Prevención matrimonial
Fernando Pascual, L.C.
¿Quién educa a mi hijo?
Victoria Cardona

        En el mundo de la medicina el acuerdo es general: si promovemos modos saludables de vivir, habrá muchas menos enfermedades, se ahorrarán millones de dólares en hospitales y medicinas, la gente será más feliz durante muchos años.

        ¿No podríamos aplicar lo mismo a la vida matrimonial? Existen ya terapias, consultorios, psicólogos y asesores para salvar matrimonios en crisis, para restablecer el diálogo de la pareja, para curarle a él o a ella, etcétera. Incluso, por desgracia, hay miles de abogados que saben cómo aconsejar a los esposos en crisis para lograr un “divorcio” (un fracaso) sereno y “fácil”, en la medida de lo posible.

        Pero no encontramos fácilmente métodos ni consejos para que un matrimonio no fracase. Por eso, resulta urgente promover estrategias de prevención matrimonial. De este modo, podremos ayudar a millones de parejas a no fracasar, a vivir en armonía, a crecer en el amor, a dialogar con una profunda sintonía de corazones, a saber acoger y educar con generosidad a todos los hijos que Dios les conceda como fruto de su amor.

        Dejemos a los especialistas en los distintos ámbitos humanos el elaborar estrategias eficaces. Aquí queremos fijarnos en tesoros que tenemos gracias al don más grande que Dios nos ha dado: el ser católicos. Un don que, por desgracia, muchas veces dejamos de lado a la hora de ver la vida matrimonial.

        ¿Cómo ayuda nuestra condición de católicos para vivir más a fondo la vocación al matrimonio?

        1. La primera ayuda, quizá la más importante, radica en la vida de gracia. Una pareja de esposos que buscan estar cerca de Dios a través de pequeñas oraciones diarias; que recuerdan con alegría que son bautizados, que han recibido la confirmación, que están unidos en su amor a través del sacramento del matrimonio; que van a misa los domingos y, si pueden, también algún día entre semana; que se confiesan con frecuencia, para recibir el perdón de Dios y así recuperar también la caridad que nos une a los demás cristianos y, ¿por qué no?, también a la propia esposa o al propio esposo... Una pareja que vive así, ¿no tiene energías insospechadas para caminar a través de las dificultades y para disfrutar a fondo las mil alegrías de la vida familiar?

        En lugar central de esta vida de gracia debe ser, siempre, la Eucaristía. Vivir a fondo la misa, recibir a Jesucristo con fervor intenso, buscar momentos para orar ante un Sagrario: un matrimonio que vive de Eucaristía tiene asegurado el éxito completo.

        2. La segunda ayuda consiste en el diálogo continuo y cordial con el Espíritu Santo. Aunque sabemos de memoria que Dios es Uno y Trino, muchas veces dejamos de lado el papel del Espíritu Santo en la propia vida. Si los esposos saben rezar, individualmente y como pareja, al Espíritu Santo en tantos momentos y en tantas situaciones distintas, recibirán una profunda luz para comprender lo que les pasa, para decidir lo que pueda ser mejor para todos, para mantenerse fieles a los buenos propósitos, para rectificar ante decisiones equivocadas.

        ¿Cómo organizar las actividades de la casa? ¿Comprar un nuevo televisor o ahorrar para la educación de los hijos? ¿Qué hacer con el sofá que regaló la suegra? ¿Ir a comer cada semana con los padres de él o con los padres de ella? ¿Operamos al hijo de las amígdalas o buscamos el consejo de otro médico? ¿Qué decimos a la hija de 16 años que insiste en ir a la discoteca los viernes en la noche? ¿Con qué color pintar la habitación de los niños? Uno puede pensar que el Espíritu Santo es una Persona lejana, que no se interesa por estas pequeñeces de la vida familiar. En realidad, Dios, en la Tercera Persona de la Trinidad, está muy cerca de nosotros, nos ilumina y nos apoya de modos insospechados. Sobre todo, nos permite decidir no según el propio punto de vista, sino en función del bien de la familia, incluso a veces a costa de “ceder” un poco para que gane la armonía de los esposos.

        3. La tercera ayuda consiste en la vivencia profunda del Evangelio. ¿Cuántos esposos leen, como pareja, la Biblia y, especialmente, el Evangelio, para recibir luz y fuerza en la vida cotidiana? Es hermoso, en cambio, ver matrimonios que tienen en un lugar emitente, dentro de la casa, una Biblia abierta. No como ornamento, no para presumir a las visitas, sino como un punto de consulta y de inspiración.

        Abrir el capítulo 15 del evangelio de san Juan para recordar que hemos de vivir unidos a la vid y que hemos de amarnos los unos a los otros. O recordar, con la carta a los Efesios (capítulo 5) que el esposo debe amar a la esposa como Cristo a la Iglesia: dando su propia vida. O hacer propia la oración de Tobías antes de su unirse a su mujer, como señal de confianza en el Dios que da la vida y permite que el hombre y la mujer sean una sola carne (Tb 8,1-9). O vivir en esa caridad que es servicio continuo según nos recuerdan diversas cartas de san Pablo (por ejemplo, 1Cor 13 y Col 3). O recordar que la belleza de la vida matrimonial no es nada en comparación con el sabernos redimidos, sin dejar de sentirnos peregrinos en camino hacia la casa eterna donde, enjugada toda lágrima, recibiremos el abrazo definitivo del Padre (Ap 21,1-7).

        4. La cuarta ayuda radica en ese realismo tan propio de nuestra fe. Todos somos pecadores, todos tenemos mil defectos por los que pedir perdón. Creer que no tenemos pecados, que uno es siempre inocente y el otro culpable, es iniciar el camino del fracaso matrimonial. En cambio, reconocer que uno tiene culpas, que uno es débil (cf. 1Jn 1-2), y aceptar también que el otro no es perfecto, permite vivir con mayor serenidad los sobresaltos y las aventuras de la vida matrimonial.

        Podríamos añadir otros consejos para ayudar a los esposos católicos a vivir matrimonios sanos, a usar la “prevención matrimonial”. Querría añadir dos que son muy provechosos. El primero consiste en vivir muy cerca de la Virgen María. Ella fue esposa ejemplar, y una Madre de familia fuera de lo común. Ella sabe ayudar a los esposos a ser bondadosos, alegres, confiados, disponibles. Sobre todo, a estar dispuestos, en todo, para hacer la Voluntad de Dios. Aunque a veces no se vea nada claro, aunque haya que pasar por pruebas muy dolorosas; como, por ejemplo, cuando un hijo se enferma y muere.

        El segundo consiste en contemplar continuamente una cruz y, ante ella, pensar y dialogar como pareja ante las situaciones normales de la vida y ante los momentos de prueba. También si ha habido alguna infidelidad, para que la parte culpable sepa pedir perdón e iniciar el camino hacia la conversión profunda, y para que la parte inocente sepa perdonar, aunque lo haga con lágrimas de sangre por el daño recibido.

        La cruz es central de nuestra fe católica. Nos gloriamos, como dice san Pablo, en la cruz de Cristo (Gal 6,14). La cruz puede hacer que millones de esposos vivan fieles, hasta la muerte, a una promesa de amor que arranca desde el misterio de Dios y que permite, en esta tierra, gustar un poco (sólo un poco, pero lo suficiente para vivir sanamente enamorados) lo que será la dulzura eterna de los cielos.