¿"Enseñar" a crear a Dios?

Alfonso Aguiló
Libertad y tolerancia en una sociedad plural: el arte de convivir
Alfonso Aguiló

        "Solo veo dos opciones posibles: o Dios no existe y el mundo es desesperante y absurdo; o bien Dios existe, pero nos ha dejado abandonados a nuestra suerte.

        "Pero no pretendas decirme que Dios es bueno y todopoderoso, si permite semejantes injusticias. Dios tendría que haber hecho el mundo de otra manera."

        Así hablaba una persona afligida por una grave injusticia profesional que no había sabido encajar.

        Siempre me ha parecido que hay que ser muy comprensivos ante este tipo de reacciones. Suelen ser situaciones que ponen a prueba la categoría humana de cada uno, y no sabemos cómo lo llevaríamos nosotros (es mejor no ser presuntuosos).

        Pero la solución no es pensar que lo haríamos nosotros mejor que Dios si contáramos con su omnipotencia. Es una idea que quizá provenga de esa vocación oculta de dictadores que todos llevamos dentro. ¿A quién no le encantaría ser Dios durante un ratillo para dirigir mejor la libertad humana, con la seguridad de organizar el mundo mucho mejor de lo que lo hizo el auténtico Dios...?

        De todas formas, personalmente agradezco que haya sido Dios quien organizara el mundo. Porque quién sabe cuántas tonterías impondrían con su capricho quienes pretenden dar lecciones a Dios sobre cuál debe ser la mejor solución para cada uno de los movimientos de la historia de los hombres.

        Es verdad que a veces resulta difícil ahondar en el profundo enigma de la existencia del mal en el mundo. No siempre es fácil comprender cómo se compagina el sufrimiento propio o ajeno con la bondad de Dios.

        A veces la confusión proviene del concepto de bondad que aplicamos a Dios. Probablemente cuando éramos jóvenes nos molestaba que nuestros padres nos prohibieran hacer algunas cosas o nos obligaran a otras. O que aquel profesor fuera tan exigente y nos hiciera trabajar tanto. Y quizá entonces veíamos todo eso como la imposición de unos dictadores injustos, y nos rebelábamos ante lo que no entendíamos. Sin embargo, ahora, que ha pasado el tiempo, comprendemos mejor por qué lo hacían, al menos en bastantes de esas cosas. Comprendemos que el amor de los padres por sus hijos, o el desvelo de un buen profesor por sus alumnos, necesita de la corrección y de la exigencia. Y que la educación en la libertad no impide la posibilidad de sufrir injusticias, ni excluye de modo absoluto el sufrimiento. Una educación basada en consentirlo todo y resguardar de todo, sería una pésima educación. Un padre temeroso que anulara la libertad de su hijo para impedir que pudiera hacer o recibir cualquier daño, sería el más engañoso símbolo de la bondad y la paternidad. Y ese profesor con el que no hacíamos nada útil en todo el curso -y al que quizá entonces apreciábamos mucho por eso-, es un pésimo profesor.

        Volviendo al origen de nuestra comparación, podemos decir que las personas que se desesperan cuando Dios permite que suframos cualquier inconveniente, son -de algún modo- como los niños que se impacientan y patalean cuando las decisiones movidas por el cariño de las personas que les aprecian no coinciden exactamente con sus gustos y preferencias. En el fondo de sus mentes, desean un Dios que fuera algo parecido a lo que representa una benevolencia complaciente y senil para un niño mimado. Quisieran que el mundo fuera una suerte de Disneylandia, o como un bucólico paseo por un parque en un día de primavera. Y si no, para algunos, esa es su más sólida justificación para asegurar que Dios no existe.

        Hacer compatible el sufrimiento humano con la existencia de un Dios que nos ama, es un problema insoluble si consideramos un significado trivial de la palabra amor. Aproximadamente igual de insoluble que la perplejidad del niño que se rebela, y que dice que su madre no le quiere, porque le hace tomar una medicina que no le gusta, pero que le va a curar. Es cuestión de que pase el tiempo, tenga una visión más completa de las cosas, y entonces irá comprendiendo mejor la esencia de lo que verdaderamente es el amor de los padres.

        Además, nadie ha logrado resguardar a sus hijos hasta del más pequeño sufrimiento. Entre otras cosas porque implicaría negar la capacidad de gozar, que, en esta tierra, es básicamente una capacidad que sentimos por contraste. Es como si uno quisiera perder el sentido del tacto en la piel para así no notar el frío o el calor: tampoco entonces podría sentir el bienestar de una temperatura agradable. O como si alguien quisiera acabar totalmente con la oscuridad y que todo fuera luz: desaparecería el contraste visual y, con él, los contornos y el color: quedaría como ciego.