REZAR EN CASA

Vamos a referirnos a la familiaridad con Dios, a la oración sencilla y transparente, a la devoción tierna y práctica a la Santísima Virgen.

Javier Láinez
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LA BENDICIÓN DE KEVIN.

        En la divertida película “Solo en casa” (Mi pobre angelito), cuando su joven protagonista Kevin McAlister, encarnado por el actor Macaulay Culkin, descubre que su familia ha partido sin él, se dispone a comer tras haber hurgado a conciencia por la cocina. Es la primera medida que toma en su recién estrenada soledad. Sentado a la mesa, hace esta solemne bendición: “Señor, te ruego que bendigas estos macarrones recalentados en el microondas y a los que los han fabricado. Amén”. Se puede decir que no es otra cosa que una broma simpática de los guionistas de la película, con varios guiños a la sociedad de consumo, a las comidas precocinadas y a la mente despierta de los pequeños clientes de la opulencia. Pero no es mala enseñanza.¿Cuántos niños en circunstancias, no ya semejantes, sino tan sólo remotamente parecidas, serían capaces de enfrentarse a una comida en soledad recordando en ese momento la costumbre de bendecir la mesa? ¿Cuántos serían capaces de improvisar una oración de circunstancias sacada de su propia cosecha? ¿Cuántos entenderían la profunda bondad de agradecer a Dios los dones que disfrutamos? Hay que concluir, con toda seguridad, que serían capaces de hacer algo así únicamente los críos acostumbrados a convivir con Dios desde pequeños.

DIOS, UNO MÁS EN LA FAMILIA.

        La educación y el ambiente cristiano de una familia abarca campos amplísimos. Aquí vamos a referirnos a la familiaridad con Dios, a la oración sencilla y transparente, a la devoción tierna y práctica a la Santísima Virgen, a los Angeles y a los santos en un entorno doméstico, cercano y cálido. Es la sabiduría de contar con Dios. Un venerable anciano recordaba cómo, cuando era niño, acompañaba a su padre en el momento de la siembra. Al llegar ese día mágico en que se va a regar el campo con la simiente, cuidadosamente guardada hasta entonces, el duro labrador hacía un sencillo ritual. Lanzaba el primer puñado de grano al aire, diciendo: «Esto, para Dios». Un segundo puñado, también al aire: «Esto, para los pájaros». Y el tercero y los siguientes, a los surcos, con una plegaria: «Y esto, para nosotros. Que el Señor bendiga la cosecha». No es ya que el viejo recordara la oración de niño. Esa nostalgia no sería nostalgia de Dios, sino de la inocencia perdida. Lo que se le había quedado impreso en el alma era la familiaridad de su padre con Dios, con la naturaleza, con los cielos y con la tierra, con los hombres y con los animales. Una cosmovisión impensable en algunos modernos filósofos profesionales. Con tres golpes de muñeca, aquel campesino iletrado resumía un saber de siglos.

        Contar con Dios no es una pantomima reservada a la niñez, como se recuerdan luego las fantasías de los Reyes Magos o del Ratoncito Pérez. Contar con Dios es hacerle un sitio en el hogar, vivir de acuerdo con sus mandamientos y referirse a él con la misma simpatía cercana de las cosas de casa, de los asuntos más íntimos. Es vivir de fe. Una fe que irá después robusteciéndose con las demás enseñanzas aprendidas en la escuela y en la catequesis, pero que podrá hacerlo precisamente porque el terreno es el adecuado. Quien ha tenido la suerte de ver a Dios desde niño en todas las facetas de su existencia, habrá podido recorrer el camino del que es modelo para todos los hombres. San Lucas, al hacer un resumen de la infancia de Jesucristo, le ve también crecer “en edad, en sabiduría y en gracia delante de Dios y de los hombres” (Lc 2, 52).

LAS ORACIONES DE LA NOCHE.

        Nadie piense que se trata de convertir la casa en un convento. La oración ha de ser tan sencilla como cualquier actividad doméstica. Debe empapar el alma con la misma naturalidad con que la lluvia fina esponja la tierra. Una ocasión muy apropiada es el momento de irse a dormir. Muchos reconocerán el bullicio que se organiza en una casa con varios hijos en este momento. Victoria Gillick es una madre de diez chiquillos que tuvo en jaque a las autoridades británicas de la salud que pretendían entrometerse en la educación de sus hijos. En su apasionante libro Relato de una Madre, lo cuenta de un modo jovial y entrañable: “¡Crack, crack! Sonaba la señal de alarma: eran dos taconazos que daba yo en la escalera junto con la declaración final: «Os advierto, niños, que si en cinco minutos no estáis en la cama, ¡ay del que sea cogido!» Se producía entonces arriba un frenesí de actividad; todos salían de estampida hacia el cuarto de baño, todavía sin puerta, y se oía un rumor de quejas y codazos de quienes no querían quedarse atrás. Yo volvía al fregadero de la cocina y me ponía a lavar, segura de que al menos la mayoría se metería pronto en cama (...). ¡Plon! ¡Plon! ¡Mamá está subiendo las escaleras de dos en dos! ¡Rápido, rápido! Alguno no ha conseguido meterse en cama en el tiempo señalado. Alguno se ha despistado, se ha puesto a soñar despierto o se ha dedicado a cuchichear ruidosamente. Mamá llega y coge el huesudo cuerpo del más cercano o del más ruidoso y le da una zurra en el culo desnudo. El sonido del cachete provoca un murmullo de regocijo entre todos los otros en medio del crujido de los muelles de las camas y el roce de las mantas. «¡Te lo advertí!», dice ella. Se hace de nuevo la paz, y se anuncian las oraciones. Los niños se sientan, algunos se levantan de la cama y se arrodillan junto a la puerta; los pequeños simplemente colocan el borde de las sábanas bajo la barbilla y escuchan complacidos. Me arrodillo en el rellano de la escalera y comienzo: «Jesús, María y José; Dios nos bendiga y nos guarde a todos seguros y sanos...» Sigue entonces la letanía de los nombres de cada uno, lista que ha ido alargándose con los años. Y después un Avemaría, la oración al Ángel de la guarda y un acto de contrición. Al final, la oración de San Ignacio: «Dar y no pedir el precio, trabajar y no buscar la paga...». Siempre merece la pena decir estas cosas”.

DE LOS LABIOS DE UNA MADRE.

        Entre los padres y los hermanos hay como un especial aire de familia, un montón de minúsculos sobreentendidos que hacen posible y fácil la vida en una casa y que dan a los distintos miembros un determinado perfil, como una especie de denominador común. “Todos llevamos en nuestra sangre el tesoro fisiológico, psíquico y espiritual que nos han transmitido nuestros padres”, decía el Beato Josemaría, en su catequesis por España en 1972. Es muy grande la responsabilidad de educar a los hijos en todos los sentidos. Una educación que abarca una inmensidad de capítulos, que supone años de esfuerzo, que obliga a elegir cuidadosamente el colegio que completará la enseñanza de casa, que implica coherencia y responsabilidad de los padres en todos los ámbitos, que ofrece el aprendizaje de una piedad capaz de enriquecer la vida de los hijos abriendo horizontes a la trascendencia. Será precisamente en los hogares cristianos donde se cree la primera y más firme trinchera para acometer la ola de secularismo que amenaza con anegar nuestra sociedad occidental. Puede parecer que es poca cosa, que la corriente del agnosticismo les arrastrará tarde o temprano. No se debe despreciar una catequesis sencilla y constante que enseñe desde la primera infancia a convivir con lo sobrenatural. Enseñar a rezar no es crear en los hijos un universo artificial que se desvanecerá necesariamente al chocar con el ambiente. Si ese razonamiento fuera cierto, sería también ilusorio enseñarles el valor de la verdad, la honradez para cumplir los compromisos o a saber perder y ganar en los juegos con elegancia. El ambiente egoísta y falso de algunos de sus compañeros también terminarían arruinando lo hecho en casa.

EL EJEMPLO ELOCUENTE DE UN HOMBRE SANTO.

        Una madre preguntó en Sâo Paulo al Beato Josemaría qué oraciones podría rezar con sus hijos: “¡Muy breves! Enséñales a rezar a la Virgen, por la noche, una oración muy corta: un Avemaría o, a lo más, tres; aunque con una bastaría. Y al Ángel custodio. Tú verás. Lo que a ti te enseñó tu madre. Todavía rezo en voz alta por la noche, mientras me quito la ropa, las mismas oraciones que me enseñó mi madre. Eso viene muy bien. La piedad que dejáis vosotras en vuestros hijos es como una semilla en tierra fecunda. Pasan los años, se llega a tener mi edad –una edad en plena juventud–, y continúa dando flores y frutos. Yo me acuerdo de mi madre con cariño, necesariamente (...). Hemos de amar a nuestros padres; y la culpa de ese amor la tienen, en buena parte, las madres, que han tenido de modo especial la preocupación de enseñarnos a rezar. No es que los padres no nos enseñaran, porque el mío también rezaba conmigo. No les obliguéis a grandes rezos: poquitos, pero todos los días. Cuando son muy pequeñines, les tomas la mano y les santiguas tú, con su manita. No se olvida nunca esto. Vuestra delicadeza y vuestra piedad, con la piedad de vuestros maridos, de nuestros padres, queda en el fondo del alma. Y si vienen luego las pasiones, que nos tiran abajo, y tenemos una temporada mala en la vida, al final vuelve a brotar la buena semilla. ¿Oyes? ¡No se pierde nunca la piedad que las madres metéis en el corazón de vuestros hijos!

        La misma dureza de la vida a la que los padres deben saber enfrentar a sus hijos, y las primeras enseñanzas morales, deben estar empapadas de ese modo de ver las cosas cristiano, que lleva a compartir y a disculpar las ofensas. El cansancio al final del día debe dar paso al agradecimiento a Dios y a la preparación del día siguiente. El mero hecho de ver rezar a los pequeños, de contemplar el candor con el que saben dirigirse al Señor, es toda una lección también para los padres. Esta es la experiencia de la Sra. Gillick: “Una niña de suelto pelo rojo-dorado envuelve su cara pecosa, arrodillada de perfil en su cama, a la suave luz del crepúsculo, al final de la habitación. Delante de ella, en el suelo y enmarcada por el pasillo, otra pequeña se arrodilla y se sienta sobre los talones, con su camisón blanco que la hace parecer un angelito. De repente, un gatito salta de no se sabe dónde hacia la pequeña, y en su locura nocturna, vuelve a saltar para desaparecer de la vista. Las dos niñas se ríen mientras se tapan la boca con sus manos ahuecadas. Esos momentos son una gran compensación para su madre. Puede que no sea mucho, pero es bastante”.

LOS MOMENTOS DEL ESPÍRITU.

        Enseñar a rezar requiere tiempo y calma. Es necesario saber hacerlo amable. Parece una misión imposible cuando toda la pelea de la noche, por ejemplo, puede ser arrancar a los hijos de la tele o del ordenador para lograr que se acuesten en paz y a la hora adecuada. Es, sin duda, una batalla que hay que comenzar ganando desde el principio, pero sin entrar en mayores honduras, conviene dejar claro un criterio elemental: los hijos rezarán si ven a sus padres rezar. Lo que es difícil es que lo hagan mientras sus padres, indolentes, permanecen frente al televisor después de haber enviado ágriamente a la pequeña tropa a sus habitaciones. Entre los sacrificios que se exigen a unos padres consecuentes está el de disfrutar con sus hijos de esos momentos del espíritu, tanto al acostarse, como al levantarse, al rezar el ángelus a mediodía, a la hora de comer o al recitar el rosario a la caída de la tarde.

        Rezar en casa, convivir con Dios, abrir los ojos para ver más allá de lo meramente terreno... Una enseñanza que supondrá otras muchas sobre el sentido del dolor, sobre la necesidad de compartir, sobre la solidaridad, sobre el valor de la tarea bien hecha. Una enseñanza, en fin, que quedará entre los cimientos de la personalidad.