Educación de los hijos: metas y medios

Fernando Pascual, L.C.
María Vallejo-Nájera
Cielo e infierno: verdades de Dios

        Imaginemos dos familias muy diferentes.

        En la primera todo gira en torno al bienestar y al dinero. Los padres trabajan para ganar más y así poder comprar un coche mejor, ir de vacaciones a un lugar exótico, disfrutar de las mejores películas y de fiestas que produzcan sensaciones placenteras.

        En la segunda todo gira en torno al amor al prójimo. El centro de interés consiste en acoger al forastero, visitar a los enfermos, compartir comida con el pobre, enviar dinero a los enfermos de malaria o de tuberculosis, y buscar hacer felices a los demás miembros de la familia.

        Es fácil deducir que según sea una familia serán los hijos. En la primera familia, el hijo tenderá a vivir centrado en las cosas materiales y en la búsqueda del placer. En la segunda familia, el hijo estará abierto a desarrollar una actitud profunda que le haga amar a los más necesitados, que le lleve a actuar para hacer más llevadero el dolor de los demás.

        Toda familia, de modo más o menos profundo, pone un especial “sello de marca” en los hijos. Hay excepciones: ha ocurrido, ocurre y ocurrirá, que un hijo viva de un modo muy distinto del que le enseñaron sus padres. Pero lo normal es que los hijos orienten su personalidad a partir de lo que han visto y han recibido en casa.

        Las familias, lo quieran o no, lo sepan o no, son siempre educadoras. Lo harán mejor o peor, llevarán a los hijos hacia una vida sana o hacia una vida descarriada. Pero ninguna familia puede decir que no tiene responsabilidad a la hora de formar a los hijos.

        Surgen entonces dos preguntas. ¿Hacia dónde queremos llevar a los hijos en el proceso educativo? Es la pregunta por las metas. ¿Cómo alcanzar los objetivos propuestos? Es la pregunta por los medios.

        Metas y medios van de la mano. Escoger los medios adecuados es imprescindible para poder alcanzar las metas. Equivocarse en los medios o elegir metas erróneas puede llevarnos a la deseducación de los hijos.

        Aclaremos, en primer lugar, cuáles son las metas. La pregunta que tenemos que responder es: ¿cómo quiero que sea cada uno de los hijos cuando llegue a la adolescencia, a la juventud, a la edad adulta?

        Para la familia católica, la respuesta es hermosa y comprometedora: quiero que cada hijo llegue a ser un auténtico cristiano, quiero que viva como hijo de Dios, quiero que conozca su fe y que sea capaz de llevarla a la práctica, quiero que un día pueda recibir el abrazo de Dios, para siempre, en el cielo.

        La conquista de una meta tan ambiciosa incluye el cultivo de las virtudes y de los valores humanos. Hay que trabajar para que los hijos lleguen a ser personas maduras, es decir, “personas sólidas, capaces de colaborar con los demás, y de dar un sentido a la propia vida” (Benedicto XVI, Carta del Papa a la diócesis de Roma sobre la tarea urgente de la educación, 21 de enero de 2008).

        A la vez, implica fomentar un ambiente de fe que permita tratar a Dios como Alguien cercano, como un Padre; que descubra la cercanía de Cristo, presente en la historia de cada uno; que se abra a la acción del Espíritu Santo, que nos guía y nos ilumina en las mil encrucijadas de la vida.

        Tener claras las metas nos ayuda a colocar en su lugar tantas ofertas educativas que proponen objetivos interesantes, pero insuficientes. Aprender inglés, ser un buen deportista, dominar la informática, son objetivos importantes, pero parciales. Son metas provisionales o, si vamos más a fondo, son simplemente medios.

        La verdadera meta, la que no deberíamos olvidar nunca, es conseguir de cada uno de los hijos un buen católico y una persona bien preparada para la convivencia con los demás. Se trata de lograr un hombre formado de modo integral y completo, en lo físico, en lo intelectual, en lo caracteriológico y, sobre todo, en lo más profundo de su condición espiritual: en su fe católica.

        Pensemos en la segunda pregunta: ¿cómo lograr la meta? En el mundo moderno se ha producido una auténtica explosión de sistemas pedagógicos. Algunos proponen, tras las huellas de Rousseau, dejar que el niño se desarrolle de modo espontáneo y sin dirección alguna. Otros, por el contrario, han defendido que el estado o los “especialistas” impongan las creencias y las opciones que realizaría cada hijo.

        Entre los extremos del libertarismo y del estatalismo podemos encontrar muchos sistemas pedagógicos, algunos mejores y otros peores. Una familia católica optará por aquellos sistemas y métodos que persigan las metas auténticas y que se basen en una correcta visión del hombre, como la que encontramos explicada en el Concilio Vaticano II (cf. el capítulo primero de “Gaudium et spes”).

        Según lo que nos enseña la Revelación y nos explica la Iglesia, el hombre es un ser creado a imagen de Dios, tiene una dignidad profunda que viene de su condición espiritual, está abierto a la verdad y al bien. Pero también sufre las consecuencias del pecado original, tiene una herida interior profunda que lo lleva al egoísmo y al mal. Con la ayuda de Dios, desde la Redención en Cristo, es posible reemprender el camino hacia el amor y vivir en marcha hacia la Patria eterna.

        Esta visión antropológica vale para todos: para los padres, que necesitan aprender cada día cómo ser buenos educadores y superar las tendencias al mal; y para los hijos, que buscan el bien pero que también son tentados por el egoísmo, la pereza, la avaricia, la envidia y los demás pecados capitales.

        Aunque nos vamos a quedar en el “pórtico”, podemos señalar algunas pistas generales a la hora de escoger los mejores medios para educar a los hijos.

        Lo primero que hace falta en toda tarea educativa es “esa cercanía y esa confianza que nacen del amor: pienso en esa primera y fundamental experiencia del amor que hacen los niños, o que al menos deberían hacer, con sus padres. Pero todo auténtico educador sabe que para educar tiene que dar algo de sí mismo y que sólo así puede ayudar a sus alumnos a superar los egoísmos para poder, a su vez, ser capaces del auténtico amor” (Benedicto XVI, Carta del Papa a la diócesis de Roma sobre la tarea urgente de la educación, 21 de enero de 2008).

        En segundo lugar, la educación acompaña y suscita en los hijos su deseo de encontrar la verdad. Buscar la verdad implica estudio, y el estudio es una actividad que se hace con esfuerzo, con fatiga, incluso con sufrimiento.

        El Papa Benedicto XVI, en la Carta que acabamos de citar, lo explicaba de un modo muy claro: “El sufrimiento de la verdad también forma parte de nuestra vida. Por este motivo, al tratar de proteger a los jóvenes de toda dificultad y experiencia de dolor, corremos el riesgo de criar, a pesar de nuestras buenas intenciones, personas frágiles y poco generosas: la capacidad de amar corresponde, de hecho, a la capacidad de sufrir, y de sufrir juntos”.

        Lo anterior nos lleva a un punto difícil, pero necesario. La tarea educativa ha de saber encontrar un sano equilibrio entre libertad y disciplina. El crecimiento físico de los niños está acompañado por un crecimiento en el uso de la inteligencia y de la voluntad. Los hijos necesitan, entonces, descubrir de qué manera hacer un uso correcto de la libertad y, al mismo tiempo, conquistar una sana disciplina desde reglas razonables que ayudan a vivir no según caprichos que nacen de las pasiones y del permisivismo de algunas sociedades modernas, sino según principios elevados que permiten crecen cada día en la responsabilidad personal y social.

        Conjugar disciplina y libertad implica ofrecer motivos y explicaciones adecuadas a cada edad para que el niño y el adolescente hagan suyos los principios morales. De este modo, podrán alcanzar una personalidad madura, generosa, abierta a cuanto de bueno y noble existe en sí mismo y en los demás. Una personalidad abierta, sobre todo, a Dios y a su Hijo Jesucristo. ¿No vale la pena cualquier esfuerzo para lograr que los hijos lleguen a una meta tan maravillosa?