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La
elección de Dios: Benedicto
XVI y el futuro de la Iglesia
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Vencer
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Queridos hermanos
y hermanas:
"Si Cristo
no ha resucitado, vacía es nuestra predicación, vacía
también vuestra fe... estáis todavía en vuestros
pecados" (1 Cor 15,14.17). Con estas fuertes palabras de la primera
Carta a los Corintios, san Pablo da a entender qué decisiva importancia
atribuye a la resurrección de Jesús. En este acontecimiento,
de hecho, está la solución del problema que supone el
drama de la Cruz. Por sí sola la Cruz no podría explicar
la fe cristiana, al contrario, sería una tragedia, señal
de la absurdidad del ser. El misterio pascual consiste en el hecho de
que ese Crucificado "ha resucitado el tercer día, según
las Escrituras" (1 Cor 15,4) - así atestigua la tradición
protocristiana. Aquí está la clave central de la cristología
paulina: todo gira alrededor de este centro gravitacional. La entera
enseñanza del apóstol Pablo parte desde y llega siempre
al misterio de Aquel que el Padre ha resucitado de la muerte. La resurrección
es un dato fundamental, casi un axioma previo (cfr 1 Cor 15,12), en
base al cual Pablo puede formular su anuncio (kerygma) sintético:
Aquel que ha sido crucificado, y que ha manifestado así el inmenso
amor de Dios por el hombre, ha resucitado y está vivo en medio
de nosotros.
Es importante notar
el vínculo entre el anuncio de la resurrección, tal como
Pablo lo formula, y aquel que se usaba en las primeras comunidades cristianas
prepaulinas. Aquí verdaderamente se puede ver la importancia
de la tradición que precede al Apóstol y que él,
con gran respeto y atención, quiere a su vez entregar. El texto
sobre la resurrección, contenido en el capítulo 15,1-11
de la primera Carta a los Corintios, pone bien de relieve el nexo entre
"recibir" y "transmitir". San Pablo atribuye mucha
importancia a la formulación literal de la tradición;
al término del fragmento que estamos examinando subraya: "Tanto
ellos como yo, esto es lo que predicamos" (1 Cor 15,11), poniendo
así a la luz la unidad del kerigma, del anuncio para todos los
creyentes y para todos aquellos que anunciarán la resurrección
de Cristo. La tradición a la que se une es la fuente a la que
tender. La originalidad de su cristología no va nunca en detrimento
de la fidelidad a la tradición. El kerigma de los Apóstoles
preside siempre la reelaboración personal de Pablo; cada una
de sus argumentaciones parte de la tradición común, en
la que se expresa la fe compartida por todas las Iglesias, que son una
sola Iglesia. Y así san Pablo ofrece un modelo para todos los
tiempos sobre cómo hacer teología y cómo predicar.
El teólogo, el predicador no crean nuevas visiones del mundo
y de la vida, sino que están al servicio de la verdad transmitida,
al servicio del hecho real de Cristo, de la Cruz, de la resurrección.
Su deber es ayudar a comprender hoy, tras las antiguas palabras, la
realidad del "Dios con nosotros", y por tanto, la realidad
de la vida verdadera.
Aquí es
oportuno precisar: san Pablo, al anunciar la resurrección, no
se preocupa de presentar una exposición doctrinal orgánica
-no quiere escribir prácticamente un manual de teología-
sino que afronta el tema respondiendo a dudas y preguntas concretas
que le venían propuestas por los fieles; un discurso ocasional,
por tanto, pero lleno de fe y de teología vivida. En él
se encuentra una concentración de lo esencial: nosotros hemos
sido "justificados", es decir, hechos justos, salvados, por
el Cristo muerto y resucitado por nosotros. Emerge sobre todo el hecho
de la resurrección, sin el cual la vida cristiana sería
simplemente absurda. En aquella mañana de Pascua sucedió
algo extraordinario, nuevo y, al mismo tiempo muy concreto, contrastado
por señales muy precisas, registradas por numerosos testimonios.
También para Pablo, como para los otros autores del Nuevo Testamento,
la resurrección está unida al testimonio de quien ha hecho
una experiencia directa del Resucitado. Se trata de ver y de escuchar
no solo con los ojos o con los sentidos, sino también con una
luz interior que empuja a reconocer lo que los sentidos externos atestiguan
como dato objetivo. Pablo da por ello -como los cuatro Evangelios- relevancia
fundamental al tema de las apariciones, que son condición fundamental
para la fe en el Resucitado que ha dejado la tumba vacía. Estos
dos hechos son importantes: la tumba está vacía y Jesús
se apareció realmente. Se constituye así esa cadena de
la tradición que, a través del testimonio de los Apóstoles
y de los primeros discípulos, llegará a las generaciones
sucesivas, hasta nosotros. La primera consecuencia, o el primer modo
de expresar este testimonio, es predicar la resurrección de Cristo
como síntesis del anuncio evangélico y como punto culminante
de un itinerario salvífico. Todo esto Pablo lo hace en distintas
ocasiones: se pueden consultar las Cartas y los Hechos de los Apóstoles,
donde se ve siempre que el punto esencial para él es ser testigo
de la resurrección. Quisiera citar solo un texto: Pablo, arrestado
en Jerusalén, está ante el Sanedrín como acusado.
En esta circunstancia en la que está en juego para él
la muerte o la vida, indica cuál es el sentido y el contenido
de toda su preocupación: "por esperar la resurrección
de los muertos se me juzga" (Hch 23,6). Este mismo estribillo repite
Pablo continuamente en sus Cartas (cfr 1 Ts 1,9s; 4,13-18; 5,10), en
las que apela a su experiencia personal, a su encuentro personal con
Cristo resucitado (cfr Gal 1,15-16; 1 Cor 9,1).
Pero podemos preguntarnos:
¿cuál es, para san Pablo, el sentido profundo del acontecimiento
de la resurrección de Jesús? ¿Qué nos dice
a nosotros a dos mil años de distancia? La afirmación
"Cristo ha resucitado" ¿es catual también para
nosotros? ¿Por qué la resurrección es para él
y para nosotros hoy un tema tan determinante? Pablo da solemnemente
respuesta a esta pregunta al principio de la Carta a los Romanos, donde
exhorta refiriéndose al "Evangelio de Dios... acerca de
su Hijo, nacido del linaje de David según la carne, constituido
Hijo de Dios con poder, según el Espíritu de santidad,
por su resurrección de entre los muertos" (Rm 1,3-4). Pablo
sabe bien y lo dice muchas veces que Jesús era Hijo de Dios siempre,
desde el momento de su encarnación. La novedad de la resurrección
consiste en el hecho de que Jesús, elevado de la humildad de
su existencia terrena, ha sido constituido Hijo de Dios "con poder".
El Jesús humillado hasta la muerte en cruz puede decir ahora
a los Once: "Me ha sido dado todo poder en el cielo y en la tierra"
(Mt 28, 18). Se ha realizado cuanto dice el Salmo 2, 8: "Pídeme,
y te daré en herencia las naciones, en propiedad los confines
de la tierra". Por eso con la resurrección comienza el anuncio
del Evangelio de Cristo a todos los pueblos - comienza el reinado de
Cristo, este nuevo reino que no conoce otro poder que el de la verdad
y del amor. La resurrección revela por tanto definitivamente
cuál es la auténtica identidad y la extraordinaria estatura
del Crucificado. Una dignidad incomparable y altísima: ¡Jesús
es Dios! Para san Pablo la secreta identidad de Jesús, más
aún que la encarnación, se revela en el misterio de la
resurrección. Mientras el título de Cristo, es decir,
Mesías', Ungido', en san Pablo tiende a convertirse
en el nombre propio de Jesús y el de Señor especifica
su relación personal con los creyentes, ahora el título
de Hijo de Dios viene a ilustrar la relación íntima de
Jesús con Dios, una relación que se revela plenamente
en el acontecimiento pascual. Se puede decir, por tanto, que Jesús
ha resucitado para ser el Señor de los vivos y los muertos (cfr
Rm 14,9; e 2 Cor 5,15) o, en otros términos, nuestro Salvador
(cfr Rm 4,25).
Todo esto está
cargado de importantes consecuencias para nuestra vida de fe: estamos
llamados a participar hasta en lo más profundo de nuestro ser
en todo el acontecimiento de la muerte y resurrección de Cristo.
Dice el Apóstol: hemos "muerto con Cristo" y creemos
que "viviremos con él, sabiendo que Cristo resucitado de
entre los muertos ya no muere más; la muerte ya no tiene dominio
sobre él (Rm 6,8-9). Esto se traduce en un compartir los sufrimientos
de Cristo, como preludio a esa configuración plena con Él
mediante la resurrección, a la que miramos con esperanza. Es
lo que le ha sucedido también a san Pablo, cuya experiencia está
descrita en las Cartas con tonos tan precisos como realistas: "y
conocerle a él, el poder de su resurrección y la comunión
de sus padecimientos hasta hacerme semejante a él en su muerte,
tratando de llegar a la resurrección de entre los muertos"
(Fil 3,10-11; cfr 2 Tm 2,8-12). La teología de la Cruz no es
una teoría - es la realidad de la vida cristiana. Vivir en la
fe en Jesucristo, vivir la verdad y el amor implica renuncias todos
los días, implica sufrimientos. El cristianismo no es el camino
de la comodidad, es más bien una escalada exigente, pero iluminada
por la luz de Cristo y por la gran esperanza que nace de Él.
San Agustín dice: a los cristianos no se les ahorra el sufrimiento,
al contrario, a ellos les toca un poco más, porque vivir la fe
expresa el valor de afrontar la vida y la historia más en profundidad.
Con todo sólo así, experimentando el sufrimiento, conocemos
la vida en su profundidad, en su belleza, en la gran esperanza suscitada
por Cristo crucificado y resucitado. El creyente se encuentra colocado
entre dos polos: por un lado la resurrección, que de algún
modo está ya presente y operante en nosotros (cfr Col 3,1-4;
Ef 2,6); por otro, la urgencia de insertarse en ese proceso que conduce
a todos y a todo a la plenitud, descrita en la Carta a los Romanos con
una audaz imaginación: como toda la creación gime y sufre
casi los dolores del parto, así también nosotros gemimos
en la esperanza de la redención de nuestro cuerpo, de nuestra
redención y resurrección (cfr Rm 8,18-23).
En síntesis,
podemos decir con Pablo que el verdadero creyente obtiene la salvación
profesando con su boca que Jesús es el Señor y creyendo
con el corazón que Dios lo ha resucitado de entre los muertos
(cfr Rm 10,9). Importante es sobre todo el corazón que cree en
Cristo y que en la fe "toca" al resucitado; pero no basta
llevar en el corazón la fe, debemos confesarla y testimoniarla
con la boca, con nuestra vida, haciendo así presente la verdad
de la cruz y de la resurrección en nuestra historia. De esta
forma el cristiano se inserta en ese proceso gracias al cual el primer
Adán, terrestre y sujeto a la corrupción y a la muerte,
va transformándose en el último Adán, celeste e
incorruptible (cfr 1 Cor 15,20-22.42-49). Este proceso ha sido puesto
en marcha con la resurrección de Cristo, en la que se funda la
esperanza de poder entrar con Cristo también en nuestra verdadera
patria que está en el Cielo. Sostenidos por esta esperanza proseguimos
con valor y alegría.
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