Recuperar la figura paterna
María Ester Roblero C.,
Hacer Familia
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Suzanne Venker

        Desde hace varias décadas comenzó a hablarse del “padre ausente” como caso característico de hogares donde, por divorcio o por haber nacido el hijo fuera del matrimonio, la figura paterna había desaparecido de la vida del niño. Más adelante, el término “padre ausente” empezó también a aplicarse a aquellas familias donde, existiendo un padre, éste hubiera abdicado de su rol por un desorden en sus prioridades, por verse aplastado por una “súper mujer” descalificadora o por simple inconsciencia sobre los efectos que tendría en la vida de sus hijos esta dejadez.

Víctimas de un modelo

        A juicio del norteamericano Robert Rector, de la Heritage Foundation de los Estados Unidos, muchos han lucrado por motivos ideológicos del cliché del padre ausente y sin autoridad sobre los hijos. Algunas feministas, por ejemplo, señalan que el padre es un fósil cultural de un modelo familiar en extinción y reemplazable en otros “tipos de familia” donde no necesariamente se da el triángulo padre-madre-hijos. Otros, los que abogan por un Estado todopoderoso, siempre están dispuestos a buscar fórmulas para llenar el vacío del padre ausente y ganar terreno en la vida de los individuos. Así, señala este norteamericano, “en EE UU, al igual que en otras sociedades, la familia tradicional integrada por marido, mujer e hijos, está siendo reemplazada por un nuevo modelo integrado por mujer soltera, hijos y subvención pública”. Por otra parte, como ha dicho Juan Pablo II, existe un interés en difundir la idea de que los hijos son un “derecho”, despreciando el real y auténtico derecho, que es el de los hijos, a ser concebidos por un padre y madre que crean las condiciones necesarias para que su crecimiento sea sereno y armonioso.

        Lo que nadie se atreve a decir en voz alta, es que todas las partes involucradas son víctimas del nuevo modelo. Partiendo por los hombres que aunque aparecen como los “liberados” de la carga de criar hijos, en el fondo se ven privados de la verdadera madurez que supone sacar al hogar adelante y se pasan su vida en un limbo de perpetua adolescencia egoísta. Luego, las mujeres que, sin la protección psicológica y social que da un matrimonio, se empobrecen y al cabo de unos años, terminan estableciendo relaciones amorosas difíciles y abusivas con hombres incapaces de comprometerse. Y finalmente, por supuesto están los hijos: la ausencia de figura paterna los vuelve básicamente inseguros. Su adolescencia se transforma en un caos de sentimientos encontrados donde la rabia, la violencia, la desazón no alcanzan a cuajar en un reclamo por estar privados de algo a lo que, en justicia, tenían derecho: un padre.

        Capítulo aparte merece enumerar todas las consecuencias que tiene para cualquier Estado no defender el espacio propio a la familia: junto a la desaparición de la figura del padre ha crecido la tasa de deserción escolar, el embarazo adolescente, la drogadicción y la criminalidad juvenil.

Una sociedad “adolescéntrica”

        La pérdida de la figura del padre –dice Anatrella– se explica en otros fenómenos sociales:

        La revolución cultural de año 68, señala, dejó entre sus muchas estelas la idea de que el modelo humano a seguir es la de un adolescente idealista, espontáneo y sin fuerzas externas que condicionaran su libertad. El resultado es que hoy toda nuestra sociedad se ha vuelto “adolescéntrica”. Así como en otras épocas el modelo a imitar era el anciano sabio, o el adulto seguro y responsable, hoy aparece entronizado el adolescente: entonces la libertad es confundida con espontaneidad, el amor con seducción, y el compromiso con una atadura.

        En este contexto, ser padre es imposible, puesto que el propio padre quiere o cree ser un adolescente. Y como en la adolescencia el valor supremo es la amistad, quiere ser “amigo” del hijo. Al respecto el propio Juan Pablo II ha dicho: “no tengan miedo de ser padres, … llamarles la atención y corregirlos cuando sea necesario, con todo el afecto y la ternura, es indispensable para educarles en la verdad”.

        También las mujeres han influido en desacreditar la función paterna. Pues junto con luchar por el reconocimiento de sus aportes a la educación de los hijos no han sabido preservar los valores masculinos que también forman parte de la riqueza familiar. Por ejemplo, hoy es poco popular que la mujer destaque ante sus hijos la figura de un “hombre-marido” que tiene la responsabilidad de mantener la familia. ¡Podría ser acusada de machista! Sin embargo, dice Robert Rector, “esa imagen de marido es importante para los hijos. Los jóvenes necesitan de ese modelo por cuanto, sin esa aspiración de tener ellos mismos su propia familia, pierden motivación y empeño en su estudio y trabajo”.

        Por otra parte, dice Anatrella, si la mujer no trasmite a sus hijos la idea de un marido que los cuida, también altera el proceso de identificación sexual de los niños “Cuando el varón deja de verse a sí mismo como alguien que apoya y protege a la mujer, cambia la naturaleza de sus relaciones sexuales que se vuelven terriblemente egoístas”.

        Por otra parte, los conceptos de orden y autoridad han sufrido una profunda devaluación en occidente. Tanto se ha exaltado el valor del consenso que ha llegado a creerse que este implica ninguna norma. Sin embargo, la falta de autoridad paterna a nivel familiar, pronto ve plasmados sus efectos a nivel social: «¿Qué adulto osaría hoy –pregunta el psicoanalista francés Tony Anatrella– llamar la atención a un grupo de jóvenes en la calle, en el metro o en cualquier otro lugar? Prefiere callar y seguir su camino».

        La ausencia de figura paterna también tiene relación con los prejuicios que han invadido la transmisión de la fe cristiana a las nuevas generaciones. Tony Anatrella, desde su doble experiencia de psicoanalista y sacerdote, dice que se ha cometido un grave error al dejar de hablar de paternidad con pretexto de no herir a los hijos de divorciados. O por temor a que el oyente rechace a Dios porque tuvo mala relación con su padre. O porque algunos se sienten ofendidos por quienes dicen que Dios es padre y por tanto hombre. Privar al ser humano de la novedad traída por Cristo al mundo de ser “hijos” de un padre bueno es un terrible error.

        En la misma línea, David Blankenhom, presidente del Institute por American Values, de religión protestante, hace una respetuosa crítica a los católicos: si bien la hermandad de Cristo es importante, no insisten en el papel de Dios Padre y tal vez, la desvalorización de la figura del padre en la sociedad actual coincide con la negación de paternidad de Dios.

Aquilino Polaino Lorente,
psiquiatra y académico de la Universidad Complutense de Madrid señala:

        - El vínculo padre-hijo proporciona al niño que crece la seguridad que tanto necesita. Le da confianza en sí mismo, elemento clave en el que se apoya toda su autoestima. El hijo, tras la exigencia del padre –que siempre debe ser exigencia amorosa– descubre que puede hacer más de lo que hace, que alguien confía en él y espera algo de él. Se siente valioso, pues si no lo fuera, su padre no le pediría nada.

        - El infantilismo y la inmadurez crónica son las consecuencias directas de la falta de padre. Si el hijo no aprende a ser hijo, le será mucho más difícil llegado el momento ser padre. De ahí las crisis que sobrevienen luego cuando a un hombre le tocan asumir las exigencias propias de la paternidad. En vez de acoger al hijo, al más mínimo problema, tienden a dejarle solo.