Esclavos en el amor
Fernando Pascual, L.C.
¿Quién educa a mi hijo?
Victoria Cardona

         Todos sentimos una especial repugnancia hacia la esclavitud. Ser esclavo significa estar sometido, por la fuerza, por el miedo, a otra persona que impone y decide sin tener en cuenta muchos de los derechos y la dignidad del esclavizado.

         Pero se puede hablar, de un modo metafórico, de la esclavitud del amor. Cuando un chico o una chica se sienten subyugados ante el descubrimiento de la persona amada, se inician toda una serie de procesos psicológicos que crean una auténtica dependencia. El enamorado depende del teléfono, del correo, de la ventana, de las fiestas... de todo aquello que pueda permitirle repetir un encuentro con el otro o la otra.

         Esa “esclavitud” puede llegar a ser total cuando llega el momento del sí definitivo, cuando suenan las campanas alegres que anuncian que hay boda. El amor ha “encadenado” a los enamorados, que empiezan a vivir una común cautividad. Y, a pesar de las cadenas, viven lo que se suele llamar “luna de miel”, porque el cariño mutuo y la aventura de la nueva vida les tiene absorbidos completamente.

         Puede ocurrir, sin embargo, que con el paso del tiempo las cadenas empiecen a pesar. Hoy él llega tarde a casa, y ella empieza a tener algo de celos. Mañana hay un problema con los niños, y él le echa la culpa a ella. El otro día son los amigos que quieren invitar a uno de los esposos a una escapadita del nido del hogar para tener una aventura desleal, una pequeña traición...

         Que hayan golpes y conflictos entre dos que viven juntos es la cosa más normal del mundo. Lo importante es la manera de evitar esos golpes y de recibirlos cuando lleguen (ojalá nunca pase esto). Un matrimonio que sea la suma de dos voluntades que se mantienen unidas sólo en tanto en cuanto “yo lo quiero”, se romperá fácilmente, cuando llegue la primera dificultad, cuando no vea motivos para quererle a él o a ella más que a cualquier otra opción. En cambio, un matrimonio que se construya sobre el detalle diario, sobre la conquista delicada de la otra parte, sobre la rendición ante un deseo o un suspiro de quien amamos, tiene mayores garantías de sobrevivir, de pasar adelante el test del tiempo y la prueba del aburrimiento en el que muchos caen ante la repetición de lo mismos gestos y ante el acostarse y levantarse con la misma cara en la otra mitad del lecho matrimonial.

         Por lo tanto, hay que descubrir la libertad que nace de la esclavitud del amor. Hay que encontrar esa perla escondida que arranca del amor que no se centra en uno mismo, sino en el otro, en la otra. Hay que disfrutar a fondo la alegría del dar sin esperar nada a cambio, sin hacer del sexo o del cariño una moneda comercial para obtener algún beneficio de la otra media naranja. Hay que mantener abiertas las puertas de la vida a quienes pueden nacer entre dos “esclavos” en el amor, como también nosotros un día pudimos entrar en el mundo de los vivos gracias a la generosidad amorosa de nuestros padres. Será entonces cuando la esclavitud del matrimonio se convierta en la llave de acceso para la vida de los propios hijos. Y no hay padre ni madre más felizmente esclavo que aquel que puede hacerlo todo por quienes han nacido de un amor total y sincero.