¿Realidad verdadera... o una ficción?

Alfonso Aguiló
Libertad y tolerancia en una sociedad plural: el arte de convivir
Alfonso Aguiló

        —¿Y no pudo ser Jesucristo un fanático, o un esquizofrénico que se inventase su papel con gran genialidad?

        "La verdad es que, si esto fuera así -continúa Tomás Alfaro-, sería el mayor farsante de todos los tiempos. Porque encarnó con una exactitud impresionante dieciocho siglos de profecías anteriores a Él. Y de las distintas interpretaciones a esas profecías, no fue a elegir la más fácil ni la más agradable. Continuamente surgían en Israel supuestos Mesías que pretendían ser el libertador victorioso. Naturalmente, ellos y sus seguidores eran eliminados en poco tiempo por la potencia dominante del momento. Sus burdas doctrinas no les sobrevivían más allá de unos meses, tal vez unos años en el mejor de los casos. Pero no se sabe de un solo caso de un farsante que quisiera representar el papel de la profecía del Siervo Sufriente y morir de una manera tan cruel (y tan infame en aquellos tiempos)."

        —Bueno, podría decirse que era un loco muy especial.

        Pero tampoco eso cuadra. De un esquizofrénico con manía autodestructiva no cabría esperar ni la serena doctrina ni la vida ejemplar de Jesucristo.

        —¿Y la fe en Jesucristo no podría ser una simple ilusión, un hermoso sueño forjado por la humanidad?

        Si se analiza la coherencia de la figura de Jesucristo, y su conveniencia en el corazón de la condición humana y de la historia -apunta André Léonard-, puede verse que no se trata de una coherencia artificial que el espíritu humano hubiera podido inventar, y después dominar, como si fuera una ilación lógica que caracteriza a un sistema filosófico bien trabado o a una ideología hábilmente adaptada a la mentalidad ambiental. Es algo muy distinto. Se trata de una coherencia tan compleja, tan contrastada, tan imprevisiblemente vinculada a un gran número de realidades históricas, que es totalmente imposible de construir por un esfuerzo de lógica.

        De la figura de Jesucristo, tal como aparece en el Nuevo Testamento, emana un enorme poder de convicción. Se presenta con una capacidad de captación tan singular que la historia de los hombres no ha conocido nada semejante. Un poder de captación que, además, hace su figura convincente, pero no ineludible. Dios desea ser amado libremente por unas criaturas libres, y no una adhesión forzada por parte del hombre. Por eso, nuestra existencia empieza, y debe empezar, por el claroscuro de esta vida terrena, marcada por la no evidencia de Dios.