Misa de gloria
Miguel Aranguren
ALBA
La felicidad de andar por casa
Aníbal Cuevas

 

 

 

 

 

 

Porque nadie como ellos sabe estar en la vida camino del Cielo

        Al nacer sólo tenemos una cosa segura: que un día moriremos. Lo demás llega poco a poco, por más que después lo convirtamos en imponderables, hasta ocuparnos la cabeza de tal manera que la realidad más rotunda y segura (la de nuestra muerte) terminamos por olvidarla. Sería divertido salir a la calle y preguntar cuándo fue la última vez que el viandante pensó en su propia muerte. Los más se quedarán con el rostro descompuesto o saldrán por peteneras. Habrá también quien se santigüe dibujando un garabato acrobático en el aire. Si la muerte fuese tan negra como la pintamos, si estuviese dotada de guadaña y capucha, hace tiempo que andaría encaramada a cualquier rascacielos haciendo cuentas de todas las almas que no se escaparán de su siega. Entre las que estamos usted y yo, por supuesto.

        La muerte de Javier me ha demostrado que ni hay guadaña ni la parca se viste de negro. Y eso que Javier se ha despedido de la vida muy pronto, con año y medio y por un accidente mientras jugaba. No doy más datos. Lo único reseñable es que su fallecimiento no ha sido una tragedia, por más que el dolor haya desquebrajado el corazón de sus padres y el de todos los que les queremos. Y es que los padres de Javier son buenos cristianos y Javier era un niño bautizado. He ahí el matiz.

        Asistí a la misa de gloria del pequeño. Aquella misa, de algún modo, también fue un juego. Un juego de ángeles invisibles, de sonrisas mojadas en lágrimas y de esperanza desde el introito hasta el oremos final. Esperanza que se prolongó con los abrazos y besos a esa familia que ha sabido despedirse de Javier con la seguridad no sólo de que ha sido un regalo a todas luces inmerecido, sino de que juega en el cielo y aguarda el encuentro –dentro de mucho tiempo (qué mezcla, ¡tiempo y eternidad!)– con los suyos.

        El celebrante me abrió algo más las entendederas acerca del misterio de Dios. Jesús atraía a los niños y con toda seguridad dedicaba muchos ratos a jugar con ellos: a correr, a saltar, a trepar a los árboles, a cantar… Si Jesús nos advirtió a los mayores que el cielo sólo se abrirá a los que no dejen de ser (en lo interno y en lo externo) como niños, Dios se parece mucho a los niños y le aburren los hombres sesudos, pagados de sí mismos, arrogantes, perdonavidas, medidores, vengativos, lujuriosos, calumniadores…

        La misa de gloria de Javier me ha ayudado a asimilar la realidad de otra manera. Ahora me falta aprender a reírme un poquito más de mi sombra, como hacen los niños.