¿Pensar en la muerte?

Alfonso Aguiló
Libertad y tolerancia en una sociedad plural: el arte de convivir
Alfonso Aguiló

        Los sabios de todas las épocas -comenta Alejandro Llano- han aconsejado meditar acerca de la muerte, para descubrir su oculto sentido y alcanzar así una paz profunda, sin la cual es imposible la felicidad. Rehuir el tema, jugar al escondite con uno mismo, no es una actitud muy digna, y menos en asunto tan capital.

        Una de las cuestiones que más preocuparon a Platón fue el destino después de la muerte. Estaba convencido de que "el mal deja en el alma una cicatriz patente a la mirada insobornable del Juez"; que los culpables que aún fueran capaces de curación, serían conducidos por un tiempo a un lugar de purificación; y que, en cambio, los incapaces de curación sufrirían un castigo para siempre. Por eso aseguraba que la muerte ponía a las personas en la verdadera realidad. Cuando el tiempo apremia y el hombre se familiariza con la idea de la muerte, empieza a preocuparse por cosas que antes no le importaban.

        Para algunos, uno de sus mejores argumentos contra Dios y contra la Iglesia es asegurar que a Misa asisten más los viejos que los jóvenes. Suponiendo que esto fuera cierto, también podría verse como un argumento a favor de la fe. Llegados a cierta edad, la muerte ya no es algo posible, sino probable. No hay tiempo para seguir orillando los grandes planteamientos de la vida, ni para despreciar los grandes interrogantes con una broma más o menos ingeniosa. Es la hora de la verdad. Y cuando llega la hora de la verdad, la gente suele acordarse de Dios.

        La muerte nos mantiene encadenados como a un oso los titiriteros. Es una cadena que tiene, cuando más, tres, cuatro metros de longitud; cuarenta, sesenta, ochenta años, cuando se trata de los hombres. ¿Quién no siente en el tobillo la presión de esa cadena que nos retiene atados a la muerte? ¿Quién no ha sentido muchas veces pasar, más o menos cerca, su sombra temible? "El hombre que no percibe el drama de su propio fin -escribió Carl Gustav Jung, uno de los padres del psicoanálisis-, no estaría en la normalidad sino en la patología, y tendría que tenderse en la camilla y dejarse curar".

        Ante la cercanía de la muerte, la razón humana apenas tiene ninguna experiencia donde hacer pie. Por eso dice Delibes que, tantas veces, al palpar esa realidad, "vuelves los ojos a tu interior y no encuentras más que banalidad, porque los vivos, comparados con los muertos, resultamos insoportablemente banales".

        Para algunos, la muerte acaba con todo. Parece como si una persona no fuera más que una simple alta en el Registro Civil, que basta luego con dar de baja, y ya está. O un simple paquete de músculos y huesos, que luego se pudren, y ya está. O un Número de Identificación Fiscal, que también se da de baja después de haber cumplido con sus tributaciones, y ya está. Sin embargo, lo único seguro es que la muerte acaba con el cuerpo. Se derrumba todo el edificio biológico, es verdad. Lo que era carne se convierte en polvo y ceniza, de acuerdo. Pero ahí no acaba la persona. Si la persona tiene cuerpo y alma, detrás de la muerte ha de haber un destino para el alma.