¿Puede la ciencia controlarse a sí misma?

Alfonso Aguiló
Libertad y tolerancia en una sociedad plural: el arte de convivir
Alfonso Aguiló

        El físico alemán Otto Hahn, inventor de la fisión del átomo de uranio, se encontraba recluido en un campo de concentración inglés, junto con otros eminentes hombres de ciencia. Cuando en agosto de 1945 le llegó la noticia de que Hiroshima había sido arrasada por una bomba atómica, sintió una profundísima culpabilidad. Sus investigaciones sobre la fisión del uranio habían acabado por utilizarse para producir una terrible masacre. Tal fue su desazón que intentó abrirse las venas con los alambres de espino que rodeaban el campo.

        Una vez que sus compañeros lograron disuadirle, el viejo profesor les hizo, desolado, la siguiente confesión: "Acabo de advertir que mi vida carece de sentido. He investigado por puro deseo de revelar la verdad de las cosas, y todo aquel saber científico acaba de convertirse en un enorme poder aniquilador".

        La experiencia personal de Otto Hahn fue, en realidad, la experiencia amarga de toda una época. Una sobrecogedora impresión de fracaso invadió los espíritus de todos cuantos habían luchado año tras año con tanta tenacidad para llevar el conocimiento científico a la máxima altura posible, convencidos de hacer con ello un gran bien a la humanidad. Habían trabajado afanosamente –comenta López Quintás– con la profunda convicción de que el aumento del saber teórico y el incremento de la felicidad humana estaban inequívocamente vinculados. Confiaban en que fomentar el saber científico tomaría siempre un valor positivo, que significaría automáticamente cotas más elevadas de felicidad y de dignidad. Pensaron que se trataba de un bien incuestionable y que, por tanto, se traduciría ineludiblemente en bienestar y plenitud para el hombre.

        Pero esta ilusión multisecular, que ya había hecho quiebra en las trincheras de Verdún, se vino estrepitosamente abajo con los horrores de la Segunda Guerra Mundial. El terrible poder destructor de las armas nucleares, los intensísimos bombardeos sobre población civil, el exterminio sistemático y profundamente cruel de toda una raza, y un saldo de cincuenta millones de muertos pusieron trágicamente de manifiesto que el saber teórico puede traducirse en un saber técnico, y este a su vez en un amplio poder sobre la realidad, pero –por desgracia– todo ese dominio no conduce automáticamente a una mayor felicidad de los hombres si quienes ostentan ese poder carecen de una conciencia ética adecuada a su responsabilidad.

        Después de siglos de febril incremento del saber científico, la idea de que el progreso humano es siempre continuo y no puede haber retroceso, se había revelado como irritantemente falsa. El ideal del dominio científico, y la forma consiguiente de humanismo, saltaron en pedazos al entrar en colisión con la terca realidad de la historia. Era patente que el futuro no debía caracterizarse por esa ingenua credulidad en el progreso como principio motor de una civilización, sino que resultaba necesario cimentarlo sobre valores más elevados y seguros.