El poder de la Iglesia

Alfonso Aguiló
Libertad y tolerancia en una sociedad plural: el arte de convivir
Alfonso Aguiló

        —Bueno, ¿y qué dices del poder civil y político de la Iglesia, tan relevante durante algunos siglos...?

        Antes de nada, debo insistir en que no tengo inconveniente en admitir que ha habido actuaciones y mentalidades erradas en pueblos cristianos, y que con frecuencia han caído en ellas personajes eclesiásticos.

        Sin embargo, para ser justos, conviene enmarcar ese fenómeno en sus adecuadas coordenadas históricas, valorando todos los condicionantes de cada época. Por ejemplo, muchos de esos errores a los que te refieres fueron consecuencia de la enorme presión que ejercieron los poderes civiles para intervenir en la Iglesia e intentar utilizarla como un instrumento de lucha política. El hecho de que algunos eclesiásticos no lograran o no pudieran resistir esa intromisión, o se intoxicaran de la mentalidad imperante en una época determinada, es un error, indudablemente, pero un error que debe juzgarse en el contexto sociocultural de esa época concreta. De lo contrario, es fácil caer en una visión muy anacrónica, puesto que no se puede pretender que los hombres del siglo XVI pensaran como los hombres del siglo XXI.

        La única época que no criticamos -señala Jean Marie Lustiger- es la nuestra, porque nos parece evidente. Nuestra referencia actual es lo que a nosotros nos parece más acertado y sensato, pero basta una perspectiva de cincuenta o cien años para que sea palpable la relatividad de esos puntos de vista, aun los considerados en aquel momento como más razonables.

        Por eso sería un anacronismo que juzgáramos una sociedad, una época anterior, desde una óptica que nos parece la ideal hoy, sin hacernos cargo del diferente marco histórico, como si nosotros estuviéramos al margen de la historia y fuéramos sus jueces.

        Hecha esta salvedad, solo insistiría en que no se caiga en una visión simplista de la historia. Es triste que haya habido cobardías, errores y pecados. Pero la vida de los hombres es una historia de pecado y de perdón de la que nadie ha quedado exento, tampoco los sinceramente creyentes y deseosos de santidad. Y eso son cosas de la vida, no de la Iglesia.