El cuarto mandamiento al servicio de la civilización humana
Fernando Pascual, L.C.
¿Quién educa a mi hijo?
Victoria Cardona

        Entre las definiciones de Dios destaca una que sirve de luz en los momentos de dificultad, cuando los problemas nos hacen perder el horizonte: Dios es “el Señor, amante de la vida” (Sabiduría 11, 26). La Escritura nos hace ver que Dios no puede olvidar nada de lo que sale de sus manos: es un Dios amor, que se une libremente con todas sus creaturas.

        El hombre, creado a imagen y semejanza de Dios, vive continuamente una experiencia parecida a la de su Creador. Cada uno de nosotros se ha convertido en algo “posible” gracias al amor de nuestros padres. El amor inicial que les llevó a ser esposos, gracias a la donación total, se convirtió un día en amor paterno y materno. Los esposos que llegan a ser papás, hacen posible cada existencia humana, no sólo en la materialidad de un conjunto de células sino, sobre todo, en la humanización propia de la relación familiar, que se convierte en camino de acogida y de educación integral.

        En este contexto se coloca el cuarto mandamiento de la Ley de Dios, que se refiere a las obligaciones de los hijos. Lo encontramos formulado de dos maneras: “Honra a tu padre y a tu madre, para que se prolonguen tus días sobre la tierra que Yahveh, tu Dios, te va a dar” (Exodo 20, 12). “Honra a tu padre y a tu madre, como te lo ha mandado Yahveh tu Dios, para que se prolonguen tus días y seas feliz en el suelo que Yahveh tu Dios te da” (Deuteronomio 5, 16).

        En los dos textos encontramos que hay una bendición asociada al mandamiento: poder vivir en la tierra que Dios nos ofrece como don. Vivir en la tierra no es sólo tener una posesión segura, sino, sobre todo, tener un corazón bueno: haber aprendido de los propios padres la generosidad y el amor que nos han permitido existir.

        Cada familia cristiana vive en el dinamismo del amor: sólo amando nacen los hijos; sólo por amor los padres se comprometen a educarlos, según el mandamiento de Dios. Sólo en el amor los hijos pueden acoger, primero de un modo espontáneo e inconsciente, luego con mayor conciencia y responsabilidad, los dones más grandes que, después del don de la vida, los padres les pueden ofrecer: la fe, la esperanza, la caridad, los valores humanos, el sentido de la justicia, la integración en la vida social.

        De este modo el cuarto mandamiento de la Ley de Dios se convierte en puerta de ingreso para la vida comunitaria. Un niño que ha recibido amor tendrá el corazón preparado para amar. La gratitud hacia quien lo ha educado no será nunca un peso molesto, sobre todo cuando llegue el momento de la vejez o enfermedad de los propios padres, sino una llamada a vivir el regalo que se ha recibido, para poder devolver amor a quien antes nos ha amado.

        Todos deseamos un mundo “más humano”. La contaminación, el ruido, la prisa, los problemas sociales, etcétera, no pueden hacernos olvidar el camino fundamental, directo, hacia la plena humanización. Nuestras familias son el primer lugar para aprender los valores humanos, entre los que destaca el don de uno mismo. Como dice el Papa Juan Pablo II, este don de sí mismo, “que inspira el amor mutuo de los esposos, se pone como modelo y norma del don de sí que debe haber en las relaciones entre hermanos y hermanas, y entre las diversas generaciones que conviven en la familia. La comunión y la participación vivida cotidianamente en la casa, en los momentos de alegría y de dificultad, representa la pedagogía más concreta y eficaz para la inserción activa, responsable y fecunda de los hijos en el horizonte más amplio de la sociedad” (Familiaris Consortio, 37).

        Sólo los hijos que han recibido amor sabrán amar, primero a sus propios padres, luego, si Dios lo quiere, a sus propios hijos. Se construye así una cadena de amor que se difunde de modo espontáneo y que puede cambiar el rostro de nuestro planeta, es decir, el rostro de cada uno de nosotros. Ya no seremos hombres y mujeres “arrojados” en un mundo desconocido y hostil, sino hijos amados del Padre, que saben amar a sus hijos y a sus padres, en una atmósfera espiritual y humana que deberá hacer exclamar a quienes nos vean: “¡mirad cómo se aman!