Leyes tóxicas.
Compromiso
José Javier Castiella
ALBA
La felicidad de andar por casa
Aníbal Cuevas
         Veíamos la semana pasada que, en términos de fecundidad, necesaria a la sociedad española en la situación actual, y en términos de estabilidad y paz afectiva, sumamente conveniente para el adecuado desarrollo de los menores, el matrimonio se muestra como institución netamente superior a la unión de hecho, a pesar de los muchos pesares por los que últimamente se le ha hecho pasar legislativa y mediáticamente.

         Para entender porqué esto es así conviene que centremos la atención en la actitud con la que los protagonistas de matrimonios y uniones de hecho afrontan la elección entre una y otra opción. A pesar de los esfuerzos del legislador por difuminar hasta la práctica identificación, las fronteras entre la unión de hecho y el matrimonio, lo cierto es que la percepción que de uno y otra tiene el ciudadano de a pie es muy distinta. La clave de bóveda de la diferencia se llama compromiso.

         El compromiso de vida es el gran ausente de los unidos de hecho, que hacen una apuesta a corto plazo, o mejor, una apuesta de presente, sin pretensión de futuro, sometida a la permanente condición de que subsistan las circunstancias que les hacen deseable hoy la unión entre ellos. Frente a ello, los contrayentes matrimoniales hacen de su consentimiento recíproco un proyecto común de vida, una apuesta de presente y futuro, ejercen su libertad generando un vínculo, incluso jurídico. El matrimonio no es simplemente una forma, como otra cualquiera, de vivir la sexualidad en pareja, es mucho más: es una unión entre hombre y mujer en la totalidad de su respectivo ser masculino y femenino.

        Si nos negamos al compromiso el diseño de la familia se resquebraja, no funciona. El compromiso es básico, para que la unión afectiva de hombre y mujer supere las dificultades de la convivencia, para que los padres doten a los hijos de la estabilidad afectiva imprescindible para su desarrollo, para que los momentos oscuros no sean al final regidos por la ley de la selva, generadora de la violencia doméstica que padecemos…

         Por otra parte, es de todo punto evidente que la actitud de asumir un compromiso de vida es más exigente, más ardua, y exige mayor esfuerzo que la de no asumirlo. Por ello, cuando el legislador comienza a prometer lo mismo a quien se compromete que a quien no lo hace, está desincentivando el compromiso, y provocando el auge de la opción más fácil, por menos comprometida.

         Esto, traducido en cifras estadísticas nos da el siguiente cuadro. Según el Censo de 2001, las uniones de hecho eran 550.000 y suponían el 6% del total de parejas, mientras que en 2008 han superado los 1,2 millones y representan el 11% del total, habiendo crecido en un 121% en este período de siete años.

         Entre 1998 y 2006 se produce la progresiva entrada en vigor de las normas autonómicas que dotan de un cuadro de efectos a la unión de hecho similar al del matrimonio. Hemos utilizado los datos estadísticos de normativa y resultado estadístico en aumento de uniones de hecho, con un desfase de dos a tres años, que es el tiempo en el que se produce la permeabilidad de la noticia normativa, la reflexión consiguiente de los candidatos y la toma de decisiones al respecto por los mismos.

        ¿Y los matrimonios? Siguen celebrándose, claro está. El efecto atracción de las normas igualatorias de efectos no constituye el único motivo, felizmente, de las parejas enamoradas para hacer su proyecto común. Pero se estanca su número como consecuencia del aumento de las uniones de hecho.

        El legislador deberá respetar la libertad individual de quien quiera optar por la unión de hecho para su personal proyecto de vida. Evidente. No se trata de prohibir ni de imponer. Pero, para completar el cuadro normativo, sin desequilibrar la balanza de la justicia, debida a los hijos y a la propia sociedad, el legislador deberá primar la institución matrimonial, de la que le consta, si está bien informado, que cumple, mucho mejor que la unión de hecho, los objetivos que hemos examinado la semana pasada.

        Considerar la libertad individual como el único criterio con el que regular las uniones heterosexuales constituye una frivolidad imperdonable para un Gobierno que debe velar por el bien común.

         El objetivo es la mayor felicidad para el mayor número posible de ciudadanos. Para lograr ese objetivo solamente valen herramientas compatibles con el respeto a la persona y la persona es libre por esencia. Pero la libertad es herramienta imprescindible, no el objetivo y menos el objetivo único. El legislador español tiene, desde hace algunos años, la brújula normativa estropeada. Imponer la decisión individual de cualquiera, en cualquier momento y aunque de ello se deriven perjuicios para terceros, incluidos especialmente hijos menores, (en esto coinciden sustancialmente las actuales regulaciones del matrimonio y la unión de hecho), no es respetar la libertad del individuo, es idolatrarla de un modo profundamente injusto. Es desenfocar el problema de fondo y no darle solución. Es generar infelicidad, incluso para aquel cuya decisión unilateral injusta se convierte en ley impuesta para su entorno familiar.

         Comprendo que tanta crítica a la toxicidad de las leyes de familia que venimos comentando las últimas semanas, obliga a hacer un planteamiento alternativo constructivo. Prometo al lector que los artículos de las dos próximas semanas, como excepción que confirma la regla, no tratarán de leyes tóxicas, sino de alternativas de mejora normativa a las existentes en esta materia. Prepárense, por tanto, para leer propuestas políticamente sumamente incorrectas pero, eso sí, no fruto de apriorismos ideológicos, sino consecuencias lógicas de la observación de la realidad por un práctico del derecho, habituado a valorar los árboles por sus frutos. Y los árboles de este bosque son las leyes de familia.