¿Desaparecerá la fe al madurar la sociedad?

Alfonso Aguiló
Libertad y tolerancia en una sociedad plural: el arte de convivir
Alfonso Aguiló

        Cuenta López Quintás en uno de sus libros cómo un día, al atardecer, después de visitar la catedral de Notre-Dame, mientras callejeaba por el viejo París, se encontró sin querer con un pequeño edificio abandonado, con sus sórdidas ventanas cruzadas por listones de madera. Aquella construcción semirruinosa resultó ser el famoso "Templo de la Nueva Religión de la Ciencia", que hacía siglo y medio había erigido el filósofo francés Augusto Comte.

        El contraste fue tan brusco como expresivo. El templo con el que se pretendió dar culto al progreso científico se hallaba arrumbado. La vieja catedral, en cambio, lucía sus mejores galas, como en sus grandes tiempos medievales. La música se acompasaba en ella con la armonía de los órdenes arquitectónicos, con el buen decir de los oradores, con el magnífico juego litúrgico que un día navideño había conmovido años atrás al gran poeta Claudel hasta llevarlo a la conversión.

        La historia de aquel templo olvidado está emparentada con la de la Ilustración, que en su día se alzó con la ilusión de "despojar al hombre de las irracionales cadenas de las creencias y saberes supersticiosos basados en la autoridad y las costumbres". El pensamiento ilustrado de la Enciclopedia consideraba los conocimientos religiosos como "simples e ingenuas explicaciones de la vida dadas por el hombre no científico". Multitud de pensadores, en su aversión a la fe, se complacían en dar al sentimiento religioso el origen más bajo posible. Se figuraban a nuestros antepasados como "seres perpetuamente atemorizados, empeñados en conjurar las fuerzas hostiles del cielo y de la tierra mediante prácticas irracionales". Veían a Dios como un simple "producto del miedo de las civilizaciones primitivas, cuando todavía la fábula tenía cabida en esos espíritus atrasados".

        Se sentían llamados a "liberar a toda la humanidad de aquel lamentable estado de ignorancia". La fe acabaría por desaparecer a medida que la sociedad fuera madurando: "La diosa Razón arrinconaría esa ignorancia, iluminaría el camino, y dirigiría con mano segura los destinos de la Humanidad".

        Pensaban que la tendencia a buscar en los dioses una razón de existir pertenecía a un estado primitivo de la vida humana, que daría paso al pensamiento filosófico, y, más adelante, acabaría por ceder su puesto al conocimiento científico, que otorgaría al hombre su primacía absoluta en el universo y le situaría en su mayoría de edad.

        Esta teoría de Comte sobre la evolución humana a través de los tres estados –religiosidad, pensamiento filosófico y conocimiento científico– gozó en su tiempo de una gran acogida, y en su honor se erigió aquel templo dedicado a la "Nueva Religión de la Ciencia".

        —Es curioso que la ciencia tomara esa representación religiosa, ¿no?

        Fue efectivamente un curioso fenómeno de sustitución. El hombre, fascinado por la ciencia, la eleva hasta ocupar el lugar de lo sagrado. Pero no era un simple conflicto entre ciencia y fe. De hecho, entronizar a una guapa muchachita parisiense en la catedral de Notre-Dame -como hicieron-, dándole el título de "Diosa Razón", no parece que formara parte de las ciencias experimentales. Detrás de todo aquello latía el empeño ateo de proclamar la salvación de la humanidad por sí misma, y la llegada de una sociedad iluminada por solo la razón humana.

        Han pasado menos de dos siglos, y el estado de abandono en que se encuentra hoy aquel templo laico es quizá un fiel reflejo del abandono de aquella concepción de hombre que tanta fuerza tuvo en esa época. Aquella ilusión según la cual el advenimiento de la era científica permitiría eliminar el mal del mundo ha venido a resultar un doloroso engaño. Sus hipótesis resultaron estar preñadas de más ingenuidad que la que ellos achacaban a las épocas históricas anteriores.