Los ojos de una niña
Fernando Pascual, L.C.
¿Quién educa a mi hijo?
Victoria Cardona

        Aquel sacerdote había quedado con una herida profunda en el corazón. Deseaba hablar, gritar, moverse, buscar mil maneras para cambiar las conciencias... Al final, tomó un pedazo de papel y escribió, con pulso ágil, lo que desbordaba en su interior, como un chaparrón de ideas que quizá algún día podrían ser de ayuda para alguien.

        “No puedo resignarme. Es una niña normal, como todas. Con el deseo de ser buena, de estudiar, de jugar, de amar. Pero sus padres se han separado. Todas las seguridades de esa niña, desde entonces, se tambalean. Ama a los dos, a su padre y a su madre. Por eso no entiende que se hayan peleado, por eso no sabe qué hacer con el “novio” que ahora tiene mamá, o con la amiga que vive con papá...

        Tendría que explicarle que los mayores hacemos promesas, pero que muchas veces no las cumplimos. Que hay personas que se casan y son inmaduras. O que al inicio se aman de verdad, pero luego se cansan el uno del otro. No sé si comprenderá. Ella vivía feliz, con sus siete años: lo tenía en sus padres. Ahora, en cambio, están separados. Un gran dolor se ha abierto en todos: en él, en ella, en la hija...

        También en mí. Como sacerdote, como quien trabaja con niños, no puedo sentirme indiferente. Sí, lo sé: es imposible que vivan juntos esposos que no se aman, o incluso que se odian. Es cierto que muchos rompen el matrimonio por motivos muy justificados, o por un simple capricho.

        Pero, ¿y los hijos? Ellos lo ven todo desde otra perspectiva, pero sus sentimientos ahora parece que quedan en segundo plano. Antes está la realización de los mayores, su libertad, sus “derechos”, su orgullo herido o su inmadurez profunda (a veces sólo de uno de los dos, pues hay esposos que siguen fieles al amor, que son víctimas inocentes, a pesar de la traición de la otra parte).

        ¿Pedir a los padres que se reconcilien? Sería lo mejor para la niña (¿también para ellos?), pero no sé si me harán caso. Tal vez él o ella me dirán que los sacerdotes tenemos la culpa de no haberles preparado bien al matrimonio. No lo sé, pues hay sacerdotes que lo hacen muy bien. Pero incluso con una buena ayuda, los esposos siguen siendo libres, con las puertas abiertas a la fuga en cualquier momento, y muchos, por desgracia, escapan de su hogar...

        Tengo en el corazón los ojos de esa niña. Simplemente quiere que le diga qué hacer, cómo vivir lo que está pasando en su casa. Quizá le responda que sus papás son buenos, que la quieren mucho, pero... Pero no sé si esto le servirá, si daré paz a su corazón herido, si volverá a pensar que la vida es bella y que el amor es lo más hermoso que nace del corazón de los grandes...

        Rezaré por esa niña y por sus padres. Rezaré para que los novios se casen bien, para que los esposos sean fieles a su amor. Para que los niños puedan tener siempre unos padres que se aman.

        Sé que pido demasiado. Los ojos de esa niña, sin embargo, lo merecen. Y también los mismos padres que sufren, muchísimo aunque no lo digan, al ver cómo los hijos son las víctimas más débiles de un fracaso. Un fracaso que en algunos casos pudo evitarse con algo de sacrificio, con amor, con mucha oración, con un gesto de perdón. Que parece tan difícil, pero que es capaz de curar tantas heridas...”