Leyes tóxicas.
El efecto didáctico del divorcio
José Javier Castiella
ALBA
La felicidad de andar por casa
Aníbal Cuevas
        Tradicionalmente, los estudios sobre los efectos del divorcio en los hijos se han limitado a los inmediatos, que podemos llamar traumáticos y de los que nos ocupamos la semana pasada.

        Últimamente, no obstante, comienzan a aparecer estudios longitudinales, que suponen el seguimiento biográfico de grupos de hijos de divorciados y su comparación con los de hijos de familias intactas. JUDITH WALLERSTEIN, investigadora social y psicóloga de reconocido prestigio en EEUU, ha publicado su segundo libro sobre el tema. Para un grupo de hijos de divorciados que rondan los cuarenta años, da cuenta de que solamente el 30% se han casado y, de los que lo han hecho, para esta edad ya el 50% se han divorciado. Es decir, que un 85% no ha seguido la trayectoria podríamos decir tradicional de casarse y permanecer establemente casado. Este dato estadístico se repite en estudios similares, de la misma autora en 1994, y de otros autores (vid. VANGYSEGHEM y APPELBOOM, 2004; E. MARQUARDT, 2005, entre otros).

         Estos porcentajes son netamente superiores a la media en EEUU y muy superiores a los correspondientes a hijos de familias intactas.

         El objetivo de este artículo es apuntar a la causa de este hecho y las consecuencias del mismo.

        La característica determinante del desarrollo del menor de edad es la plasticidad, esto es, la capacidad de asimilar aprendizajes, recibiendo de su entorno los elementos que éste le proporciona.

         Este aprendizaje no es propiamente racional ni reflexivo, sino más bien osmótico. Me explicaré.

        Si el niño/a recibe malos tratos de su entorno, no reflexiona sobre el mal que ello supone, ni concluye que debe rechazar ese comportamiento. Lo que la práctica demuestra es que mayoritariamente los menores maltratados suelen, de mayores, ser con más facilidad maltratadores. Han hecho propia, más por ósmosis mimética, que por reflexión, la lección de la violencia padecida.

         Este mismo fenómeno es trasladable al desarrollo afectivo del menor. La plasticidad del menor, en un tema como el de su seguridad afectiva, de tan profunda incidencia en su desarrollo, hace que la vivencia del divorcio de sus padres se convierta, se quiera o no, en una lección de vida, que queda grabada a fuego en los rasgos de su personalidad y en el archivo de sus recuerdos, vivencias y valores.

         Se podría pensar que las cosas no tienen por qué producirse de este modo, sino más bien del contrario; al ser una experiencia tan negativa, llevaría a quienes la padecen a aprender la lección y evitarla en su propia vida.

         Pero no es este el diseño del aprendizaje humano. Para bien y para mal, el entorno del menor, con especial importancia, en temas afectivos, del entorno familiar, condiciona y moldea la escala de valores de éste, por la vía de la vivencia y de la experiencia de vida, mucho más que por la vía de la reflexión. En este tema, aprendemos por ósmosis de ejemplo de vida, si bien es cierto que siempre mantenemos un reducto de libertad y racionalidad, más profundo que todos los condicionantes ambientales.

         De ello se deriva el hecho estadístico aludido de que, entre los hijos de divorciados, sea mucho más frecuente y arraigada la mentalidad divorcista y la actitud de considerar el matrimonio o, en general la unión afectiva como algo cuestionable y sometido si no a término, sí a condición permanentemente.

        Así, en cada generación, desde que se introduce el divorcio en un país, al porcentaje de crisis matrimoniales ya existente, se adiciona el derivado de la llegada a la adultez del sector social que componen los hijos de divorciados, en cuyo perfil de personalidad, en lo afectivo, se incluye la impronta derivada del efecto didáctico del divorcio de sus padres.

         Esta es la razón básica de que la progresión del divorcio, en las sociedades que lo introducen como institución aceptada socialmente, responda a una inercia de crecimiento indefinido, cuya pauta la marca el sector social creciente afectado, generación tras generación.

         Así, el efecto didáctico del divorcio, en la conformación de la personalidad de los hijos de divorciados y la progresiva expansión social generacional del fenómeno, encajan perfectamente, como distintas piezas del mismo puzzle.

         Si esto es así, ¿Por qué no se plantea como problema? La respuesta a esta pregunta es compleja, pero una de sus claves quizás radique en que el sector afectado, los menores dañados, no lo hacen precisamente por su condición de menores y, cuando llegan a la mayoría de edad, cambian de grupo, pasando a engrosar el de los adultos didácticamente predispuestos a protagonizar precisamente el perjuicio de los menores, sus propios hijos, por lo que tampoco tomarán presumiblemente ninguna iniciativa en este sentido, máxime cuando, con toda probabilidad, se sienten plenamente justificados en su derecho a "rehacer su vida", tal como ya vieron, en su día, que sus progenitores lo intentaron.

         A esta realidad del crecimiento indefinido de los divorcios y sus consecuencias en la sociedad resultante, se refería HILLARY CLINTON, en discurso pronunciado siendo primera dama y senadora cuando dijo "toda sociedad necesita una masa crítica de familias que se adscriban al ideal tradicional, tanto para satisfacer las necesidades de la infancia, como para servir de modelos a otros adultos que están criando a niños en entornos difíciles. En América, corremos hoy el peligro de perder esa masa crítica".

         Por lo que se refiere a España, se cumplen ahora 30 años desde la introducción del divorcio, por ley 30/1981 de 7 de julio y son ya más de dos millones los españoles que han padecido su efecto didáctico. Siendo así las cosas, el Gobierno socialista, mediante ley 15/2005 de 8 de julio, llamada del divorcio exprés, incentiva y acelera los procesos de divorcio de tal modo, que desde el año 2006, se ha más que triplicado el número de rupturas matrimoniales, incluidos separación y divorcio.

         Las preguntas que surgen son dos: 1.- ¿Tiene sentido, en clave de bien común, de progreso, de felicidad individual y familiar esta iniciativa? 2.- ¿Rectificará el PP, si llega al Gobierno, semejante despropósito?