierte
en un antes para hacer evidente el estado de realización incipiente
en que vivimos. Esto hace tolerables los sufrimientos del momento presente,
que no son comparables a la gloria futura (cfr Rm 8,18). Se camina en
la fe y no en la visión, y aunque fuese preferible exiliarse
del cuerpo y habitar con el Señor, lo que cuenta en definitiva,
morando en el cuerpo o saliendo de él, es ser agradable a Dios
(cfr 2 Cor 5,7-9).
Finalmente,
un último punto que quizás parece un poco difícil
para nosotros. San Pablo en la conclusión de su segunda Carta
a los Corintios repite y pone en boca también a los Corintios
una oración nacida en las primeras comunidades cristianas del
área de Palestina: Maranà, thà! que literalmente
significa "Señor nuestro, ¡ven!" (16,22). Era
la oración de la primera comunidad cristiana, y también
el último libro del Nuevo testamento, el Apocalipsis, se cierra
con esta oración: "¡Señor, ven!". ¿Podemos
rezar también nosotros así? Me parece que para nosotros
hoy, en nuestra vida, en nuestro mundo, es difícil rezar sinceramente
para que perezca este mundo, para que venga la nueva Jerusalén,
para que venga el juicio último y el juez, Cristo. Creo que si
no nos atrevemos a rezar sinceramente así por muchos motivos,
sin embargo de una forma justa y correcta podemos también decir
con los primeros cristianos: "¡Ven, Señor Jesús!".
Ciertamente, no queremos que venga ahora el fin del mundo. Pero, por
otra parte, queremos que termine este mundo injusto. También
nosotros queremos que el mundo sea profundamente cambiado, que comience
la civilización del amor, que llegue un mundo de justicia y de
paz, sin violencia, sin hambre. Queremos todo esto: ¿y cómo
podría suceder sin la presencia de Cristo? Sin la presencia de
Cristo nunca llegará realmente un mundo justo y renovado. Y aunque
de otra manera, totalmente y en profundidad, podemos y debemos decir
también nosotros, con gran urgencia y en las circunstancias de
nuestro tiempo: ¡Ven, Señor! Ven a tu mundo, en la forma
que tu sabes. Ven donde hay injusticia y violencia. Ven a los campos
de refugiados, en Darfur y en Kivu del norte, en tantos lugares del
mundo. Ven donde domina la droga. Ven también entre esos ricos
que te han olvidado, que viven solo para sí mismos. Ven donde
eres desconocido. Ven a tu mundo y renueva el mundo de hoy. Ven también
a nuestros corazones, ven y renueva nuestra vida, ven a nuestro corazón
para que nosotros mismos podamos ser luz de Dios, presencia suya. En
este sentido rezamos con san Pablo: ¿Maranà, thà!
"¡Ven, Señor Jesús"!, y rezamos para que
Cristo esté realmente presente hoy en nuestro mundo y lo renueve.
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